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sábado, 22 de mayo de 2010

MORIR EN PUERTO TAMBORAPA - Libro de Nicolás Hidrogo Navarro

MORIR EN PUERTO TAMBORAPA

Autor Nicolás Hidrogo Navarro

 nicolás hidrogo navarro
 Ediciones “Metáfora” 2006.
 Auspicio: Conglomerado Cultural – Perú.
Digitado y diagramación: Maritza Cabrera Arteaga
Ilustraciones interiores y carátula: fotografía digital “Hacedor” y Jorge Fernández Espino
Dibujo de portada: Fotografía de las riberas del Puerto Tamborapa-Jaén-Cajamarca.

Impreso en Lambayeque-Perú-Setiembre-2006
Correspondencia y canje en 8 de Octubre Nº 930-Lambayeque
 (074)9607442 / ( 074)284363) / (074) 9607442
E-mail: hacedor1968@yahoo.es , conglomeradocultural2005@yahoo.es
1ra. Edición, 2006.
Tiraje 500 ejemplares
Reservados todos los derechos de autor
Puede reproducirse total o parcial los cuentos, citando la fuente y autor.

EL AUTOR

Nicolás Hidrogo nace en un pueblo pequeño de la ciudad de Ferreñafe (Pítipo)-Lambayeque, un 15 de junio de 1968. Estudió primaria y secundaria en la ciudad de Bagua Grande y se licenció en Lengua y Literatura por la Universidad Nacional “Pedro Ruiz Gallo”-Lambayeque. Con estudios de Diplomado en Literatura, Segunda Especialidad en Gestión Educativa y Maestría en Investigación y docencia.
Desde sus épocas de estudiante dirigía y promovía eventos culturales dentro y fuera de la universidad, llegando a ser presidente del Círculo Literario Nixa-FACHSE-UNPRG.
Ha obtenido los Premios Premio Literarios Lundero 1994 (IX)-Diario La Industria-Chiclayo 1994) Zona Norte del Perú. Categoría Cuento, III Puesto género cuento, III Concurso Literario Umbral-Chiclayo, 1993, Premio Literario 1992 en Poesía - Instituto Superior Pedagógico Sagrado Corazón de Jesús-Chiclayo. Mención Honrosa Cuento en los Juegos Florales Universitarios “José Eufemio Lora y Lora, otorgado por el Vicerrectorado Académico, UNPRG, marzo de 1995. Premio Literario Lundero 1992 (VII) -Diario La Industria-Chiclayo 1992 Zona Norte del Perú, Categoría Cuento. Premios Literarios 1992 en Cuento y Poesía-Municipalidad Provincial de Ferreñafe.
Inscrito dentro de la generación literaria de los 90, ha publicado los libros: “Generación del 90 o generación plaqueta en Lambayeque” (2003), “A esa hora del día”, (2005), “Morir en Puerto Tamborapa” (2006). Ha recibido reconocimientos por la Universidad Nacional “Pedro Ruiz Gallo”, del cual es egresado y docente, el Diploma a la Cultura INC-Lambayeque, 2004, entre otros. Desde el año 2004, en que fundara con otros escritores lambayecanos, es el artífice indoblegable del Conglomerado Cultural.

DEDICATORIA

A Childre, Jomara y Nadesha, mi trilogía perfecta.
A Maritza, mi más tórrida pasión.
Al Puerto Tamborapa, lugar de la selva peruana, inspirador, contrito y solitario, donde mis sueños de hacedor empezaron a gestarse.



SISEOS BAJO LOS PUENTES


A MANERA DE PRÓLOGO



Las espirales como el trigo convergen en la voz de todas las aguas o en la salud de los vientos sobre los puentes o donde el ser comunicante esparce (juglar en el camino) el infinito amor a la naturaleza de todos los tiempos.

Íntimos espacios, escuchan crépito de leños, papeles saturados de recuerdos que la memoria reúne para encontrar ahíto de ternura al lector perenne de la libertad compartida. La libertad ese maravilloso placer de lo cotidiano que pertenece a los grandes bebedores de aguas vivas, hacedores de metáforas geniales que cuecen en verde sudor su trasuntado ángel literario; ora historia en calma (discurso de alma), ora dolor, alegría en abrazo unidos en el comunicante ruido (canto rodado) de soles recién bañados en la espesura de sus pequeñas junglas o del gigantesco bosque humano con todas sus verdades; que busca siempre, siempre, desentrañarnos de todo misterio, soledad, desventura o dolida fijación. Noble hacedor nuestro hermano Nicolás Hidrogo Navarro, ferreñafano del mundo que reparte en éstos sus doce cuentos, la fusión del día y la noche en la extraña doble fe de escribir; ya lo antecedieron sin soltarse de las manos los grandes maestros de la narrativa José María Arguedas, Francisco Izquierdo Ríos, Eleodoro Vargas Vicuña, creadores inmersos como él en desentrañar el humanísimo mundo del habla de nuestros pueblos, sus dos paisajes profundos: el de la realidad y el del recuerdo.
Su amada, sus hijos, sus amigos estamos agradecidos del amplio pan de la palabra; nos sentaremos a degustar la hogaza tibia del papel, de su viaje en la balsa humilde de sus cosas, de su “Morir en Puerto Tamborapa”, lugar que leo sin morir esta tarde de frutas repartidas … de aguas repartidas…





Chiclayo, agosto 31 de 2006
Jorge Fernández Espino
Pintor y Poeta

PRESENTACIÓN

La ficción literaria no sólo permite combinar los mundos reales con los oníricos, sino que abre una tercera posibilidad: la de recrear la ficción y hacerla tan verosímil que confusamente se trastoque con la realidad hasta parecerla. En la narrativa de Hidrogo todo parece ser un contar desde la experiencia personal, como una crónica un diario de adolescente rebelde y memorioso. Sus relatos son del desvivir hondo, del que vive aceleradas historias y del que recoge sus pasos en cada historia.
Hay, pues, en los diez cuentos y dos epístolas, esa nocturnidad de su intimidad, claves existenciales para comprender que la narrativa es parte de su vida, parte de sus obcecaciones que cual vorágine los llevan a transitar por la literatura, no por el interés pecuniario, sino porque es un llamado interior, que lo jala, lo devora y lo hace atragantar de figuras, imágenes surrealistas donde la menor y nimia experiencia sirve como un pretexto ficcionador.
Envuelto en la tradición del boom latinoamericano en cuanto a estilos, técnicas y formas de narrar, Hidrogo se adentra en las profundidades cavernosas del elucubrador, de alguien que cree que la vida misma es un narrar incesante y que los libros deambulan entre nosotros en el aire y luego en el papel.
Desde ya Hidrogo representa uno de los baluartes de la narrativa de los 90 en Lambayeque por la sostenibilidad misma de su ejercicio narrativo y por su indeclinable afán de hacer de las letras un feudo de ideas y no de opresiones individualistas. Bienvenido, en un puerto para vivir y no morir nunca jamás.
Los editores.

1
MORIR EN PUERTO TAMBORAPA


El Chinchipe esta mañana se ha desbordado hasta el pescuezo del pueblo de Tamborapa, aruñándole sus desdentadas estructuras solariegas y arrastrándole como a párvulo unas treinta y tres brazas en zig-zag río abajo. El agua achocolatada y aterida, embravecida, casi humana y sádica, llegó hasta el centenario árbol de la única calle triste, enana y silenciada por el olvido del tiempo. Dos niños náufragos y solitarios, ensimismados y enmudecidos, inermes de todo temor, inconscientes de su realidad, juegan haciendo puntería con una cerbatana chipiba, sobre el añoso tronco de la única, diminuta placita solitaria y triste de la selva peruana.
Se mire desde lo alto del cerro de los Cartagena o desde la banda de los Chamaya, la impresión que el Chinchipe se ha atragantado con medio pueblo es evidente, pero eso no lo saben ellos, ni se han dado cuenta desde hace tres décadas en que la pista llegó, impredecible como las lluvias matutinas, y se creyó que todo cambiaría. Ni Radio Marañón ni Radioprogramas ni emisora ni señal alguna se asoma al éter tamborapeño: la presencia aurífera de las aguas, anula toda recepción por el espectro electromagnético.
Tamborapa es una isla paria y errante en medio de la selva, pero conectada umbilicalmente por una pista y civilización alrededor. Cuando se mata una vaca su carne disecada abastece al pueblo durante un año. La gente consume el tiempo mirando los carros fugaces y veloces pasar, las olas del río y ver salir uno a uno los ciento un cocos que produce la única cocotera a ochocientos kilómetros a la redonda. La única bodega que existe es la de la octogenaria Doña Rosita Chamaya, alojada tercamente en medio del cerro, abastecida de dos tongos de chancaca, una cabeza rala de guineo, dos paquetes de sal yodada, cuatro kilos de manteca de marrano viejo media fanega de café tostado, dos bollos colorinches de lana de ovejo merino y temerariamente aún se ofertan dos botellas de gaseosa Pepsi de 1976.
Tamborapa no tiene aeropuerto, ni supermercados, ni peluquerías, ni pollerías, ni municipalidad, ni televisión, teléfono, ni correo donde depositar o recibir una carta, librería, escuelas, energía eléctrica, radio o libro alguno, sólo un río gruñón, un puente caduco, una cocotera barbada, una ruinosa iglesia sin párroco desde hace una década en que el agua se lo llevó con todo hábito, cruz y Biblia y gente, gente que vive sonámbula y extraviada en el tiempo. El único diario que llegó por última vez hace treinta y siete años atrás, fue por puro accidente de un pasajero distraído que iba a San Ignacio: sólo allí se dieron cuenta que la civilización existía y que Tamborapa era más que su río, su cerro, su puente y su placita.
Allí el tiempo ha soltado su ancla ciclópea, herrumbrosa y hasta las mismas piedras, papeles, residuos de plátano, no se han movido durante más de treinta y siete años seguidos, siguen inermes, ¡cloc-cloc!, pasa rauda y asustadiza una gallina colorada hasta de los huesos, que debe ser casi vigesenaria por lo oxidado de sus alas y el color destronchado de sus plumas, pico mocho, cabeza rapada: debe haber soportado las descargas de lluvias de mayo a julio de más de trece primaveras, estoica, impertérrita. Siete casas antiguas, las primeras de ese pueblo casual, de adobe gigante, se resisten a caer de cuajo por el tiempo: la iglesia no soportó los embates de la ventisca vespertina de casi cien años sin parar y se vino abajo como mazamorra recién esta mañana, justo ante mis narices de capturador de nostalgias, reminiscencias y melancolías.
La plaza es rectángula, polvorienta, famélica y da la vuelta en L para perderse en el infinito aserpentado de la carrera a San Ignacio. Dos asbestos más vetustos que el propio pueblo, la sostienen con sus infinitas e intrincadas raíces para no dejarse mordisquear corriente abajo. Dos pavos huérfanos de infinita tristeza rascan por millonésima vez y ciernen el polvo de la plaza buscando algo de comida.
De Norte a Sur se ve una plaza desnuda de ochenta y dos pasos, silente con siete casas solariegas pendientes de un hilo, dos árboles coposos donde dormitan las ardillas, hurones, moscardones y un sinfín de insectos rastreros, una bajada accidentada conecta y proyecta al río saturado de chopes, cadillos, pajarobobos, caña brava y tunas espinosas. A un costado, de la única esquina triangular del pueblo, una miríada de moscas famélicas, apenas se sostienen en vuelo, revolotean emocionadas ante un grillo agónico que se ha quedado muerto en su sueño.
De Sur a Norte un cocotero centenario y barbudo, probablemente caiga esta misma tarde, se balancea achacosamente, lanza alaridos silenciosos. Hay un casi acostumbrado retumbar de hojas que hace que las tripas crujan como en una batalla de serpientes. Un viento caliente empuja a esta hora de la tarde los pensamientos hacia el barranco del azar que hace crispar las puertas de la mente.
De Este a Oeste, se ve un ángulo muerto, dos ramas caídas, techos de calamina oxidada, dos cerdos agringados con piel pulposa y estructura huesuda osan y amantequillan los adobes secos de la fachada azul del pueblo.
De Oeste a Este, fotográficamente, las casas siguen acochambrándose, doña Jomara, la casi bicentenaria que inició la fundación de Tambopara, camina renga renga juntando leños para el fogón de su cena de esa noche oscura, larga e inmensa, su rostro enjuto revela sus vivaces ojos de vívido gris de juventud: dos lágrimas caen en cámara lenta, ella se quedó varada entre su indiferencia y resignación de abuela regañona.
De arriba abajo se ve un jardín en miniatura, microscópico, garabateado de chinescas, abandonado y petrificado con arbustos devorados por una gigantesca anaconda con fauces espumosas: es Tamborapa, aéreamente, una calvicie de selva en medio del barranco de la vida, de la nada, acaso un jardín sin jardinero, acaso una selva fantasmal que no tuvo quien la descubriera.
A no menos de cincuenta metros se siente el rumrum metálico de las aguas del Chinchipe que acosa día y noche a su viejo puente carcomiendo sus despostilladas estructuras encementadas.
Todos los que iniciaron la fatal e ingenua aventura de afincarse en este pueblo han muerto físicamente o espiritualmente, se han quedado petrificados y deambulan sonámbulos, idos, quedos entre el marasmo de la tarde y el polvo atragantador del tiempo.
Childre, el último y único hijo de los suicidas, había llegado en un ritual místico, de promesa, a bañarse en las mismas aguas subversivas y cobrizas del Chinchipe, por el famoso oro de los peñascos gigantescos río arriba, setenta y cuatro años atrás donde muriera el dueño de Peluquería Okey y su propio padre. Llegó con Merymey, la pelito corto y nariz aleonada, estudiante de Ingeniería Química de la UNPRG. Tamborapa era para ellos un pueblo fantasma y por su calle fácilmente uno podía andar desnudo en pleno día y nadie se percataría de ello.
Miraron al río que les hablaba con un tronar de piedras embravecidas y vieron nítidamente la figura del padre y el abuelo muertos allí por pura decisión propia, por puro placer de morir arrastrados por las aguas hasta el mismísimo Amazonas.
Está atardeciendo lentamente y apagándose el incendio heliográfico y estoy escribiendo atropelladamente estas impresiones y últimas cosas porque más tarde me toca morir, debo cumplir un rito, mi padre murió hace treinta y siete años, en este mismo día, en este mismo lugar y a esta misma hora: es quince de junio, son las cinco y cuarenta y tres de la tarde y a lo lejos se ven los últimos rayos sangrientos del sol tachonando las peñas junto al puente y las piedras amarmoladas del río. Tiento con el pie izquierdo la temperatura fresca y nerviosa, el agua me da sobre el hombro, ingreso con todo ropa, la corriente inteligentemente trepa por entre mis pómulos, las olas mordisquean embravecidas por entre mis orejas, mis pulmones están obturándose de esa agua ferrosa que suele haber aquí en el Chinchipe, siento que el cielo azul se va derritiendo y despintando hasta tornarse en un puño marrón, la corriente tramonta por entre mis sentidos hasta producirme una sorda conmoción somnífera, el peso de mi cuerpo es superior a la gravedad terrestre y a la densidad y bravura de las aguas, tres peñones a la vista, dos más elude mi cuerpo, pero en el tercero mi cráneo recibe un feroz golpe de lucha libre…..el agua cubre mi retina y la invalida, contracciones espasmódicas, río abajo se ven ramas y árboles multicolores que toman feroz huída, dos gallinazos patrullan la zona con sus ojos oblicuos … mi cuerpo laxo…todo es negro y caótico… desoxigenado… quietud, se acaba la lucha…un cuerpo, mi cuerpo va flácido…sube y baja, se atraca entre matorrales ribereños y troncos muertos, marrones, da vuelta de campana, raudamente tramonta al Recodo del Diablo, nadie lo ve en las aguas amarillentas y nocturnas y sigue hasta el infinito…

2
CAMINO AL PUENTE

Allí junto al puente y a la alameda de Ferreñafe
Hay una muchacha dulce
Que te espera con la mirada iridiscente
Que te habla en silencio
Lo da todo
No quiere nada
Sólo que ames su soledad y recuerdo.


Para: Lucy Alburqueque Martínez
Con refulgente amistad.


Desde la Alameda, circulando los Ford y los Chevrolet pasaron zumbando como bandada de gallinazos hambrientos. Era la primera vez que en Ferreñafe de 1917 aparecían los autos exóticos y afilados como los de Batman, grandes y espaciosos. Iba montado como un dios, Salcedo, el bigote de brocha, regando enorme polvareda, ella, idiota, él fififififi, sobre el inmenso verdor y trinar del puente. Eran la diez de la mañana con trece minutos, era domingo y la gente venidas desde Pítipo, Tres Tomas, Guanabal, La Traposa, tomando su chichita, los piqueos de Panchita, una moscas revoleteando, zassssssss las espinas de la caballa y el peje descarnada al agua de la acequia. Una bullanga evolucionaba desde la copa de los cipreses arrebozados, la gente vistiendo sus prendas almidonadas, blancas como leche, va y viene y dentro de esa multitud destacaba una muchachita perdida de mirada y enajenada de la realidad. Había llegado de Batangrande a Ferreñafe buscando empleo y para ello fue a la alameda, con su blusa amarilla y sus apenas dieciséis años, pronto atrapó la mirada de todos, se le acercaron, le preguntaron su nombre y sólo obtuvieron un rostro enmudecido y paliducho por el miedo. Esa niña tímida sin nombre, pero con sueños, que se empleó por décadas en diferentes casas de familias adineradas, terminó siendo un día la que emborrachó a todo Ferreñafe con “El rincón de mis recuerdos”.
Habían pasado cuarenta y dos años desde la primera vez que conoció la alameda y volvió allí para encontrar parte de sus recuerdos, sonó un claxon, y, a diferencia de la primera vez que lo escuchó, este fue un claxon diferente, ya no de un Ford, sino de un Playmouth.
Sobre la alameda camino al puente de Ferreñafe, a un costado de la verma lateral, yace una cruz, esa cruz fue de una bella damisela que había encontrado todo, lo había logrado todo en la vida, pero una ráfaga de segundo fue suficiente para perderlo todo. Cuando veas que el agua de la acequìa se pone negra, es por el color del vestido que llevaba Lucy aquel día, la que buscó todo en la vida y sólo encontró la muerte camino al puente.

3
LA REBELIÓN DEL NÚMERO


La canchita estaba ensopada y embargada de oquedades, silencios y miedos de grillos y renacuajos: se ve a la distancia la copa de los árboles enneblinados, recargados de fantasmas de la muerte, desdentados y con un ojo blanco. Ese día no llegaría la avioneta, se clavaría como en una piscina en medio del fango inmenso de la selva de Utcubamba. Los trescientos metros de clandestina pista no eran de tierra sino de un pantano movedizo, así llueve en Bagua Grande. Desde la escuela, contigua, no se escuchó nada ese día. Todos miramos por la ventana de rato en rato, oteando el horizonte despejado y solitario. La vimos por primera vez el año pasado, platinada, con franjas azules y rojas, y en vez de plumas tenía aluminio, esa gran ave mágica que se suspendía en el aire: eran avionetas misteriosas que llegaban cada tres semanas y subían unos veinte costales, de quién sabe qué cosas.
Aún estábamos en el último minuto del recreo cuando una avioneta enterró el pico al abrir el sol en medio de la amermelada carretera, el piloto no se percató que la noche anterior Dios había desatado las compuertas del cielo y aún la tierra al pisarla parecía una mantequilla expuesta al sol a las tres de la tarde. Nadie murió pero la cancha quedó llena de harina que al poco tiempo se volatilizó. Fue por esas temporadas que Kong se escapó con Sandra hacia la altura de Cajaruro y me prometió que jamás regresaría y el Número le siguió los pasos dos años más tarde, yéndose con Violeta, apenas terminada la secundaria, una zurda mirada de cuchillo.
Treinta y cuatro años después que todos daban por desparecido del mundo, al Número, apareció por Santa María de Nieva, cordillera arriba en medio de una comunidad indígena, los huitozkos, pintarrajeado con barros y ocres naturales, con la piel cetrina, famélico, pero sin perder jamás su mohín despectivo y su indomable afán de emprender una guerra secreta contra todos los medios de comunicación. Su plan era atacar radioemisoras, canales de televisión, imprentas, destruir los centros de expendio de papel y tinta, videos, parabólicas, cableado, etc. Su ideal obseso era volver al estado primitivo. Pese a no haberlo escrito, sino ser sólo un plan oral, la ciudad y los medios de comunicación se enteraron por esos casos de “inteligencia” y que en su mayoría de casos se conoce como chismosería o traición, y pronto el Número, sin que se conozca su rostro, fue presentado con cuernos, rabo, dientes filudos, botando baba y sangre por la comisura de los labios, por toda la empresa comunicacional consorciada y reunida.
El gran día para atacar nadie lo supo, ni el propio Número, pues sólo esperaría una señal del canto sincronizado por toda la selva de los sapos. Aquella noche violácea, el Número con cuatrocientos huitozkos atacaron Santa María de Nieva, Moyobamba, Rioja, Tarapoto, en un plan simultáneo y sincronizado. No hubo muertos ni nada parecido, sólo que todos los medios y las formas de comunicación fueron a parar al fondo de los ríos. Las ciudades silentes, sin radios ni televisores, sin periódicos, sin revistas, sin teléfonos, sin nada de nada cómo comunicarse que no sea la primitiva forma de emisor y rector directo, experimentó una profunda soledad, un vacío sepulcral, y pronto el mundo de la selva sólo fue alcanzado y sacudido por el ruido del trueno, el mugido de los cebús, el chirloleo de las aves y el ronroneo de las cataratas.

4
UN FLASH BACK ENTRE LA ESCUELA Y EL COLEGIO

La casa está vacía y hay un enorme forado en el techo, es el cielo que me muestra sus grandes fauces con un sólo diente curvo: la luna. El aire y el silencio del tiempo me indican que la noche ha llegado con sus fantasmas tornasolados y todas sus oquedades nerviosas. La noche, cómplice, derrite un sin fin de miedos y abre una estela de angustias. Un manto crudo rodea mi soledad, me aprisiona, me diseca, me hace tragar el mismo llanto como agua azucarada. Y viene una película de imágenes a mil por segundo. Un flash back me enajena y aflora el colegio “Alonso de Alvarado” por una avenida antorchada, y la imagen congelada de Bagua Grande de 1980, parado en cámara rápida corro detrás de la lluvia, las regresiones a aquel 12, 13, 14, 15 de diciembre de 1986. Por encima del reverberante sol se asoma una bandada de gallinazos que revolotean a un perro muerto en lontananza, los uniformes blanco-gris, la angustia del no querer salir, contar los días, las horas que faltaban, las Tortolitas (Sandra, Heidy, Carmen), ya me había leído la primera, única y última carta de Carmen, unas setecientas veces sin parar y encontraba algo nuevo cada vez, fue la carta más leída, convertida en la reconstrucción de una novela imaginaria, y Kong, allá a la distancia cruzando de las barracas a las aulas, las oteábamos recelosos, el año anterior se nos corrió por donde estaban los viveros y donde sembrábamos los choclos y rabanitos, claro, que nosotros también íbamos por detrás de sus aulas, y a ver qué hace el brigadier Nicolás, y ella chiquita, nariz respingadita, atenta a la clase de Historia del Perú con la profesora Virginia, carita de niña, altiva, y ella volteando tímida y nerviosamente, con una sonrisita de ardilla, mirando de reojo, haciendo una mueca de crispación achocolatada, todas fastidiándola, ummmummuummmyyayayayayaya, allí están, son ellos, guapita, límpida, labios chiquitos, muy inteligente, brigadier también, todos los años había conquistado un diploma de honor ¿querrán ir con nosotros a la fiesta de promoción?, todos menos nosotros, menos aún yo, no sentíamos la alegría del fin del año escolar. Nos habíamos caído al agua del Utcubamba jugando y con todo ropa, pantalón, cordón y camisa, después de Educación Física, la correteada por Morerilla, me había dejado fuera de contienda. La profesora de Biología nos había sermoneado, después de correr, llegábamos sudorosos, el Paloma Loca, era muy pestilente, tenía unas axilas poderosas rompemanifestaciones, jóvenes ya ustedes no están niñitos se puede ser pobre pero limpio, así que si no tienen plata para un desodorante hay que coger un limón y con eso se refriegan por sus axilas, eso neutraliza el mal olor, así que todos al kiosco, a ver el brigadier, mejor, al kiosco sólo que manden diez limones cortados en cuatro tapas. El Paloma Loca, estaba hecho todo un ovillo en el rincón avergonzado, escondiendo sus brazos y sus ojos chistosos y tratando de no acercarse a nadie: aún veinte años después creo que debe sentir los efectos de ese sin igual chucaque. El agua, se desborda el agua, en la canchita aterrizan los caballines, unas lagartijas azules raudas recorren la tierra marrón, llena de piedras y humedales, hay un caminito al río que se pierde fantasmalmente, allí merodea una sombra, allí hay un miedo, allí escondimos la última gran mirada cerúlea de unos cuerpos desnudos, chapoteando sus gotitas de agua impregnadas en la piel sudorosa, su baño y risotada, su privacidad, pelo largo, con cerquillos, eran blanco y amarrillo sus truzas y ya tenían vellitos rulos.
Otro flash back transversal corta al 1981 en ladrillos, cercas invadidas y vadeadas con facilidad atlética, correteadera y chancadera de ladrillos, la campana pintada relucientemente color verde, se escucha a unos quinientos metros, tocada por Aspajo El Mocho, el reencuentro con la primaria, no querer romper el cordón umbilical, nos sentíamos tributarios y primariosos aún, el palito blandeando de cerma del profesor Eloysito y sus bravatas, regresábamos a buscar entre las carpetas nuestros nombres con lapicero y punzón, a ver si los habían borrado los nuevos de sexto grado y maja con ellos, los baños, el quiosco de Marcial, el agua fría y dulcete en una gran paila de cuatro latas, las tazas de melanina, todos amontonados, agua del río, agua, agua, ufffff, qué delicia, todos como pavos desordenados, metiendo la cabeza y a codazos, a empujones, todos se quitan las tazas color amarillo, era el regalo, después de la compra de caramelos y galletas, estaba obligado, allí un árbol de almendra dormitaba achacoso y enterrado, dando sus frutos secados por el tiempo.
Hay una quemazón de choclos ese año, todos corriendo detrás del otoño con camisa de verano baguagrandino y del tractor y las llamas y el humo que borra toda visión de paisaje más allá de nuestras narices, choclos en mano y al morral, metidos entre maíces chamuscados, ploj un hueco de gallareta y ronsocos, ay mi piernita, comiendo, parece delicioso, pero luego en la tarde la diarrea, y a limpiarse con cuishina y pancas, querían sembrar arroz, pero todos los profesores se oponían: están muy niños, los zancudos se los comerían, nos oponemos rotundamente bajo su responsabilidad, señor director Mosquera.
Ese día en la formación, lunes del día uno de abril mi padre me llevó y me dejó en la puerta de la escuela, miré a todos de un zarpazo, les tuve miedo y ellos me tuvieron miedo y abrí la puerta de ellos con mi fácil hablar, me senté al lado de Antonio, sin saber que era mi vecino y desde allí aprendimos a defendernos del gigantón de la escuela, lo tumbábamos al suelo cuando queríamos para beneplácito de los demás, cómo dos chiquitos le daban duro a un grandote, no era por el tamaño, sino por las agallas. Nos esperaba a la salida mostrándonos sus puños acerados y sus muelas de burro viejo, bravo y con ojos desaforados y fanfarroneando, pero igual lo dejábamos tirado en el suelo lleno de tierra y escupiendo polvo, nosotros no peleábamos, sólo buscábamos esquivar sus manotas, tumbarlo al suelo y así todos dirían que le ganamos la batalla al gigante de la escuela, debemos haberlo hecho un centenar de veces, hasta que se fue a estudiar a otra escuela, cansado e impotente, o quién sabe. Hoy es un potentado arrocero y tiene como trescientos peones y camina sin mirar a nadie, de soslayo nomás, a mí, debe acordarse, algo, ensaya un no conozco a este sujeto y sigue su marcha triunfal por entre la avenida Chachapoyas.
Un rollo de película de nueve milímetros tan grande como tu propia inmensidad, como tu sonrisa en una mañana, tórrida y azarosa: entra entre mis sienes, para poblar de insinuaciones semióticas. Como en la hora del desayunarnos nuestros miedos y desesperanzas. Afuera los niños me recuerdan a los míos ¿acaso sólo tuyos? Entra por la puerta opuesta de mi realidad -se escucha Último tren a Londres- otra historia, quisquillosa y me hace recordar que es la medianoche de un domingo diecinueve de diciembre del año dos mil cuatro, escenificamos la Huachúa y el Zorro y debo acordarme que en este momento hay un gran debate sobre racismo en el INC-Chiclayo, Imelda, Rosa y Teresita deben estar durmiendo en algún lugar de Bagua Grande o la selva y yo haciendo un collage de imágenes y racontos, afuera pide auxilio un grillo atorado en la puerta y sus patitas se le han trozado, tienen como sierrita, sus ojos atriangulados, no tienen pestañas, su color es terroso, sus antenitas se mueven sincrónicamente, parece que está ciego, adentro una enorme emoción me lleva como un río torrentoso de aquí para allá y mágicamente como marejada me transporta en un santiamén de 1980 a 1986 y 1994, mis fechas claves de lloriqueo nostálgico: primaria, secundaria y universitaria, aunque confieso, no fue lo mismo en 1994, al contrario el tiempo se atascó, me obligaba a empujarlo con la mano y con mis ímpetus rebeldes, de no haber optado por la pluma hubiera abrazado un fusil, total aprendí las estrategias en los comics y los libritos de cowboy de Marcial La Fuente Estefanía de la peluquería de mi padre, era hora de vérmelas sólo, había llegado la hora de la verdad: todo lo que aprendí e hice no valió de nada, no tuve “padrinos ni de boda ni de plaza laboral alguna”, ni mucho menos lo aspiré jamás.
5
LA NERVIOSA TARDE DE LOS TROMPOS


A Marcoantonio Paredes
con fervor poético y emoción narracional.

“Mery dice: hola……¡cómo te va mi muñequito?, estuve esperándote hasta el amanecer y no entraste…
hacedor1968 dice: No pude dormir, me despertaron los duendes literarios a medianoche…
Mery dice: ayúdame papi con mi trabajo de arquitectura, me falta terminar la maqueta, hoy no hubo clases en la UDCH, en la Pedro hay huelga y no puedo sacar algunos libros..
hacedor1968 dice: ¿Nena quieres ir al Cine Tropical?”
Mery dice: yesssssssssssss amor ¡qué bichito te picó…”
hacedor 1968 dice: Nuevamente mis regresiones, soñé con el colegio Alonso de Alvarado, el agua se lo estaba llevando cuesta abajo…
Mery dice: quiero hoy…
hacedor1968 dice: ¿De verdacito?????????????? Uffffffffffffff, no me alucines…. amor, eres una mariposa en flor, eres mi luna particular ¿qué haría yo que tú quisieras…?
Mery dice: Me gusta que me engrías, que me abraces en el silencio de la tarde
hacedor1968 dice: Aún te tengo clavada entre y ceja como bala acerada, aún me ha quedado tu aliento flotando entre mis sesos, aún el aire es tu aire, aún tu mirada me sigue apuntando. Mira al techo, aún la luna bosteza, no se ha dormido, es la misma…
Mery dice: hsgsgsdgsgsttst ¡¡¡¡¡¡corto mi amor, mi padre está entrando a las cabinas, te veo, bye……………te amooooooooooooooo… me matannnnnn… trsrsrsmedwdhrehrhrlrfrt4r4,tl.!!!!!!!!!!!
(Aparece como desconectado)”

Ella entró por una puerta del rabillo de mi vista y me espetó con sus inmensos ojos vidriosos, midiéndome, inyectándome miedos y escalofríos, caracoleándome por todos los ángulos: ¡¡¡estoy embarazada!!!, se arrebató a escupírmelo en la cara y sentí que un río electrizado se catapultaba por mi nublada mirada ¡uppppppppppp? ¿qué significaba eso? Fueron dos palabras que las empecé a tartamudear ¿e-s-t-á-s-e-m-b-a-r-a-z-a-d-a?, ella con su potente mirada de cuervo me seguía de arriba para abajo, el gesto, la expresión, la emoción hasta capturar mi rictus de miedo, espasmos, furor, qué sé yo. Se me congelaron las ideas y un nudo de miedos se enroscaba como culebras en la boca de mi estómago. No era posible yo aún empezaba la adolescencia y no creía tener la capacidad, ¡hijito con una gotita basta y tú te haz vaciado un río!, ufffffffffff. ¿Yo papá a los catorce? Dejé el trompo tirado en media calle y me escondí en mi casa, debajo de la cama la pasé toda la noche, Imelda era la caderona del colegio y no sé cómo su inmensidad atrapante como imán se detuvo en mí, no sé cómo. Yo era un enclencle y debilucho, yo no quería eso, pero cuánta delicia había allí, era mucha mujer para mí, por qué yo…
Mira qué bacán, allí… allí, allí, calla, ya se fueron todos,, él shithh, no hagas ruido, no hay nadie, ella hagámoslo debajo de las carpetas, él estás idiota ¿y si vienen?, y ella no seas marica ¿o acaso no te gusto?, uffff, diablos ella proyectó las luz de sus nalgas por encima de mi mirada atónita, traía un diminuto calzón rojo y una ladera poblada de matorrales obtusos, su mirada hechicera me hipnotizó, mi presión se redujo a cero, sólo sentía mi agónico respirar y ella arriba como maromera del circo más famoso del mundo, choc, chojk, track, … ya papito despierta, dándome cachetaditas, estuvo rico papi, me levanté, ¡¡¡qué que pasó, dónde estoy!!!, eh, eh, un rasgueteo en las entrepiernas me hizo volver a la realidad, ayyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyyy, : se me había atracado el cierre en mi completo pellejo.
Después de veintisiete años estuve haciendo lo que siempre quería hacer: escribir como un perfecto pendejo, apoltronado en mi achacosa Rémington y haciéndola tragar más papeles que fotocopiadora, no importaba que yo no comiera, pero ella sí debía ser alimentada, ella debía registrar mis alucinaciones. Siempre quise no trabajar, era la ociosidad más lucrativa inventada por la sociedad para justificar su necesidad de vivir; siempre quise delirar escribiendo, era el acto más sublime, era delicioso convivir con la manía de hacer transposiciones e hiperbatones y construir catedrales estructurales con las infinitas posibilidades lingüísticas, además como acto de soledad era un reencontrarte con tu ontogenia y pergeñar tus propios mundos posibles.

Fue allí donde aprendí a convivir con el silencio de las tardes. Mi cuarto era pequeño y apenas cabía yo y mi alma, me había reducido a una piltrafa humana, vendí todo y hasta mi alma la hubiera vendido, pero mis libros viejos y alegres seguían allí guiñándome y acariciando mi torvo mirar, fieles irreductibles, amantes perfectos. Había logrado vencer el irresistible defecto de comer y había domado a esa culebra hambrienta que llevaba dentro, ansiosa de dulces y manjares cuando niño. En una estratégica batalla y después de mil intentos vencí a don sueño y desde aquella fecha maté a todos los descansos y ociosas cerradas de ojos y las noches y los días son para mí iguales, casi gemelos. No tengo horarios, no amanece ni anochece, sólo existe la luna mordisqueándose con un sol a medianoche, sólo existe una lúgubre luz de vela que refleja el cuarto menguante de mi grasienta frente.
Le dije yo estoy muerto desde aquella tarde de los trompos y ella me empezó a mantener cuando le dije que no había nacido para vivir mucho tiempo, por supuesto que me escapé para no reconocerle el hijo, cómo podía estar seguro de alguien que se la había tirado medio pueblo de Bagua Grande, pero su cacería fue implacable, me capturó hace una semana mientras cocinaba unos sebos para mi almuerzo en mi cuchitril: traía un mozuelo, iba a postular a la Universidad Nacional Pedro Ruiz Gallo, estudiaría Derecho porque quería ganarme un juicio: la paternidad, vi su rostro y se convirtió en espejo, era yo que había terminado a la misma edad de cuando él empezaba a ser yo.

6
EN LOS OJOS DE MERY

Su voz agria y metálica ensució el silencio de la noche, ella a él hoy quiero hacerte mío, recordaba cuando se iba a Huarmaca, se masturbaba en las madrugadas pensando en ella, en su nombre, uffffffff, hacía frío afuera, unos ticos amarillos hacían cola para subir pasajeros, acortaba la respiración, miraba con sus ojitos dormilones, es una pena, ya no regresaré jamás a la UNPRG, allí hay una sarta de pendejos políticos y un sinfín de lameculos que como putas se echan al poder por un puñado de horas de trabajo: en su mente brilló “Iré a España a hacer una maestría en Literatura Hispanoamericana”, sí cariñito. Me casaré para siempre con la literatura y lo último que repetiré segundos antes de morir será “literatura, literatura dulce ramera mía, contigo hasta después de la muerte”. Sobre sus cabezas el viento aleonado movía el lastimero de la noche: lo sé linda, sé que tú querrás compartirme con la literatura, sé que aceptarás ser la segunda después de la literatura, ella allí estaré yo, mirándote, te dejaré que te bañes todos los días con ella, que la atiendas a ella. Pucha qué decepción con los profes: doble discurso, piden lo que ellos no hacen; predican lo que no cumplen; miran lo que no ven; acarician lo que no sienten, él quiero escribir el cuento total, ella la máquina estará prendida desde las cinco de la mañana tu hora favorita para escribir, hoy seleccioné para ti música rock de los 80, son veinte canciones, suficiente para dos cuentos al hilo.

Ella, pasan frente por en medio de la plaza y la iglesia Matriz, entre la Av. Balta y la calle Elías Aguirre, diez, doce, catorce, taxis amarillos, tres se detienen frente al restaurante “América”, bajan unos gringos: es el lugar ideal para comer comida inglesa, entran y se van al fondo, las mesas cubiertas con un mantel blanco le da al ambiente una sensación de limpieza, hacen juego con unas sillas de caoba brasileña y con desgastado color rojo bermellón, adentro en la cocina se alborotan, acaban de llegar cuatro taxis más; yo, miro el poto flaco de la gringa, blanco como un oso de peluche, insípido, pero qué porte, qué lisura de cutis; ella eufórica ¡eyyyyyy, qué miras nene!, sentí por debajo de la mesa un pellizcón, me atragantó con su mirada de rayo.
“La tarde se abrió irrupta con su sonrisa profana y sus orejeras de nieve, era ella Mery, la de los ojos plateados y la mirada omnímoda, la de cerquillos perpetuos y la de un lejano mirar de estrella titilante. Le respondí, cuando me preguntó, -doce años después, cuando entramos en una noche de confesiones, confidencias y destapes-; ¿por qué te enamoraste de mí,… qué te gustó?: “fue el cruce desafiante de tu mirada, tu mohín flamígero y tus pómulos desnudos y atrevidos”. Me basta que seas mujer para amarte ya.”, quiero empezar un cuento así Mery, qué te parece; ella, así, vaya qué fotografía literaria, es mejor que una fotografía convencional.
No sé si fuimos con intención de empezar o terminar una relación, pero ella y yo estábamos allí claveteados en una de esas mesas redondas, acojinadas, casi sólo para dos, de tapizado rojo, estilo 1940, junto a un lugar símbolo para nosotros: el cine Tropical, -ubicado a pocos metros del parque y la iglesia de Chiclayo- una mole de cuatro pisos, dormida y desactivada hace más de un año.
El ambiente me parecía familiar, es muy posible que haya estado en el verano de 1946, en mi primera vida. Unas mesas adoquinadas en semiluna, tres mozos saltando calculadamente entre los comensales, una congestionada y activa cocina, en la barra dos señoras con la cara de haberla pasado bien el día con sus esposos, ensayaban sonrisitas a todos los clientes y un dueño de local atrincherado en su caja registradora con el rostro más arrugado que una cachanga y más viejo que un dinosaurio, metía y sacaba monedas como mago de una caja negra, sacaba la lengüita cada vez que la gente iba sacando dinero para pagarle, aún ese local guardaba cierto señorío y sus clientes llegaban allí para recordar y conversar antes que para gozar de su comida. Ella: suelta ¿te pagaron?, él, no me hagas recordar, los muy desgraciados pagan lo que quieren y cuando quieren, sólo cien nuevos soles, después de haber elaborado dos módulos y haber dictado como 20 horas virtuales, ese PCPU-FACHSE-UNPRG es puro engaño: le increpé a Reyes Aponte sobre esta situación a la salida de Contabilidad, son unos pendejos. Pero amorcito, cóbralos, es tu trabajo, no es un regalo, él Mery no soy un mendigo, es un insulto trabajar en una Facultad que se precia de ser millonaria y te dan propinas y te tratan como entenado, ya no cobraré un centavo más, que se lo coman ellos.

Ella miraba como entusiasmada el techo y empezó a calibrar, mira debo terminar de aquí como a año y medio, quiero diseñar una estructura que perdure en el tiempo, no me digas que persistes en tu idea de morirte de hambre escribiendo literatura (ella volteó y se dio cuenta de lo que decía), perdón, perdón, no quise decir eso: es que la literatura a veces lo siento como un placer suicida, aquí en el Perú nadie lee por devoción y porque sienta la necesidad, es pura obligación, mira yo admiro a esa pléyade de locos Sociedad de la Guadaña y la gente del Conglomerado Cultural, que llegan al INC, de verdad dan pena, más parece que llegan por pura costumbre y porque es un desahogo, bueno no sé, tú me dirás lo contrario; yo, tiene que haber mística, tiene que haber pasión para hacer algo sostenido; ella pero tú eres profesional; yo, eso no tiene nada que ver con la creatividad, sabes que la palabra literatura revoloteaba en todos mis sueños de niño y cuando todos decían en el colegio que querían ser ingenieros, abogados, médicos yo les escupía; quiero escribir y punto. Fui a la universidad con la ilusión de aprender y formalizar mi acto de escribir, pero allí no encontré nada de eso, fue una frustración, el primero año, decía cuándo empezaremos con lo que me interesa, cuarto año y nada, faltando dos meses para salir y recibir el bachillerato cobré plena conciencia y me dije: “iluso aquel aficionado al escribir que crea que en la universidad va uno a aprender a escribir cuentos, poemas o novelas, eso se aprende haciendo en la intimidad de tu ser y el martirio de expulsar de tu vida, el crisol de tus pasiones que sabes que a los demás les puede interesar porque lo dices con una carga eminentemente ficcional, y hacer público tus efluvios, tus esperpentos”. Es tu magia la que vendes, es la magia escondida en cada palabra, es tu manera diferente al cotidiano decir. Ella, mmmmmmmm, pucha corazoncito te adoro, pero no me convences con sólidos argumentos, me echas pura poesía, ¡pero morirte de hambre!, haciendo literatura, es de locos, que yo sepa sólo Vargas Llosa ha logrado la plenitud del intelectual afortunado que el escribir le da más que para vivir como un silvestre peón o profesorcillo de escuela, colegio o universidad; yo, hay mucha gente que se muere de hambre no haciendo nada, hay gente que se muere de la nada, hay gente que se muere teniéndolo todo y todo queda en la nada, prefiero morirme dejándolo todo: mi literatura.

7
REINA, REINITA... LA DULCE


Con especial y gratífero afecto a las putas de Las Violetas -polvoriento y famoso lupanar de Chiclayo-,
grandes samaritanas que han y endulzan
la morbosidad de los norteños del Perú.


¿Y? Me miró arremolinadamente torvo, con el rabillo del ojo izquierdo, temerosa y cómplice. Estaba atrapando zancudos con los ojos cerrados, era mejor así en una noche tan oscura y silente. Me cuchicheaba: ... ¿saldremos?, ¿hoy lo hacemos?... ¿iremos a la botica? Su mirada estática estaba engrasada por un derretido rostro que se deslizaba torrente con el sudor sobre su blusa amarilla. Abrió la cortina de su lampiño y mullido cuerpo y todo se encendió en mí: la ingravidez del ambiente hacía denso y enneblinado la distancia entre ella y la mía, un pegajoso y tórrido ambiente soporífero exigía dormir abreviado de prendas, sentía que por mis venas corría carbón rojísimo y líquido. Caminé en puntillas hasta alcanzar su voz y le dije: ¡tengo miedo!...
Acababa de cumplir los once años y mañana debía ir a la escuela en su último día. Ella había bajado de Ñuñajalca, un centro poblado menor de Bagua Grande, y estaba en mi casa casi ya cuatro meses. Hacía de empleada –digo hacía porque nunca supe que para hacer cosas de la casa había que pagar, ella no cobraba, además nunca la llamé empleada, sino Reina Reinita-. Yo la consideraba más que eso: casi, casi, no sé, casi una diosa salvaje y silvestremente domada, desde la espasmódica noche que me levanté al baño sonámbulo y puede contemplar su dormir y medir la distancia de su roncar y la turgencia y bambolez de sus bultos delanteros aguijoneados por mil zancudos. No tenía apellidos ni documentos, ni recuerdos, ni pasado, ni familia, sólo tenía un nombre: Reina. No tenía edad sólo un cuerpo de mujer y mucha juventud y coquetería y complicidad sintetizada en su figura ayeguada y en una masa corpórea de apenas 42 kilos. No tenía historias qué contar ni ilusiones futuristas qué elucubrar: vivía plenamente entregada a todo, como que fuera el primer y último día que trabajaría en casa.. Casi no hablaba, todo lo decía con su rostro: gestos y sonrisas, mohines y silencios, era su mejor lenguaje, la empecé a entender y comunicarme así, en silencio. Nunca tuve un reproche, nunca hubo un no, ni preguntas, ella lo adivinaba y solucionaba todo. Desde que llegó a la casa, ella remodeló la ubicación de las cosas y se sabía, al cabo de una semana, el re-orden total, recreado por ella. Siempre supuse que iba a ser la mejor mujer del mundo y que se quedaría con nosotros para siempre. Escasa de estatura, de rostro atriangulado y penetrante y profundo mirar, nunca se cansaba, le dada vuelta a todos los rincones de la casa como setecientas veces al día y terminaba cantando al anochecer. No era bonita, era adorable, sencillamente era una mujer apetecible y creo yo –según mis sueños, fantasías, suposiciones y proyecciones- supercomplaciente. Fue la primera mujer que vi desnuda y peladita como una yuca de desayuno y me samaqueó de nervios y atiborró de imágenes lujurientas para toda la vida. Por ella descubrí el rostro oculto de la intimidad, en su cuerpo tostadito descubrí lo plural en toda mujer: un matorral espeso, esponjado y negruzco se alojaba en sus entrepiernas y unos salvajes y ebrios pezones marrones apuntaban en ángulo de ciento veinte grados. Sólo miré, sólo miré su enorme llanura plagada de concupiscencias y un bosque retorcido de escondites y misterios me fueron revelados. Las dunas abrasantes de su cuello, sobacos y ombligo, empezaron a nadar entre mis pupilas lubricadas por el espanto y la sorpresa. Ella rompió la virginidad de mis ojos, ella sonrió y sonríe entre mis recuerdos, ella rió, ella se carcajea complizmente entre mi pervertida inocencia y me dejó durmiendo cuarentaisiete años, perdido entre el opio de mis sueños.

Ella estaba allí y se me perdió en el tumulto el primer día incrédulo, sí la vi y no la vi, como visión fugaz desapareció tragado por la misma gente, pero era ella, treintainueve años después fue vomitada por la vorágine del tiempo. Uno tras otro día, en el mismo lugar la busqué, hasta que por fin, sí allí estaba a tres metros de mi vista, a casi 560 kilómetros de donde la conocí, ella está allí, con cuarenta kilos demás, con un lunar postizo en la comisura de sus labios, con un kilo de maquillaje encima, sopleteando como flor artificial un perfume barato de dos soles el litro, y haciendo su guiño inconfundible a todo el mundo entre la avenida Balta y la calle Amazonas del congestionado y putísimo Chiclayo. Había hecho su posicionamiento estratégico en una esquina, muleteando como torera a todo el mundo, con su protuberante mondongo y masticando un chiclets adams con sus desvencijada dentadura de acrílico empobrecido, con un nombre de guerra que hace recordar a caramelos y a mi diabetes, “La Dulce”, con una blusa roja y una falda azul eléctrico para llamar la atención. Ella está allí esperando al mejor hombre del mundo – quizá un apestoso que no se ha bañado en semanas o un lunático sexópata-, qué importa ella es buena, ella es complaciente, ella soporta y tolera todo, nunca se enoja, ella fue la mejor empleada del mundo, pero ahora ella, Reina Reinita, es la mejor puta del mundo.

La lujuriosa noche en que creí perder el control al miedo y asistir a sus tentadores susurros y que no me quedaría dormido, como siempre, sólo encontré dos sapos haciendo clop-clop en su cama y de ella nunca más.


8
CRONIQUEANDO UNA NOCHE DE POESIA EN CHICLAYO-PERU

“Yo, se te escapó Mabelita; él no, no ahora la veo…; ellos, es su hembrita ¿de verdad Megatrónico?, -él, con su sonrisita de Porky… sí; con un gesto de temor, tenía 17 años y ya quería ser maridito de Mabelita La Dulce; ellos, total ¿quién es La Dulce: Mabelita o Enma?, : yo, vaya La Sociedad de la Guadaña, emparejaditos o no funcionan para cruzar con los 90; ellos César Limo es termo y distraído; yo, así… mmm veinte años después más tarde escribiré la historia de la Guadaña, habrá un filtro natural: quedarán dos o tres, el Megatrónico mira con sus ojitos de marrano y sus lentes de Perogrullo, encarrilla sus cachetes y su cuerpo de tortuga y piensa en voz alta “temo que ser ingeniero mecánico me atrofie mi sensibilidad poética…”, el emolientero sigue rasqueteando la penca sábila, espolvorea la maca a los vasos, un borrachín, pide un calientito, dulce pido, el Megatrónico quiere alfalfa, son las 12.47 de la noche y en la plazuela el gordo Chefo, con guitarra en mano y suspendido en el aire, quiere levantarse un par de maricones, nueve muchachos del SENATI están a punto de acabarse un jarabe de licor de fantasía, allá una parejita subida de tono, le mete la manito por debajo de la falda, besos con lengua, eyyy; y él me gusta Guisella Limo… y el otro a mí Naneska; no Roxanita está como Eros manda y el otro a mí La Nueva que llegó hoy…”


Faltaba sólo un día y sólo disponíamos de sólo una muestra mínima de tres poemas de un ferreñafano Freddy Uchofen Maco. Su poesía no convencía ni a Rubén Mesías – gran catador intuitivo, de prodigiosa memoria y de estilos anglosajones y versado en libros, un tipo raro y sui generesis en la movida literaria en Chiclayo-. Vino a Lambayeque a mi cubil literario y se fue con las cajas destempladas: no habría poemas para mañana. Ana Miranda falló, César Limo envió los poemas de su hermana Guisella Limo con cuatro horas de anticipación y Elmer Llanos que me apuraba por el msn “Oye Nicolás a qué hora me llegan los poemas, ya estamos jueves…, ya pues gordito muévete…”
En la noche del jueves encontré en la puesta en escena de la comedia “Un pichón fuera del nido”, a Fernando Odiaga Gonzáles – ese grandulón que vemos con un imponente cuerpo de cachascanista y aspecto de decapitador hachero del s. XVII que cualquiera lo confundiría con un guardaespaldas de choque, de codo, cabezazos y rodillas, pero de una pasión maniática por la lectura y de fácil y machetera crítica-: “No envía nadie Fernando y Fernando leemos, bajamos al llano, claro, somos la reserva”. Fernando tuvo que ir a una cabina de Internet a digitar sus poemas y enviárselo a Elmer Llanos, para la crítica literaria.
Por la mañana del viernes un correo esperado toda la semana estaba alojado en mi bandeja del yahoo: Era un envío de César Limo –el guadañero nervioso, pertinaz y muy circunspecto. Ya no hubo mucho tiempo y la Noche de poesía Nº 19 se iba a llevar con el ferreñafano –que por cierto no llegó- Guisella Limo, Fernando Odiaga y yo. Ahora la noche se iba a invertir los macheteros de siempre iban a ser macheteados.
Faltaban dos horas y Marcoantonio Paredes – el coordinador del evento, el fundador y líder de los guadañeros, el gran utópico y humanizador de los gestos de los artistas, el tumaneño rebelde que vino a Chiclayo a hacer su sueño realidad: generar una hoguera literaria y despertar a los aletargados y envanidecidos poetas de papel- estaba ya cuadrando en la computadora los textos que se repartirían esa noche, dentro de unas horas, pero ya eran las siete de la noche con catorce minutos y debíamos ir a Chiclayo.
La cita de Noches de Poesía y cuento están programada para las 7.30 p.m. en el auditorio “Max Dextre” del INC-Lambayeque-Luis Gonzáles 345, en pleno centro del comercial Chiclayo, pero la idiosincrasia a la peruana siempre hacía que empezáramos a las 8.00-8.30 p.m. Llegamos a Chiclayo en un combi de los pueblos de Jayanca y Mochumí, apretujados, cobran S/ 0.50 pero tienes que sopletearte sudores y olores nada poéticos. Nos dieron las 8.16 p..m. en las fotocopiadoras, de “La Gordita”, pero también le dimos trabajo a “La Tetoncita”, entre las calles San José y Luis Gonzáles, para hacerlo más rápido: ¡Treinta juegos de los cuatro!.
Llegamos casi sudando al INC y en la puerta, bajo una luz mortecina y los tamborileos y contoneantes bailes afroperuanos, ingresamos: una inusual mancha arremolinada se encontraba en la puerta, a la distancia se avizoraba y se distinguía por encima de los demás el enorme cuerpo de Fernando Odiaga con una casaca roja, todos los guadañeros se daban cita –hombres y mujeres: Naneska, la del silencio poético, Guisella Limo la de imponente mirada azul, César Limo el formalito y pertinaz embatero; Jonatan Larrea el guadañero hipersensible –el retoño más joven, después de Marles Eneque-; Juan Felipe Chilón el de mirada y hablar sigiloso, David Guanilo el de mirada de mono y narrador de juergas; Arturo Bravo Torres el alto y ávido concursero estudiante de Lengua y Literatura en la UNPRG; Mabelita Díaz la musa en disputa, Enma Alarcón La Dulce, la manzanita de la guadaña; Marles Eneque el gordito megatrónico y arrepentido otrora metalero; Roxana Seclén la fotofóbica, la japonesita de ojos saltarines; María Helena Flores la Pequeña Lulú dulce, la narradora de la guadaña; Magaly López la de perfil de Pepe Grillo, sensualista y tierna, entre otros; por los 90 estaban Rubén Mesías con su sonrisa coqueta y pegajosa buscando amigas y pidiendo correos electrónicos; el correcto Dandy Berrú; el misterioso y calladito Joaquín Huamán; un invitado recién llegado de EE.UU. Rubén Dávila con una gorra woykera colorinche y polo multicolor y con una rosa amarilla en la cabeza a lo Oscar Wilde y más tarde el siempre tardante y barbado Juan Carlos Flores, mezcla oshiana y leninoide, varias caras nuevas de sugestivas miradas y atraídos por el olor de la poesía.
Son las 8.36 y empieza Noche de Poesía, Elmer Llanos en el centro de la mesa de honor junto a Fernando Odiaga, Guisella Limo y yo en los extremos izquierdo y derecho respectivamente. Marcoantonio hace un introito, exige silencio ante una conversación ininterrumpida del fondo del auditorio “Buenas noches, amigos del arte y la literatura… en esta noche leerán tres compañeros…, comenta el catedrático de la UNPRG Elmer Llanos…, esta noche los hacheros pasan a ser hachados… (risas en todo el auditorio)”.
Lee primero Fernando con su pegajosa voz, se demora casi cinco minutos y luego Elmer Llanos, hace preceptiva literatura: “El yo poético, es diferente al yo personal, hay dos instancias y el producto textual no puede confundirse con el aspecto personal… La poesía de Odiaga tiene una acento existencial, hay una carga de la libido reprimido y una soledad que busca un encuentro consigo mismo…”.
Intervienen gente del público: Rubén Dávila, Dandy Berrú ¿Qué concepción tienes del mundo y del sexo y qué tiene que ver con tu propuesta poética?
Fernando Odiaga hace varias confesiones sobre su naturaleza sexual y efectúa una acre crítica al egoísmo e hipocresía humana y suelta su ambigüedad y androgenidad y sus propios miedos, revela su estado de insatisfacción por no haber hallado una pareja ideal. Toda la participación (lectura, comentario y preguntas-respuestas público-poeta) toma unos 23 minutos.
Eran ya las 10.39 p.m. y cuando Guisella Limo había terminado de leer y estábamos en los comentarios de pronto un rasgueteo de guitarra a la distancia y luego evolucionaba hacia el auditorio, distraía, llama la atención a todos, una entrada accidentada, a tropezones, alguien se mete como una tromba por la puerta principal: era el Chefo Bocanegra con mundopropio@hotmail.com, un blanquiñoso con lentes de culo de botella de Champamg, Lalo Castro y otros: Eran los “Víctimas del vacío”, grupo de rock local, cañoneados y stoneados, tenían la lengua pegada a los dientes y una rara mirada de idos, al inicio mortificaron a todos, pero salieron a cantar y zasssssssss se ganaron todos. Vaya eso es lo que llamo tolerancia justificada y ganada por el talento creador, se le puede perdonar todo. Mundopropio@hotmail exige “Qué importancia tiene la crítica literaria, es pura chimosería, cómo van a meterse a calificar el mundo del poeta, cómo van a saber lo que uno escribe”. El Chefo, más stoneado y todo el tiempo rasgando la guitarra como un demonio creador poseído, escupe “Una pregunta a la mesa: ¿quién es el mejor narrador o poeta desde 1996 al 2005 en el Norte del Perú? Nadie responde a la segunda pregunta y se contesta la primera:
La literatura es una pasión y un estilo de vida y el acto creador es único, irrepetible, nos hay dos poetas, poemas, motivaciones y circunstancias iguales para crear, no hay poeta más ni poeta menos, hay intensidades, gustos y files, sólo hay quienes viven para la literatura y se entregan a ella para poseerla y ser poseídos, hay quienes crean echados en su cama, parados, en el baño, en su sala, o en su cuarto de noche, anocheciendo, amaneciendo, atardeciendo, con llanto, con nostalgia y tristezas, con alegría y emoción, hay quienes escriben forzados, en otros brota como lava libido de volcán. Hay quienes escriben para perpetuarse y liberarse de sus propios fantasmas existenciales. Hay quienes creen que la literatura debe ser un instrumento de cambio y comprometida. Hay quienes escriben para hacer catarsis y mostrar el arte puro del mundo. La literatura puede ser un amor ocasional o puede ser una pasión sempiterna. No hay separación entre el poeta y su obra: no nos vestimos como poetas para crear ni nos cambiamos de ropa para actuar como humanos y salir a despulmonarse por el mundo. Somos una perfecta ecuación y fusión trigonométrica: poeta-humano, un binomio destilado en un solo acto de la vida y todo lo que decimos y escribimos – con o sin retoque, silvestre o alcanforado- puede ser el resultado de nuestras experiencias librescas y existencial. Todo lo que decimos como poesía debe ser el resultado de nuestras frustraciones, utopías, fantasías reprimidas, casi quisiera creer que cuando el estómago está vacío hay una intensidad de crear pero cuando estamos cargados de felicidad y de dinero en bolsillo hasta Octavio Paz y Pablo Neruda nos parece cursi y nos caen bomba, casi quisiéramos decir que el acto de crear es consustancial al acto de vivir y morir atravesado por la espada lingüística y semiótica de las emociones humanas.

9
VIDA DE POETA

A doña Yolanda Astudillos
y a “Tarzán” o Luis Esquén Perales.

Escribo en solitario, a escondidas y a hurtadillas, antes de salir de mi cueva, miro de soslayo hacia arriba, abajo, doy un paneo de 360º con el rabillo oblicuo de mi vista, por toda la habitación para detectar a los duendes oteadores. La literatura no me da dinero, pero me permite vivir más allá de mi propio cuerpo y de mis deseos: me llena de fantasías y me acicatea a contar los lanzazos quijotescos que me da la vida. Salgo contrito y me estiro como oso perezoso en el umbral de la puerta, saco la cabeza como ardilla: mi mirada devora diez cuadras a la izquierda, zoomnea ocho a la derecha, nadie sabe a un kilómetro a la redonda que escribo boberías y que mi estómago está más hambriento que preso de La isla de los hombres solos. Desde el mes pasado tuve que forzarme a dormir tres días seguidos por semana para engañarle a esta mi ansiosa anaconda comelona. Las clases de la U aún no empiezan, faltan dos insufribles semanas para que con ellas, empiece el comedor universitario o cariñosamente como le llamamos CODECO. Estaba débil, amarillo y entre el abrir y cerrar de ojos veo lucecitas sicodélicas.
Vivo en la 8 de Octubre 345 de la ciudad evocadora de Lambayeque, en una inmensa casona del siglo XVIII, conocida como la Casa Descalzi, pero todos los inquilinos universitarios la bautizamos como la casona del conde Drácula y para que nadie lo dude en su gran portón de un algarrobo más pesado y duro que el acero español, se labró en alto relieve desde su construcción, “1789”, año de la Revolución Francesa. Mi gran amigo “Tarzán”, (Luis Alberto Esquén Perales, chapa que le pusimos desde el primer día de clases, por lo melenudo que se apareció, con su sonrisa de cuy y su coqueto afán de don Juan enamorador mocupano), me hizo ingresar con todos mis libros a medianoche, tomando por asalto un cuarto de aquellos vacíos existentes en el segundo piso. Hicimos mudanza silenciosa, invasora y prohibida. Desde hacia unos seis meses que estaba en deuda en mi anterior cuchitril y ya mis palabras no eran creíbles ni fiables. Planeamos un estudio visual de reglaje de la situación por casi dos semanas y constatamos que la dueña de casa, dormía pasados las once de la noche, casi consuetudinariamente y con precisión de reloj suizo antiguo.
Doña Yolita era dueña de una inmensa casona, heredada de generación en generación, donde había inquilinos de toda laya, zapateros, tinterillos, brujos, estudiantes universitarios, policías, albañiles, vedettes jubiladas, etc. Su avanzada edad, octogenaria, y la pasión por la lectura casi la tenían prisionera en su propio cuarto y como se acordaba de cobrar a los tres o cuatro meses, ya casi nadie le pagaba. El día que salía a cobrar de cuarto en cuarto era la gritadera y los inquilinos le jugaban a la gallinita escondida, trancaba la puerta y por más golpes que daba nadie abría. Cansada de esto, cambiaba de estrategia, se ubicaba desde las seis de la mañana en el gran portón donde sí o sí debíamos de pasar todos. Con su pequeña y endeble figura draculesca hacía que todos, por abrirse paso para salir, cancelaran una parte de la deuda, con promesas a futuro, que nunca se cumplían.
La oscura y tenebrosa noche que ingresé al segundo piso de esta vetusta casona, de contrabando, con todos mis libros acunados y protegidos por el manto negruzco de la noche, juntos, mi hermano Ivan, pintor, Tarzán y yo, pasamos de puntillas porque el gran balconal era de pura madera de caoba brasileña cuarteada y resecada desde el siglo XVIII y al paso emitía unos quejidos escandalosos y eso podría despertar el agudo oído de doña Yolanda que dormía junto al paso de acceso al segundo piso. Terminamos de pasar desapercibidos casi a las tres y treintaitrés de la madrugada, no por la cantidad de cosas, sino por el lento y cuidadoso avance de casi cien metros de escalera y tablas chillonas, que se hizo en las trece veces de ida y vuelta.
Una vez instalado, hice una hibernación de casi tres semanas seguidas, puerta clausurada y con candado a la vista encerrado por fuera y salidas noctámbulas sólo después de las once de la noche. Me gustó ese autoencarcelamiento porque allí pude leer y escribir como siempre se suele escribir: en silencio.
Allí aprendí a potenciar mi capacidad de resiliencia, soportabilidad: a bañarme una vez por semana a partir de las once de la noche, a hacer puntería defecatoría en un imaginario baño de un tubo del segundo piso, a comer una vez cada tres días, a resistir el encierro estático y monótono y ver el sol por un rato y toda la noche la luna por un tragaluz artificial. Allí aprendí a diferenciar el sonido del caminar entre una hormiga y el correr despavorido de las cucarachas al momento de nacer, el lento trajinar de las arañas patas largas. Allí, por una hendija vez el mundo lento, estático, ingrávido, la rosa es más rosa, el aire es más aire y las voces en lontananza suenan como piedras bravas y caudalosas, hasta que la “literatura” me salvó y fue la llave para mi desencierro.
Después de tres meses ya de estarme aclimatando y acostumbrando a esa vida, hasta que acabe mi carrera de Literatura en la universidad, contraviniendo toda regla autoimpuesta, abrí desesperado y contumazmente la puerta, una tarde en que me faltaba el aire y quería ventilar aquellas paredes llenas de inscripciones y olores fétidos de inquilinos por más de dos siglos y ¡sorpresa!, el rostro gelatinoso, ácido, alabastrino, de lechuza nocturna, de la venerable anciana, estaba allí esperándome a sólo 30 centímetros: ¿¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡ y Ud. jovencito……que, … que, hace aquí, si Ud. no es inquilino, cómo, cómo ha entrado Ud. aquí….!!!”. Un nudo invisible en la garganta me quitó toda intención de respuesta, un escalofrío recorrió todas mis membranas hasta hacerlas trastabillar y sentí que toda la sangre se eyectó en mi cerebro, ella empujó fuerte ante un intento automático mío de volver a cerrar la puerta, desvanecido por su mirada y por su irresoluta posesión y autoridad de dueña terminó por abrir de par en par la puerta. De un rostro adusto, desalojador, furibundo, iracundo, se trocó en una mirada espasmódica, de estupefacción, sorpresa total y ahora era ella la que tembloreaba y casi tartamudeante me dijo ¿de quién son esos libros, …de qué son, no me digas que son y estudias l-i-t-e-r-a-t-u-r-a?
Doña Yolita era dueña de la más poderosa colección de libros de literatura del siglo XIX y la mitad del siglo XX, de todo Lambayeque. Era no una lectora ocasional y de entretenimiento o una mera coleccionista fintera de textos que nunca lee, sino una apasionada por la palabra “literatura” y hacía más de cuarenta años que estaba buscando alguien con quien conversar sobre libros, autores, estilos, corrientes de todo ese tiempo de lectura; yo, otro loco maniático por los libros, terminé siendo dueño imaginario de la casona y siendo un comensal aguerrido de esta bibliómana y erudita lectora y juntos endulzamos las tardes y las noches de conversas con Chateaubriand, Malebranche, Henry Miller, Faulkner, Honoré de Balzac, Jhon Dos Passos, Hemingway, Poe, Goethe, Verlaine, Rimbaud, Baudelaire, Vargas Vila, Apollinare, André Bretón, Lope de Vega, Quevedo, Gracián, Garcilaso el español, Góngora, Cervantes, George Sand, Víctor Hugo. Con ella aprendí lo que la universidad no me dio, a ella le debo este virus infeccioso que porto: la pasión solitaria y noctívaga por la literatura.


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MI COLEGIO:
EL “ALONSO DE ALVARADO”


Cierro lo ojos y me olvido del ahora, voy descalzo y sin recelos por la vorágine del tiempo, para no mancillar ni reemplazar mi recuerdo y camino en medio de la lluvia y un refulgente sol, capaz de achicharrar a la misma hierba ribereña del Utcubamba. Camino entre los vivos, los árboles y los muertos, los fantasmas y las olas del río y mi mirada escruta desde todos lados las imponentes e inmemoriales montañas que parecen lunares fosilizados de la misma carne tierra, un irascible Utcubamba que lame las entrañas de esa vieja superestructura que ha visto pasar 23 promociones.
El Alonso de Alvarado está embutido en un paisaje selvático, andino, primitivo y sus linderos son hasta donde da la vista: una imponente y perpetua montaña la troza en dos con el vecino país de Ecuador. Montañas más grandes que la propia imaginación de tonos verduscos y grises melancólicos, morros que parecen estar a unos metros, pero en realidad están a días, semanas, quizá meses de distancia, allá donde duermen y se besuquean las nubes. Levantas tu mirada y un imponente paisaje te reduce a ser una minúscula parte de la inmensidad.
Era una típica construcción capaz de soportar todoviento, todolluvia y ser el pararrayos de todo el pueblo. Su fachada azul y zócalo rojo se divisaba desde el río. Tenía un calaminal chillón en épocas de lluvia. Allí había varios caminos. Era abierto. Los burros y chanchos llegaban almorzar con hojas de almendros. Todo estaba viejo y en permanente construcción. Había una canchita de fútbol que tenía la misma edad de la primera piedra. Todos preferíamos correr por detrás de las aulas, a ver a Violeta, la chiquitina Heidy Pretell, Rosa Chumioque y la Gringa. Los veíamos de lejos con Antonio Montalvo cuando estábamos en la primaria con cierta fascinación hasta que llegó el día que pasamos a estudiar allí, corrimos por en medio de los ladrillos frescos y el director, el negro Maycol, casi nos azota como a moscas. Yo apachurré cuatro ladrillos frescos pero lo multiplicaron por diez y a mi padre casi le dio un infarto a la hora de pagar: pobre mi viejo tuvo que hacer como treinta cortes de pelos en toda una semana, para que no me votaran. Allí me inicié en las mataperradas, casi desaparecíamos la chacra de guayabas de Tiraboche, estoy seguro que nunca nos conoció y ya es tiempo que lo supiera, aunque no podría leer esto, pues está bajo tierra: era un tipo ogresco, andaba siempre con un machete de a metro. Siempre el colegio olía a guayabas y a la salida todo se consuma aún sorteando ortigas en medio de la espesura de sus pastizales. Pobre colegio como soportaba de alma en las lluvias de abril a junio. El patio se convertía en una cocha y los torrentes arrastraban el colegio a pedazos, pero esa mole se resistía de cumplir su designio de ser un lugar de estudio.
El Alonso de Alvarado era un espacio en construcción y en permanente envejecimiento, carecía de muchas cosas, de todo, pero no de espacio para esconderse y poder evadirse y jugar a la aventura de Tarzán, Turok, Domingos Alegres, revistas de comics de la época que llevaba frecuentemente a aulas y que nos invitaba a leer más de lo exigido. Un colegio con capacidad para unos 500 alumnos, en realidad a la hora de formación parecíamos 1,000.
Miro, ahora 21 años después de esa colosal y évoca visión, ruinas, cerca de cárcel, el río fugado, lo verde, seco; el silencio, ruido; el aire, smog, aulas, celdas; sólo queda el eco perdido de la nada: es el castigo absoluto cuando te destruyen los recuerdos.

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EL PROFESOR CUETEADO

Guayabera verde, rostro sudoroso, de porte menudo, ancho y seminclinado al caminar , pelos alborotados y trinchudos, de sopletear salivar al hablar, siempre apurado, zapatos de gamuza, con un manojo de lapiceros bien taconeados en los bolsillos, con un maletín destartalado y con una nerviosa mirada de cuy, apareció el profesor Héctor Guandoy Pasapera frente a todos nosotros en la formación. Él reemplazaría a la anterior profesora que no tendría ni la remota idea de gramática ni nunca en su vida había leído un poema: había entrado por política, pero con la política de la revuelta estudiantil la sacamos al día siguiente de su defenestrada clase de verbos.
Todos le quedamos mirando su perfil de cuchillo y sus bigotitos incipientes como Cantinflas. Era el único que andaba de arriba para abajo con cinco kilos de papeles y libros bajo el brazo que no terminaba nunca de revisar. Era el más puntual de la clase y su mirada intransigente hacía que no existieran peros ni olvidos en la clase: tenía un timbre de voz aguardientoso, pero le daba la misma velocidad que a sus pies.
Su caminata nerviosa y apresurada como gacela y sus tembloreos occipitales nos llevó a motearlo de “Cueteado”.
Ese año nos enseñaría Lenguaje, tenía una vigoriza capacidad de recordar y conjugar todos los verbos en sus tiempos más inverosímiles. Llamaba la atención verlo hablar como metralleta, sin consultar papel alguno, sacar cual mago de entre su boca y manos ejemplos que los transformaba en palabras. Abobados de principio a fin no nos daba tiempo para mirar al compañero del lado ni mucho menos generaba lagunas para bañarse en el hueveo ni la ociosidad escolar. Tenía un raro mirar de paneo de 360º grados sin moverse de su estática posición que duraba una milésima de segundo.
Entraba como una tromba y salía como un rayo del aula, casi corneando al viento y, cual ariete romano, abriéndose paso entre el apiñamiento de los escolares a la hora de recreo.
El profesor cueteado sólo duró un mes en el ejercicio de la vorágine de sus clases dinámicas, motivacionales, creativas. Tal como llegó “cueteado”, cueteado se fue, pero el impacto que generó en los mejores estudiantes que luego se convirtieron en sus discípulos en la creación literaria, fue tan significativo que aún hasta ahora el rastro de fricción que dejaba al caminar, todavía se dejan sentir sus ondulaciones entre nosotros. Los padres de “Burro con sueño” y “Carrera de caracol” ni le lograban atrapar una palabra en el aire ni menos copiarlas en su cuaderno.


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EPISTOLA LITERARIA Nº 01
Con poética y refulgente pasión a mi compañera de vida terrenal y ultraterrenal Maritza Cabrera Arteaga
(Inspiradora eterna, báculo pluscuamperfecto de mi pasión literaria)
Lambayeque, febrero 14 de 2005
Hola Mary, hola:
Espero que al leer la presente decodifiques no letras ni fonemas, ni pretendas llorar o reír, sino escuches el discurrir melódico y estéreo de tu canción favorita “Band on the run” de Paul Mc Cartney de The Beatles, aquella que misteriosamente sonaba en mi cuarto de universitario rebelde, sin tener tecnología alguna más que mi propia voz para canturrearte, mientras tu mirada de miedo y curiosidad recorría los libros de mi incipiente biblioteca de aprendiz de escribidor allá por 1993, cuando en mi bolsillo sólo se posesionaba el aire denso y tumefacto de los misios.
La música salpicaba en el ambiente y no se sabía de donde venía, estaba perfectamente sintonizada y nos sicodeleaba los sentidos por todas partes, sólo la sentíamos venir y rebobinarse una y mil veces, tú y yo a un labio de distancia. En un rincón, como siempre, yacía una lata de carbón asando unos camotes: mi invitación a tu “chifa favorito de Nicolás” ¿recuerdas que me inicié como Ubicuo Maldito y que mi cuarto se había convertido en una casa museo de peregrinaje y curiosidad literaria? ¿recuerdas que estaba esmirriado, como un plátano de freír de descarte? ¿recuerdas que no tenía la grasa que tengo hoy y que ha terminado por desnicolazarme? ¿recuerdas que vivía indocumentado y feliz? ¿recuerdas que para tu madre era un muertodehambre y un donnadie? ¿recuerdas que para tus hermanos era un vago y loco chiflado? ¿recuerdas que no había estrés ni un levantarse a las seis antes meridiano? ¿recuerdas que los días y las noches duraban el doble? ¿recuerdas que llovía para arriba y el sol salía a medianoche? ¿recuerdas de las interminables conversas junto a la almohada y que yo cogía las estrellas para alumbrarte la cara a partir de las once y treintaidos de la noche? ¿recuerdas de mis regresiones al colegio, para bucear entre mi inocencia y amores platónicos adolescentes? Sí, era el “Alonso de Alvarado” en la tórrida y por siempre polvorienta Bagua Grande. ¿Recuerdas de mis poemas caldeados de temperatura y que ellos mismos nos preparaban el ambiente para una feroz batalla donde tú y yo salíamos sonrientes como de los Palacios de Babilonia La Grande, con un brillo de olivo en el rostro, victoriosos, rezogantes con la libido desafiante del uno al otro y haciéndonos tregua hasta el próximo miércoles a las tres en punto de la tarde? ¿recuerdas que era feliz a tu lado, como la llegada de un domingo? ¿recuerdas que nos quedábamos dormidos y hacíamos el amor en sueños?
Eran las tardes cómplices que nos escondían; eran las noches lóbregas las que nos ofrecían su capa de luto y que por una hendija telúrica en el techo del cuarto se trepaba la luna a fisgonear y avanzaba disimuladamente en cámara lenta haciendo giros regresivos hasta hacer hora para ganarse los detalles de tan terrígena y humana pasión.
Yo creía en mi trópico de cáncer, tú en tu trópico de capricornio; tu leías a Pablo Neruda, yo buceaba en “La Casa Verde” de Vargas Llosa y en el “Ulises” de Joyce; tú creías en Dios, yo en la literatura; tú tenías una mirada arrobadora, yo unos ojos refulgentes de un poseso; yo quería un hijo, tú querías tres; tú preferías The Beatles, yo los Bee Gees; tú desproblematizabas y empezaste a estudiar Matemática, yo estaba terminando Literatura en la universidad; yo fustigaba con las letras, tú con los números; tú llevabas la cuenta de nuestros besos con marcas de uña detrás de la puerta, yo me olvidaba de dormir, comer y pensar al verte y otros tantos insomnios al despedirte hasta nuestra próxima cita, tembloroso, angustioso.
Oh, mi perpetuo amor, mi buena musa, mi sueño y promesa hecha realidad, ahora estamos tú y yo aquí: contritos, silenciados, nostálgicos, évocos, seguros el uno del otro, dueños recíprocos, candidatos a tíos, nos ha crecido la barriguita y ya debo haberme gastado una fábrica de hojas de afeitar, nos han salido algunas arruguitas, pero hemos llenado una inmensa hoguera de un poderoso combustible: la pasión. Ahora me sé de memoria y a ojos cerrados todo el mapa sensualgráfico de tu cuerpo y me he convertido en explorador de la vastas regiones de tus sentimientos; ahora hemos ampliado la frontera de nuestra complicidad; ahora tus y mis pensamientos, tu y mi imaginación los hemos licuado en un sólo vaso de la intimidad; ahora, después de toda la borrasca de temores, celos e incertidumbres de “cómo somos y cómo hubiéramos querido que sea el uno y el otro”, hemos emprendido el calculado y milimétrico amarizaje para quedarnos atracados para siempre en el limbo del amor y la fantasía.

Tuyo, líricamente:
Nicolás.


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EPISTOLA LÍTERARÍA Nº 02

NADA MATERIAL… TODO POÉTICO

Lambayeque, febrero 14 de 2006

Hola Mary Mey:

Desde el abismo ensimismado de mis ojos direcciono mi ubicuo pensar y tu imagen se posesiona a un costado, en reversa, entre la fractura de mis recuerdos oxireluctantes y la tibia mirada de tu boca y se me vienen en cascada tus imágenes de veinteañera a mil por hora y de pronto te encuentro en la sopa, en mi almohada, en mis sueños, en el espejo, frente a la pantalla del computador y escondida entre las teclas blanquecinas, entre las dentritas enredadas de mi corazón. Es hora de gritar en silencio que existes más allá de esta infausta gesta terrenal, es hora del madrigal, es hora de ver desfilar tus ojos almendrados por una gran catarata azul.. Me interesa tu mirar, no tus ojos; me interesa tus sentimientos, no tu corazón; me interesa tus besos, no tus labios; me interesa la poesía de tu cuerpo, no tu carne arrugable y desmondongable, me interesa tu sonrisa, no tu boca.
Quizá aún creas en el amor que hizo que mi mirada te besara atropellada y posesamente y se quedara incrustada para siempre en tus ojos y no en las cosas que he producido, te he dado y te daré como un estólido concepto de prosperidad. Quizá aún prefieras mis indigentes días poblados de fantasías literarias, a una realidad mundana tachonada de crecimiento material. Quizá aún mis ígneas palabras, sensibleras y apasionadas resuenen en ti más que el titilante atesorante ronronear de las monedas. Quizá a la poesía ni a mis sentimientos los hayas trocado en cosas visibles y me midas por lo que soy y no por lo que te doy. Porque en ti todo es poético, la bravura de mi pluma y el ímpetu de mi determinación no vuelve jamás atrás: soy y seré el eterno hacedor de tus sueños.
No busco tu cuerpo, a tientas en una facunda, enfebrecida, libido y tórrida noche; enceguecidamente trato de sintonizar la poesía que hay en tu radiofrecuencia de ti, tú, ella, yo, él, nosotros: eres y somos pronombres eternos e inmortales y un manantial perpetuo de misterios, eres nada más que el alfa y omega de mis sueños y mis obsesiones literarias. Tú y yo estamos en una frecuencia única y particular, nadie sabrá ni podrá escuchar el feed back de nuestras iracundas miradas, nuestras estrepitosas y flamígeras batallas amatorias.
No quiero ni quise ni compraré ni tus besos ni el cristal líquido de tus labios ni darte a cambio nada material, ni un avión a lo Rolles Stones ni una mansión a lo McCartney, nada condicionado ni comprado, todo por amor, todo poético. Te ofrezco mis sueños truncos, una primavera con cada hoja tu nombre, te garantizo no darte nada más que mi propia vida, mi purpurado corazón sangrante, te lego mis desvelos y mis cuitas de hacedor, te ofrezco juntos recorrer la pradera de mis desquiciamientos, te ofrezco un amanecer de libros caldeados de lecturas, te ofrezco no cumplirte nada más que vivir para ti más allá de la vida y la propia muerte. Te ofrezco no ofrecerte ni cumplirte nada más que la certeza de amarte como un diablo arrepentido en el silencio y en la bravura infinita de tu alma emocionada. Te ofrezco serte leal, aunque infiel con la literatura.
No eres un cuerpo fisiológico ni un trozo de carne pintada ni perfumada artificialmente, eres poesía desbroncada y silvestre y sólo ya desde mi mirada rebusco entre tu cuerpo desnudo el joyel de tu pétrea emoción. Eres mi pasión etérea, un chocolate subliminal, relámpago herido que atiza mis perversiones, eres una mañana lluviosa que recorro y evoluciono elásticamente desde Bagua Grande hasta Lambayeque, fugaz, telepáticamente, hasta ovillarme en tu subyugante pasión.
Mi entrega a ti ha sido es y será poética, sin cáscara ni máscaras, sin condicionamientos, promesas ni ofrecimientos terrenos: no pretendo comprarte como una hetaira, sino posesionarme de ti como un facineroso robasentimientos. Ni siquiera pretendo adorarte por tu cuerpo putrefactible, sólo vivir en él, licuarme en ti hasta gestar una vorágine capaz de subir la Tierra al cielo y bajar las estrellas hasta el alcance de tus manitas. Pretendo transfigurarme en ti, vivir y morir, perpetuarme en tu recuerdo y recorrer juntos, al final, la gran avenida negruzca de la muerte.
Sempiternamente tuyo,

Nicolás.

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