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domingo, 23 de mayo de 2010

RECUERDOS NOVENTINOS EN LA LITERATURA LAMBAYECANA DE LOS 90

“RECUERDOS NOVENTINOS”
Por Rubén Mesías Cornejo
Debo confesar que cuando principié a escribir narraciones cortas, allá por el verano de 1992, no tenía la menor sospecha de que mi constante dedicación a este oficio de solitarios me brindaría la ocasión de descubrir, entre la influencia de gente que por aquella época frecuentaba la casona del I.N.C., a una fracción de personas también abocadas a la tarea común de cifrar su esencia dentro de los confines de una superficie en blanco. Y, pese a que la mayoría se inclinaba por el ejercicio de la poesía, semejante detalle no se convertiría en una cortapisa cuando vislumbre el momento de aproximarme a los predios de aquel mundillo hasta entonces desconocido.
Y aunque no siga fielmente el curso de mis recuerdos cronológicos debido a las necesidades impuestas por el presente escrito, debo entrar en materia evocando a la bonachona figura de Stanley Vega en primera instancia. La razón de este aparente privilegio es muy sencilla: entre todos los poetas que conocí y traté durante aquellos años (me refiero al 1992 - 93) Stanley fue quién impresionó mi atención de lleno, y no por su lucidez intelectual ni por la calidad de sus textos, sino por la peculiar intensidad que le ponía a su búsqueda humana sin apelar a los excesos verbales que más tarde se le achacarían a Luis Heredia. Definitivamente la estrategia (si alguna vez concibió una) que Stanley empleó para superar el ostracismo al que le había arreglado su condición de inválido fue tan simple como él mismo. Así para conquistarse un espacio en medio del ambiente que había escogido para desarrollarse, Stanley acudió al lugar de los hechos haciendo un acto de presencia elocuente. Diciendo “Aquí estoy” con toda su humanidad dispuesta sobre una silla de ruedas. Y afortunadamente para él, su entorno respondió a la medida de sus expectativas; rindiéndose, como lo hice yo mismo, el profundo patetismo que irradiaba de aquel semblante alunado en el cual se reflejaba la tierna idiosincrasia de un niño. La imagen que mejor conservo de él es la de una criatura intemporal, en permanente vigilia, cuyo semblante en trance, apenas emitía el tenue brillo de una mirada entornada, que parecía beberse de a pocos la luz que lo rodeaba, tal como hacen los agujeros negros con la materia que cae dentro de su vorágine.
Creo no haber mencionado un detalle que ahora me parece importante: después de concluido el recital en el que nos conocimos, allá por noviembre del año 93, Stanley me invito a su casa para departir sobre cuestiones literarias que seguramente nos interesaría a ambos, pues en aquellos días Stanley también escribía narrativa, no recuerdo exactamente en que momento decidí salir a la calle, y atravesar el centro de Chiclayo (pues en ese tiempo yo vivía en José Leonardo Ortiz) para acudir a su nebuloso llamado el pretexto era un libro de José Ingenieros que Juan Carlos Flores Tucto me había encargado entregarle, cierto es que toque su puerta, y que fui gentilmente atendido por Mìriam, su prima. No obstante mi natural reticencia a pisar territorio desconocido se exacerbó cuando detrás de la menuda silueta de Miriam pude contemplar a Stanley peinando en medio de su sala, como una estatua imponente, pero aislada del utilitario entorno en el cual se situaba. Ahora que ha transcurrido más de una década. Recuerdo ese momento, con la pretensión de encontrarle una explicación al inefable horror que sentí. Quizá fuera una reacción premeditada por mis genes ante la arremetida de una situación ignota para mí. Viéndolo bien, creo que fue eso lo que provocó mi mal disimulado espanto.
Uniendo el significado de ambos recuerdos, centrantándolas, en suma el lector inteligente se habrá hecho una idea medianamente aproximada de lo que Stanley aspiraba en aquellos años. Pero quizá el concepto le resulte un tanto oscuro, como a mí me lo parecía, hasta que hace unos cuantos días atrás (el 9 de abril para ser exactos) visité a Juan Carlos Flores Tucto. Durante el curso de la conversación Juan Carlos me mostró algunos papeles que conserva en su archivo que echaron una fuerte luz, al menos para mí, sobre los momentos que eslabonados conducirían a la génesis de “Arboleda”. Con Juan Carlos Flores Tucto había escrito los nombres y apellidos de las personas que él animó a que visitaran la tertulia que Stanley mantenía en su casa mucho antes de que “Arboleda” apareciera en el ambiente cultural. De hecho me parece que Flores Tucto posee los materiales y los hechos suficientes para componer una semblanza del Stanley primigenio. Conversando con él uno se lleva la impresión de que Juan Carlos Admiraba mucho al Stanley de principios de los 90’, y que veía en él grandes condiciones para la literatura que, siempre siguiendo el juicio de Flores Tucto, no fructificaron en la dirección correcta; siguiendo con lo que estaba narrando, en el terreno de los hechos Juan Carlos Flores Tucto fue el creador de las Tertulias Sabatinas cuyo período de apogeo yo conocí entre 1994 y 1997, y quien impulsó, en cuenta medida, la formación de “Arboleda” como sucesora de “Kattar Litterae” una medida acorde con la llegada de nuevas contertulios a la casa de Stanley, pues eran una verdadera señal de que los tiempos cambiaban. Y personalmente yo, Rubén Mesías, fui convocado por un sonriente Flores Tucto cierta noche de abril de 1994 para participar en el proyecto del “Arboleda” como revista literaria.
Llegada a esta altura del artículo el lector sagaz habrá determinado que “Arboleda” y su tertulia resultó de la particular con fluencia de los esfuerzos precisaba de un mayor contacto con sus semejantes.
Lamentablemente en el terreno de los hechos la cosa no funcionó bien, y el capital literario que los esfuerzos de Flores Tucto núcleo en torno a Stanley, empezó a dar pasos de ciego por su inexperiencia en cuanto a los fines que pedían ponerse a este informal cofradeos de amigos de la literatura. Desde este punto de vista resulta evidente desde el primer número la grave falencia de material, y la carencia de un discurso más coherente en el plano intelectual por parte de la mayoría de integrante.
Si nos atenemos a la obra “Arboleda” mostró ante el público chiclayano, descubriremos que su máximo logro fue la realización de siete recitales poéticos nombrados “Cantos de Ahora Mismo” por la vena poética de Stanley, que entre 1995 y 1997 mantuvieron ocupados los esfuerzos de los asistentes a las tertulias de los sábados.
“Cuentos de Ahora Mismo” surgió como una necesidad de trascender los muros de la casa de Stanley y difunde con más eficacia que la revista el trabajo creador de los jóvenes amigos de Stanley.
Sin embargo los recitales paulatinamente fueron perdiendo vuelo, después de un buen inicio en agosto de 1995, debido a que terminaron convirtiéndose en la vitrina de una poesía que no completaba el círculo comunicativo con sus receptores potenciales. Se leía poesía, y en ocasiones relatos, como un simple saludo a la bandera, sin generar un diálogo con nadie en absoluto. Allí radicó el error básico en la estrategia de los “Cantos....” No se trataba solo de difundir, sino también de recoger algún fruto de esa labor.
Como no era difícil de advertir estor terminó por aburrir a Stanley, y con razón, no tenía sentido gastar tiempo en algo que se estrellaba con la indiferencia, o en fin la tibia complacencia de a gente que asiste durante las noches a los eventos culturales que realiza el I.N.C. en alguno de sus ambientes. Por otro lado el fin de “Arboleda” y de los recitales marcó el inicio de un nuevo hito en la carrera de Stanley; a partir de aquí él se independiza de la Tertulia, e inicia el camino que lo llevaría a publicar sus propios poemarios a inicios de la presente centuria.
Respecto a los “Cantos de Ahora Mismo” podemos decir que murieron súbitamente. Y sin agonía un martes de la segunda semana de mayo del año 97, lejos del clima de interés que generó su advenimiento, allá por finales de agosto del 95. Fueron tres días memorables, por el entusiasmo que le pusieron todos para llevar a cabo esa faena. Para completar el aspecto histórico diremos que la revista tuvo una muerte indecorosa, en marzo del 99, pues terminó sus días loando en sus páginas una noche cuyo tenor ciertamente psicodélico rindió homenaje a la plena desinhibición fue el “cadáver exquisito” (o poema colectivo para las leyes) que los asistentes pergeñaron en una pizarra acrílica. Esta anécdota bien podría resumir el espíritu iconoclasta, rebelde y catárquico de una generación que, al decir de Stanley, sólo quería expresarse y nada más.

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