Buscar este blog

sábado, 5 de febrero de 2011

“El árbol”, o el visceral deseo de la originalidad narrativa- A propósito de la presentación de la novela en Chiclayo este 18 de febrero en la Alianza Francesa

“El árbol”, o el visceral deseo de la originalidad narrativa


A propósito de la presentación de la novela en Chiclayo este 18 de febrero en la Alianza Francesa
“El árbol” de Miuler Vásquez González

Por Pedro Manay Sáenz



Osado e inteligente resulta el planteamiento narrativo de la novela (¿o antinovela?) “El árbol”, del novelista (¿o antinovelista?) Miuler Vásquez González (San Martín, 1982). Si se dice que no debemos perder la capacidad de asombro de la niñez, también habría que decirse que debemos conservar, siempre, la capacidad de experimentación en la creación literaria. Esto último nos lo recuerda, con bizarra decisión, Miuler Vásquez. Hace poco, leí que el autor atento con su lector no le ahorra trabajo. La novela “El árbol” parece adherirse a esta exigente idea. Conversando con Gilbert Delgado (quien obrará de comentarista en mesa en la presentación de “El árbol” en Chiclayo, el 18 de febrero), brotaba la pregunta: ¿se trata de un libro hecho para el lector común o para el estudio especializado? La verdad, yo, hasta este momento, no tengo la respuesta. Talvez, se anime a aclararlo Miuler el 18 de febrero. Su breve nota biográfica indica que, desde hace algunos años, es ingeniero agrónomo; pero, sobre todo, y “desde siempre, ha vivido para la literatura”. Es cierto. Su libro revela largos años de brega en la “bendita manía de narrar”. “El árbol” constituye, a nuestro parecer, un audaz experimento narrativo que nos recuerda la infinidad de posibilidades de la creación literaria y la capacidad desautomatizadora de la Literatura, siempre abierta a nuevas posibilidades.

Alucinación y ambigüedad parecen ser dos rasgos importantes que debemos precisar desde el principio en esta novela. Parte de la audacia del autor consiste, por ejemplo, en demostrar que no hace falta especificar nombres de personajes ni de lugares para construir un relato (en la pág. 92, expresará el fundamento: “porque eso de poner nombres es de humanos poco creativos” -por supuesto, una aseveración personalísima del autor). Miuler asume como desafío literario -síntoma de su encomiable obsesión por lo radicalmente original-: “escribir un relato que nadie pueda resumirlo, extenso, con marcadas variaciones en cada párrafo y sin basarse en los métodos convencionales que el conjunto de los escritores que pueblan la tierra suelen usar” (pág. 56). En este punto, es necesario ordenar nuestro comentario tratando de establecer algunos apartados en función de los hallazgos realizados.

1) Propuesta de una novela distinta: Que se sustenta en el alejamiento de las características convencionales (de la mayoría de las novelas, al menos). Así, se observa: la ausencia de párrafos, el no uso de nombres de personajes ni de lugares; tampoco hay uso de guión mayor de diálogo; se tiene un epílogo que no aparece, precisamente, al final; y se observan las acotaciones en cursiva del narrador omnisciente. Miuler aboga por una creación libérrima, distinta. Leamos a su entusiasmado personaje cuando proclama la creación de un relato “muy meritorio, sin barreras de la índole que fuese, único en su género, capaz de captar la atención de los lectores desde la primera palabra. Eso es lo que percibo, y créeme, lo está logrando” (pág. 56). Es en esa perspectiva que se produce una especie de desdoblamiento del autor y establece una permanente vigilancia de la dicción y la actuación de sus personajes (que, a ratos, adquieren vida propia y se permiten enjuiciarlo también a él). Todo debe apuntar hacia la originalidad total, puesto que hay un rechazo al novelista en el sentido tradicional: “(…) un escritor del tipo… ¿novelista? ¡No lo quiera la humanidad! Tampoco le permitiré -dice el innominado personaje- semejante abominación, de ningún modo, primero me extermino junto a él y exploto, o más fácil: le pego un tiro y silencio sus dedos. Sí, eso haría, y no es una ostentación ni osadía. Lo digo en serio, ¡entiéndeme!, ¿si tú fueras yo, le dejarías que fuese un vulgar novelista? (pág. 56). Hay, en M. Vásquez, la obsesión por diferenciarse, por plantear algo verdaderamente nuevo. Quiere ser innovador radical. No quiere que lo encasillen; mucho menos que lo incluyan en las taxonomías literarias convencionales. “Ésta no es una novela, ni un monólogo, ni nada que se parezca a algún género literario” (pág. 57). Lo que reitera la necesidad urgente en M. Vásquez de romper esquemas, de renovar (característico rasgo de todo artista -incluso científico- joven, como bien lo explica Scott Thorpe, en su libro “Cómo pensar como Einstein”).

2) Seguimiento del relato: La presencia vasta e insólita del árbol marca grandes tramos del libro. Difícil sintetizar su naturaleza y los hechos acaecidos en función a él. Señálese, al menos, que el árbol era una inmensa casa donde todo objeto era de madera, a excepción de la chapa de la puerta. Pero, el árbol pasó por una metamorfosis que, a nivel de relato, adquiere una perspectiva mágico-realista: el árbol iba a ser cortado; pero, el hombre que lo regaba lloró tanto que, el árbol, conmovido por eso, y luego de cierta conversación misteriosa, amaneció convertido en un grande y hermoso castillo de madera. Pero, es necesario preguntarnos, ¿qué tipo de persona es el gran enunciador del relato, el personaje narrador? Tal es una de las ambigüedades del libro. Una hipótesis sería afirmar que el narrador de todas las cosas insólitas y hasta inverosímiles que se presentan es un hombre alucinado. De su mente febril y seguramente maníaca surge una frondosidad de sucesos, de imágenes, de planteamientos hasta filosóficos sobre una variedad de temas esenciales. Parece un Quijote en delirio, un largo túnel onírico, con tramos incluso estrambóticos; pero que no deja de tener un sentido estético sorprendente. El interlocutor es un amigo siempre receptivo, nunca emisor. Al final, luego que el personal médico sube a la camilla al absorbente narrador, se revela que el tal “amigo” sólo es “un muñeco mugroso y cochino” (pág.115). Y queda más claro que nunca que el protagonista es un paciente psiquiátrico y nos obliga a repensar todo lo leído, y a suponer cuánta mezcla de verdad y de ficción -dentro de la misma ficción narrativa- hay en todo lo anterior; nos obliga a preguntarnos: ¿y los reyes?, ¿qué simbolizan los reyes? ¿Serán distintos yoes o máscaras de alguien? ¿Y la reina infiel?: ¿no es, quizá, una alegoría de su propia esposa? Si el objetivo de M. Vásquez ha sido complicarle la vida al lector, creo que lo ha logrado. Y es que, conforme uno va leyendo, casi automáticamente, van surgiendo las preguntas. Terreno ambiguo. Y, cuando crees tener algunas certezas de lo ya leído, el final te vuelve a mover el piso y caes, otra vez, en la incertidumbre. ¿Volver a leer el texto? Si se quiere dilucidar bien las cosas, habría que hacerlo. En todo caso, tarea para el análisis profundo y deductivo de “El árbol”. Lo nuestro es apenas un comentario.

M. Vásquez muestra una visión personal y distinta de las cosas, casi desde la maravillosa óptica del pensamiento infantil. Por ejemplo, cuando leemos: “Bello era el paisaje (…), no el sol. A propósito, el sol parecía una fruta ácida y podrida sometida a mucho calor” (pág. 18). Puede decirse que, en este singular relato, hay incluso algo de la perspicaz ingenuidad (si se me permite la paradoja) del principito de A. de Saint-Exupéry: “¿Me preguntas siquiera por el cabello del Rey, si es oscuro o castaño, escaso o abundante?” (pág. 18). El desbordado relato del extravagante narrador introduce eficazmente al lector en el extraño y sutil universo arbóreo concebido por M. Vásquez. No es exagerado afirmar que, en “El árbol”, se siente, a ratos, un aire garcíamarquesiano, el que corre en “Cien años de soledad”. Tres pequeñas muestras. La primera, cuando habla del primer Rey; escena notable, talentosa, macondina:

“Lidiando con la realidad, conquistó muchas ilusiones, se adhirió a ellas y su cuerpo experimentó cambios que no pudo descifrarlos más que por un leve período; entonces, a pesar de encontrarse con su malsana identidad, reflexionó y no quiso perderse en ese mundo insano que le rodeaba, aunque supo de antemano que no podía cambiar el rumbo del destino, así le daban a entender los grilletes que aprisionaban sus extremidades, también las cadenas, la andrajosa ropa que traía puesta, el excremento nauseabundo y la comida maloliente que nadaba en charcos de vómito. Sabía que iba a morir ahí. Efectivamente, hasta ese momento nadie se había atrevido a separarlo de aquella propiedad con dueño desconocido .Fue en ese periodo precoz de sabia existencia, que el Rey perdió el control por completo, se tambaleó mil veces, oyó las palpitaciones más que nunca y, esquizofrénico, rabioso, mordió las cadenas, se golpeó contra el piso y arrancó cuanto cabello encontró en su cabeza, se desgarró la piel, se mordió los brazos y exclamó con furia que no era humano” (pág. 19-20).

Esta segunda muestra, nos hace evocar la peste del olvido (en la misma obra de García Márquez). También se refiere al primer Rey:

“¿Qué en qué momento había llegado a tal extremo? No lo sabía porque había perdido sus recuerdos” (pág. 20).

Y la tercera muestra nos recuerda a los varios personajes Buendía, que pueden confundir al lector (y que ha sido motivo de esforzadas genealogías). Cito:

“Bueno, se me ocurre, para evitar confusiones con los reyes postreros, llamar al Rey que quiso apropiarse del árbol y murió dentro de él, el Primer Rey; al siguiente, el Segundo Rey, y así seguiré. ¿Estás de acuerdo, amigo? Bien. La estirpe del Segundo Rey era numerosa” (pág. 26).

Una escena importante refiere acerca de la infidelidad de la reina (tema crucial y clave en toda la novela -la infidelidad conyugal-, ¿posible causa o detonante de la demencia del protagonista?). La poliandría de la reina acongoja al príncipe cuya psicología, en tal circunstancia, tiene algo de Hamlet y de Segismundo. A la muerte del primer Rey, el príncipe asume el mando con actitud insospechada.
Puede decirse, en este tramo, que parte del atractivo y magia de este atípico relato se sustenta en una doble perspectiva del narrador: la del adulto analítico y culto, y la del niño silvestre y fabulador.

En las páginas 21 y 22, el tema de las emociones y la sensibilidad (otro tema esencial en “El árbol”, que nos induce a afirmar que estamos ante una novela psicológica) comienza a adquirir gran importancia. Luego, vendrán muchas más alusiones al tema. Una de ellas se refiere a las escenas del niño en su relación conflictiva con el padrastro y con el medio hermano que, al principio, no acepta ni quiere. Después, la escena de la burla que hacen los policías del mismo personaje ya casi adolescente. Es decir que el plano emocional, en esta novela, tiene un valor fundamental, lo que permitiría un análisis psicológico del texto.

Luego de la muerte del primer Rey, la reina ya no fue la misma mujer de antes, talvez agobiada por la culpabilidad, y -por el contrario-, en el príncipe, aparecieron deseos de grandeza. En esta parte, M. Vásquez desliza el tema del poder: “Sin duda, el poder era más fuerte que todos los sentimientos dirigidos, ella lo sabía” (pág. 23).

Por otro lado, hay que decir que M. Vásquez logra la creación de ambientes oníricos fantasmales y despliega impactantes descripciones que parecieran extraídas de los filmes “Más allá de los sueños” y “Ghost”. A ratos, se condensan acciones y sucesos insólitos, que refuerzan nuestra idea de semejanza con el espacio novelesco macondino. Breves ejemplos: “(…) este paisaje que, a cada segundo, se volvía más macabro”. “Traía una joroba muy grande y reía a voces llenas” (pág. 35). “Su cuerpo contaba con cicatrices de centenares de amores, todos muy malos, amantes que la usaron y la dejaron olvidada” (pág. 36). A esto mismo, talvez abonen también las páginas 41 a 44, donde el autor extiende una original ficción creacionista.



En las págs. 47 y 48, ocurre uno de los hechos más intensos: el enfrentamiento del 4to. Rey (que aparece como un ser extraño e intimidante) contra un asustado grupo de gente. Leamos un fragmento:



“(…) un rayo fulminante de locuacidad le hizo resplandecer aún más y, excitado ante su claro proceder, se detuvo y quiso hablarles; pero su voz no se anunció conforme, por el contrario, sonó a graznidos incoherentes. Volvió a intentarlo, les hizo señas con las manos tratando de explicarles que buscaba un árbol, insistió en su cometido, cantó como sabía para agradarles y, en vano se esforzó. Los rostros le miraban con temor, anonadados, no fuera que se le ocurriese matarlos a todos, incluyendo a los niños. Podría ser, qué no veían que no era humano, qué no se daban cuenta de que quizá, esa cosa de enfrente representaba un castigo por lo mal que se portaban… “¡Tonterías!”, apagó una voz los comentarios, “¡matémoslo!”… ¿Qué si lo mataron? No habrían podido aun si todas las manos presentes le hubiesen asestado golpes al unísono, sólo que eso no llegó a suceder sino que, estando el Cuarto Rey acechado por hombres embravecidos y armados con palos, consciente de que trataba con seres inferiores, huyó a toda prisa, con rumbo ascendente, en dirección hacia la frondosidad más tupida y el monte más alto. Avanzó abriéndose paso con su propia luz, derribando en su andar la maleza y árboles menores, sin herirse con las espinas, sin cansarse. Su fuerza era mucha, (…)”.

El enfrentamiento entre el 4to. Rey y la muchedumbre nos lleva al tema de la oposición realidad extraña vs. realidad común, lo monstruoso vs. lo humano. Conmovedor resulta imaginar al ser diferente, poderoso, esforzándose por congraciarse con los humanos; empero, éstos no resisten la diferencia. Y lo rechazan. Y pretenden eliminarlo. ¿Alegoría, en el mundo del arte, a la obra distinta? ¿No es la masa la miopía de los críticos que no alcanzan a reconocer el valor de una obra entrañablemente nueva como sucedió con la poesía de Vallejo? Podría decirse, igualmente, que el 4to. Rey parece un símbolo del artista. En todo caso, análoga situación con la de otros seres extraños y despreciados en la ficción literaria como Quasimodo, Hans el Erizo, el Minotauro (que Cortázar se encarga de reivindicar) o, en el cine reciente, el ogro Shrek.



Resulta un poco extraño -en cuanto se manifiesta una reiterada visión pesimista acerca de la humanidad- encontrar en el mundo arbóreo de M. Vásquez una visión favorable de la esperanza, como si fuera una fuerza mágica. Dos citas al respecto: “De no ser por la esperanza que ardía en sus venas (que le había dotado de fuerzas desproporcionadas) habría muerto ahí mismo, de hambre o de sed” (pág. 49). “(…) este Rey, siguió con vida, porque resplandecía de esperanza, porque su sangre llevaba ese fuego vivificador” (pág. 53).



Asimismo, es significativo el hecho de que este 4to. Rey, de atacar a un ser humano (ganas no le faltaban, dice el narrador), “se contaminaría de por vida”. En cambio, consideraba a los animales como algo sagrado, aunque, cuando lo decidía, podía eliminarlos; eso sí, con el menor sufrimiento posible. Su rechazo a los humanos es tan fuerte que expresa: “Nunca más cerca de ellos”; y mantiene su decisión de vivir: “lejos de toda civilización, a expensas del ancho y majestuoso peligro” (pág. 50).

 
De cuando en cuando, el narrador omnisciente indica que se escuchan, amenazadoras, las sirenas policiales. Al final, sabremos que se trata, más bien, de la sirena de una ambulancia.

El protagonista, reiteradamente, indica su rechazo al sentimentalismo y su defensa de la sinceridad. “Sin pena, nosotros no somos como esa otra mitad con corazón que está del otro lado. No nos parecemos a ella que finge, que vierte comentarios benéficos para llevarse bien con los demás”. Y es que el protagonista aboga por la sinceridad a fondo, la de los niños y los locos (lo que se corresponde, obviamente, con la condición del personaje). Sinceridad que extiende al ámbito literario: “(…) te lo diré sin mediar las consecuencias, dice “me pareció tierna tu historia” encontrándola ridícula. Sí, amigo, así es como vive -esa otra mitad con corazón-, fingiendo. Y cuando le vuelve a ver, de nuevo: “he leído todos tus cuentos y cada uno me parece excepcional”. Así le dice” (pág. 51).

Se encuentra, poco después, una alusión a la Totalidad o a lo que se denomina Campo Unificado: “Todo, absolutamente todo, está relacionado entre sí” (pág. 51). Como también alude a la lucha interior entre razón y pasión (que pocos como el sabio-poeta libanés Gibrán han resuelto muy bien, poética y filosóficamente, al menos). Hay, incluso, una breve, pero no menos importante referencia a la meditación.

Poco más adelante, aparece una interesante reflexión metafísica acerca de la vida y la muerte (pág. 53). “Vivir, morir, soñar: ¿dónde estaba la diferencia?”. Y otra vez, la evocación a Hamlet. Y, asimismo, la contradicción entre artista y hombres comunes (u hombres no artistas, en todo caso).

El 4to. Rey aparece como un lobo estepario hessiano. Encontró su árbol anhelado (¿en sueños?); pero, no le bastó: “¡Seguir, encontrar otras cimas, perderse en las montañas! (pág. 55).

Conforme avanza el relato, van brotando mayores evidencias de la anormalidad del protagonista. Repentinamente -como psique bipolar-, se siente pleno de entusiasmo, de euforia y plenitud de facultades: “El talento me abruma. En este estado de excitación tan fascinante que me encuentro, podría volver a entregarme a la justicia y disfrutarlo. Sí que lo haría; pero no temas -le dice a su enmudecido amigo, que ya sabemos que es un simple muñeco-, no lo haré jamás: prefiero estar cerca de ti” (pág. 58). Se ha de inferir, con los datos posteriores, que la tal justicia no es otra cosa que el hospital psiquiátrico y que las sirenas corresponden a la ambulancia. Sorprendente -y hasta cierto punto, enigmático- resulta el nivel de profundidad que logra M. Vásquez para recrear la mente perturbada de su personaje. Pareciera que su profesión no fuera la Agronomía; sino, más bien, la Psiquiatría.
Se reitera que, a lo largo del relato, se muestra una relación casi conflictiva, insólita, entre autor y personaje. Éste parece resistirse, heroicamente, a ser un simple monigote manipulable, sin albedrío.

A veces, el relato adquiere la surrealista atmósfera de la película “Alicia en el país de las maravillas”, recordándonos la excéntrica psicología del Sombrerero, en la genial interpretación de Johnny Depp. ¿Es “El árbol” un elogio de la locura? En todo caso, sería también, una apología de lo diferente. En ese sentido, el narrador afirma categóricamente: “(…) sin imaginar que en esos “Locos” hay felicidad y encanto. En ellos, déjame decirte, no hay preocupaciones; en ellos, el dolor es un escape experimental, dulce, agradable…” (pág. 61).

Otro aspecto importante es la oposición mundo real/ mundo imaginado y humanidad/personajes literarios: “Me estoy refiriendo, evidentemente, a los que pueblan el otro lado de estas páginas. Nosotros, por el hecho de estar aquí adentro, estamos excluidos” (pág. 61).

Una pregunta que dejamos para los lectores, y para nosotros mismos, es ésta: ¿Qué representa el árbol, finalmente? ¿Es el cuerpo? : “No hay más que decir; nuestro árbol ha sido regado. Es uno grande, privado, infinito y absurdo, de esos que llevamos con nosotros a todas partes. Hay reyes dentro de él, espacios de maldad diseminada, corazones…” (pág. 63). ¿Y los 4 reyes? ¿Acaso son 4 yoes? ¿Nuestro alucinado actante es un hombre con personalidades múltiples? Téngase en cuenta, por ejemplo, que el 4to. Rey era el favorito del protagonista del relato, quien llega a decir: “Se parecía mucho a mí”. Era “bien parecido, luminoso, inteligente, prudente, soñador, grande en perspicacia, sensible a la naturaleza, fuerte… Era como yo, no hay duda de eso” (pág. 47).

Pero, en “El árbol”, hay también una preocupación por la búsqueda de la ecuanimidad -ideal budista- y de la objetiva percepción del mundo exterior, cuando habla, reiteradamente de no-emociones o como cuando expresa, por ejemplo: “Él percibió los sonidos sin enojo, neutralizado en sus pensamientos, e igual pareció no desconcertarse ante un posible acercamiento de algún congénere suyo” (pág. 68).



En la pág. 70, encontramos el recuerdo de una intensa y triste vivencia familiar, que nos hace recordar las profundas penalidades de Zezé, en “Mi planta de naranja-lima”, de Mauro de Vasconcelos. Aquí, Miuler, obsesionado por ser un narrador diferente, y en su afán ya no sólo de ser un eficaz narrador omnisciente y desdoblado, sino además de querer controlarlo todo, se toma la licencia de increpar al propio lector (al que siente como una especie de intruso en la revelación de aquellos sentimientos encontrados): “Dentro de sí, algo nuevo acababa de descubrir, un hallazgo que le hacía sentir muy raro… ¡No interrumpas, lector!, no me refiero al amor” (pág. 70). El narrador omnisciente agrega: “Su semblante siguió siendo el mismo -el del personaje-, salvo que, en el otro lado -en el autor- creyó percibir lágrimas” (pág. 70).

Posteriormente, M. Vásquez muestra algunas realidades del conflictivo amor humano y el deseo. Así, en la pág. 71, hay una escena de juventud: el personaje, la novia y el deseo de aquél por la empleada de casa. Más adelante -en la continuación de diversos flash backs-, el personaje evoca a su padre y recuerda la casita de tablas mal cepilladas que le hizo, antes que el padre decida alejarse. Otra de las incógnitas del relato que el lector debe resolver es la referencia a ciertas “Proezas”.

En otra parte del libro, hay una curiosa referencia a la mujer: “(…) la hembra (dijiste hembra, no mujer) tenía cierta validez como portadora de estímulo sexual y médium reproductivo, pero que en definitiva no servía para nada más que no fuera incomodar la paciencia” (pág. 74). Por supuesto que, en el personaje alucinado, a la luz del psicoanálisis, podría hallarse una animadversión de orden psicosexual; en todo caso, asociable a su conflicto de pareja en torno a la infidelidad.

Más adelante, aparece una escena en la que, según parece, el personaje es encontrado por personas que lo andaban buscaban. Pero, logra escapar, llevándose consigo a su “amigo”. Debido a ello, en un instante de consciencia supranarrativa, el personaje explica que los quisieron sacar de la historia para llevarlos a un hospicio, torturarlos con preguntas y encerrarlos. ¿Por qué?: “Fue porque del otro lado, una mano los puso al tanto. No le gustó que hablara de su tesoro delante de ti” (pág. 76).

A estas alturas, el relato comienza a adquirir una forma distinta a todo lo anterior. Las cosas se van definiendo y la ambigüedad narrativa del comienzo va quedando lejos para dar paso a un final esclarecedor. Entre otras cosas, el personaje anuncia un epílogo que no será propiamente un epílogo (puesto que la consigna es lograr un texto realmente original): “(…) lo que viene es el epílogo. Un epílogo que no tiene título, naturalmente. Esa semana (estoy empezando ya), fue la peor de su vida” (pág. 77). Viene, luego, el irritante incidente con los policías (nos viene aquí la pregunta de índole psicológica: ¿no es la sombra fantasmal, de origen traumático, de esos policías los que siente el personaje como posteriores perseguidores, en su distorsionada percepción de la realidad, cuando confunde la sirena de la ambulancia con la sirena “de las patrullas policiales?). Siguen, después, otras evocaciones familiares, como un fin de semana fatal y la drástica solución al problema del estreñimiento, que motiva uno de los pocos instantes de humor en el libro como cuando se acuña la hilarante frase (que alude al personaje): “ha venido a visitarnos el cagoncito” (pág. 82). Después, viene el fin del inusual epílogo: “Fíjate que el epílogo concluye con una parte que no es en sí el término de la historia -confirmación de su atipicidad-, sino un fragmento de ella que quizás es intermedio” (pág. 83). En líneas siguientes, encontramos una alusión a la paz interior (pág. 84), que es un tema fácilmente asociable a la no-emoción y a la no-sensibilidad que ocupan varios momentos del libro. Por otro lado, aparece, en varios momentos, la gravitación (otro enigma por resolver) de la flor destruida (¿el tema de la belleza y la muerte?). Así también, viene una larga escena en la que se habla del matrimonio del personaje, del placer, de la ausencia de hijos, y del surgimiento del “mayor monstruo, los celos”.



Ya en la nueva tónica del relato, como hemos advertido, el libro atrapa en un ágil relato de escenas de celos y broncas entre personaje y esposa, como la cita de ésta con un tipo rubio. Subrayemos el cambio evidente en la atmósfera narrativa y en la temática. Toda la rica y sugerente ambigüedad de temas y situaciones anteriores adscritas al realismo mágico ceden el paso a una casi corriente -pero de igual valor narrativo- historia de casados clase medieros con sus conflictos y angustias de infidelidad y celos y con la típica intromisión de la “mocita impúdica, de buenas piernas, pezones nacientes y desmedida sensualidad”. Sin embargo, esta parte de la historia es de gran importancia por cuanto esclarece varias cosas (dejando algunas otras en el terreno de las hipótesis). Una probable certeza es que el personaje enloqueció por celos. Y que, en su locura, llevó a su mujer al ya mítico árbol, donde la ponderada flor (enigma por resolver), cual bálsamo o panacea, derrotaría las maldades del mundo y donde podrían alcanzar armonía y paz. Lo intrigante del relato sigue siendo la voz del personaje narrador que asume ser una mitad y que se considera externo al esposo enloquecido. Más misterioso aún, que esa voz afirma ser el personaje que regaba y cuidaba el árbol. Nosotros asumimos que son dos yoes del mismo personaje, especie de escisión de la personalidad (clínicamente hablando: esquizofrenia). El final del libro es emocionante, puesto que todo desemboca en una posible solución feliz. Se aclara que el amigo es un pobre muñeco y que el esposo entra a un sanatorio y es bien cuidado por parientes y familiares. Y que, a la manera de actividad catártica y terapéutica, se pone a escribir, febrilmente, tecleando una vieja máquina de escribir. El otro yo, o la otra mitad -supuesta- del personaje se integra en uno solo: “Finalmente, el delirio, que le llenó de suspicacias en el último tramo de su caída, le hizo suponer que volvería a unirse con su otra mitad ya cuando éste reposase sobre una camilla con destino a una clínica y que, aquel encuentro, serviría para desprenderse de sus emociones y dejarlas en ese cuerpo que luego despertaría sano, victorioso, con su obstinada esposa viva y seres queridos al lado, bienaventurados de verle resuelto y cuerdo… (pág. 115). Melancólico desenlace que invoca la cordura y el cese no sólo de la lluvia, sino también de los laberintos de la mente y de toda laya de sombras fantasmales que pueblan una psique dolorosamente alucinada. Nos recuerda la culminación de “Don Quijote” y esa extraordinaria película titulada “Una mente brillante”, basada en la historia real del Nóbel de Matemática, Prof. John Nash.

El final nos permite afirmar que el deseo de negar las emociones no era sino un mecanismo de defensa que consistía en evitarlas puesto que el sufrimiento había sido mucho. Asimismo, el árbol parece constituir -haciendo falta aquí el psicoanálisis- un símbolo de refugio del personaje, un espacio de evasión de los problemas y las penas del mundo. Otra incógnita que nos queda es si la esposa no sufrió daño alguno de parte del esposo, habida cuenta de la condición mental del mismo. El final del relato nos remite al comienzo, circularmente. Las últimas páginas, al dar nuevas luces, nos plantea la necesidad de repensar la lectura tomando en consideración los factores causales que estaban relativamente ocultos. Todo ello nos conduce a pensar que la concepción de este relato ha sido bastante inteligente. Talvez, habría que visualizar el libro en términos de un filme. Sería apropiado para facilitar su comprensión. Los datos escondidos y las elipsis del cine son más inteligibles que las de un libro. Congratulaciones a Miuler Vásquez. Aplaudamos este brillante esfuerzo y vaticinemos nuevas y aún más sorprendentes novelas (¿o antinovelas?).


3) Recursos narrativos:

a) Desdoblamiento: Empleo este concepto para referirme al hábil -y no fácil- recurso de M. Vásquez de establecer y administrar narrativamente varias voces: la del narrador denominado omnisciente, la del personaje alucinado que cuenta casi todo, la otra mitad de éste, el amigo que nunca habla, el que “está al otro lado”. Lo interesante de esto es que el protagonista, como ya dijimos anteriormente, es consciente de que hay alguien que dirige la historia, hecho que se constata en varios momentos de la novela, siendo uno de los más sensibles el momento (en el tramo final) en que tal personaje, junto con su entrañable “amigo”, siente que iban a ser sacados de la historia. Como es de suponerse, el recurso de tener personajes que asumen su dependencia del autor, no en un cuento, sino en una novela, exige una lucidez y una vigilancia permanente durante el proceso de creación. Nos recuerda, por ejemplo, a “El Mundo de Sofía”, de Gaarder. Creo que éste es un aspecto resaltante en el trabajo de Miuler. Muestro algunas citas al respecto:

“¿Que qué podemos hacer entonces? Tú nada; yo sí. Lo que haré, tenlo en cuenta, es por iniciativa propia, ¡nadie me está obligando!” (pág. 52).

“En suma, lo que intento explicarte, y aquí es en donde él -el autor- interviene con su lógica para no perderme, es que no creo que los protagonistas de novelas sean felices, cómo podrían, si tan sólo son monigotes manipulables, carentes de albedrío…” (págs. 56-57).

“Me parece que la ilación de ciertos episodios no está del todo conforme y creo que redundo en algunos hechos. Qué con eso” (pág. 57).

“¿Ahora qué? “Usted, monigote, tiene pendiente una reseña”, pareció escuchar. La voz, en todo caso, pudo haber venido de un lugar fuera de su alcance. Al final la dejó de lado, y habló: Te seguiré contando del Cuarto Rey” (pág. 60).

“Su semblante siguió siendo el mismo, salvo que, en el otro lado, creyó percibir lágrimas” (pág. 70).

He aquí un claro reproche al autor:

“(…) sin embargo, todo es posible para tus dedos rápidos, que teclean sin parar letra por letra, hasta activarnos los humos como se dice, y extendernos al precipicio tal cual desenlace que no se detiene ni marca distancias” (pág. 75).

En la siguiente cita, se siente el reclamo del personaje y, al parecer, un conato de confrontación con el personaje autor.



“Trataron de sacarnos de esta historia y llevarnos a un hospicio, torturarnos con preguntas y finalmente matarnos con el encierro. No les iba a permitir, de ningún modo, al menos no, porque primero debes saber lo que está sucediendo allá afuera, en el mundo que los humanos llaman real. ¿Qué por qué intentaron capturarnos, que cómo supieron dónde estábamos? Fue porque del otro lado, una mano los puso al tanto. No le gustó que hablara de su tesoro delante de ti. Y dirigiéndose a ningún lado, mirando en todas direcciones: ¡Está bien, no hablaré más del asunto! ¿Callaré para siempre! Dichas estas palabras, le volvió la cara a su amigo, guiñándole un ojo con la intención de hacerle entender que lo último que había dicho era mentira” (pág. 76).

Hay un instante en el que el personaje parece fundirse con el autor, además de esclarecerse quién es (o sería, al menos) el misterioso ser “que está del otro lado”:

“(…) por el bien del personaje que de hecho no gustaría de leerse dado a que es la misma persona que escribe y que está del otro lado” (pág. 86).

b) Preguntas y comentarios empáticos con el lector: M. Vásquez hace, preventivamente, las preguntas y comentarios que se puede estar haciendo el lector, gracias a una perspicaz empatía. Uno dice entonces: carambas, este autor está atento no sólo a su relato, sino también a mí, el lector. Ello reaviva la historia y genera más interés. Ejms.: “¿Por qué te ríes? Miró a su alrededor (…) Cómo es posible que te parezca graciosa mi historia, para nada lo es. No lograrás mentirme, sé por qué te ríes. Lo haces porque crees que trato de impresionar a alguien”. “(…) y no creo, esto es lo más importante, que sea un cuento infantil mi relato” (pág.20). “Él imagina a sus probables lectores leyendo una historia desviada del tema central, y no quiere llevarse mál con ellos…” (pág. 52).

c) Las acotaciones en cursiva: Valioso elemento en el discurso narrativo de “El árbol”. Es, casi, el único medio que tiene el lector para captar algo de información del espacio novelístico planteado y de los personajes. Obviamente, M. Vásquez recurre a la opción cursiva para descomplejizar en parte la lectura. No haberlo hecho hubiera complicado más el texto, habida cuenta que no hay guiones de diálogo ni sangrías ni párrafos; sólo un kilométrico discurso que, como un caudaloso río, arrastra todo lo que llega a su cauce. Las acotaciones en cursiva son la voz del narrador omnisciente.

d) Uso de las funciones apelativa y fática del lenguaje: En tanto, el protagonista está siempre intentando tener una comunicación óptima con su “amigo” y, por si fuera poco, hace alusiones al lector (no siempre gratas, por cierto). Ello permite mantener la fuerza y la vivacidad de la enunciación estimulando eficazmente la continuación de la lectura.

e) Alusiones irreverentes al lector: “Entiendo que los lectores, si siguieran al pie de la letra mis últimas palabras, creerían eso que acabas de decirme, con algo de razón, pero tú, que no eres de la calaña de ellos , ¿te atreves a insinuarme semejante aseveración?” (pág. 45).

f) El interlocutor mudo: Éste es un recurso bastante hábil dentro de “El árbol”. Sin él, hubiéramos tenido un monólogo seguramente tedioso. El “amigo” (que, al final, se descubre que no es más que “un muñeco mugroso y cochino”) tiene una importancia vital en la obra. Gracias a él, el protagonista alucinado puede exteriorizar todo su discurso. Por supuesto, en la mente de éste, el muñeco aparece como un hombre de carne y hueso. Es el personaje-ayudante que posibilita la realización del diálogo monologante. Parecido al recurso de los diarios personales, donde hay un supuesto oyente (aunque en el diario, la decisión es consciente). De manera que la percepción anómala del protagonista es un factor primordial para la gestación del relato. Cuestión que no deja de tener una dimensión bastante humana y que nos remite a otros textos -literarios y cinematográficos- en los que la alucinación de un personaje es el origen de sucesos y discursos extraordinarios e impactantes (además del Quijote, recuérdese, por ejemplo, “El Licenciado Vidriera” o, en el cine, a “Una mente brillante” o el viejo capítulo aquel de Malú Mujer, donde un cordialísimo loco genera ideas novedosas y libertarias, hasta que lo vuelven a internar. Y hasta nos hace recordar las historias de varios artistas, como Van Gogh, verbigracia (en las dos versiones que hemos visto acerca de él, una de ellas, con la notable actuación de Kirk Douglas). Todo lo cual nos conduce a pensar que, de pronto, “El árbol” puede constituirse en una original y valiosa obra que hace reflexionar acerca del abrumador tema de la locura, que no es otra cosa que reflexionar sobre la humanidad entera y el sentido que ésta le otorga a la Vida.

g) Constante y explícita evaluación del relato:

“(…) no le gustó esta palabra para reiniciar el enlace de lo que venía contando, porque antes ya la había utilizado varias veces; sin embargo, ya nada podía hacer” (pág. 86).

“(…) y que se llamaba “Whisquería Ir…” (La segunda palabra era una relativa al nombre de un país europeo. Como te habrás fijado, no hay nombres ni de personas ni de ciudades en ninguna parte de estas palabras que he vertido a lo largo de estas horas que estoy contigo; es por ello que no pongo el nombre de esa ciudad (…)” (pág. 92).

4) Temas abordados: Aunque en variada proporción, y como valiosos ingredientes del inquietante discurso narrativo de esta novela, el autor despliega visiones personales acerca de temas esenciales como: la naturaleza humana, el poder, las emociones y la sensibilidad, la infidelidad, la locura, la mujer poliándrica, erotismo, la muerte, la creación y el universo, la ecología, el miedo, naturaleza/civilización, lo insólito/lo normal, exploración interior, innovación radical de la narrativa, lo excéntrico, relación niño-madre-padrastro, el conflictivo amor de pareja, el deseo, los celos, las huellas psíquicas de las experiencias de la niñez.

5) Visión desencantada de lo humano: A lo largo del libro, M. Vásquez -personaje de por medio- expresa libremente un conjunto de apreciaciones acerca de la humanidad. En general, el enfoque es desalentado, casi amargo. Por supuesto que es el pensamiento del protagonista del relato. Pero, ya que el autor interactúa con sus personajes, asumamos, también, nosotros que aprovecha a su elocuente “monigote” para decir sus propias verdades. El libro, a veces, resulta bastante duro con la humanidad. Algunas muestras:

“¡Que por qué los humanos no quieren ser humanos?... A ver, déjame pensar, debe de ser por miedo, o por alegría, o por sentirse disconformes, sí, eso es, el no estar conformes nos abre una alternativa para inmiscuirnos en los defectos de los demás (…)” (pág. 17).

“Creyó que una razón fundamental para dejar de querer ser humanos implicaba olvidarse de todas las emociones” (pág. 19). El personaje ha pasado, y sigue pasando, por una realidad afectiva dolorosa. Es la causa del rechazo a sus emociones. Parecido a las mujeres que no quieren saber nada del amor porque han vivido una experiencia sentimental traumática. Tiene lógica.

“Soy humano, los humanos sí lloramos, somos sensibles” (pág. 19).
“Tú no tienes la culpa, esto nos pasa por tratar de explicar la compleja existencia de los seres humanos, además, para qué hacerlo si nadie lo entendería” (pág. 18).

“(…) y te encuentras a expensas de un campo abierto lleno de humanos (…) (pág. 45).

Puede establecerse una semejanza de valoración de lo humano con el polígrafo Marco Aurelio Denegri, quien, en cada ocasión que puede, no disimula su visión pesimista de la humanidad. O, hasta nos trae el recuerdo de la mordaz idea de Mark Twain: “A mi edad, cuando me presentan a alguien, ya no me importa si es bueno, malo, rico, pobre, negro, blanco, judío, musulmán o cristiano. Me basta y me sobra con que sea un ser humano... Peor cosa no podría ser".

“No es de extrañar que los humanos no pudieran mejorar sus vidas, nunca lo podrán. Ellos son así, despreocupados del porvenir; de no ser como son, se hubiesen preocupado por aprender, pero no, ellos prefieren dedicarse a buscar técnicas difíciles para vivir. Para comer, dormir, hacer algo placentero, por ejemplo, hoy requieren de grandes esfuerzos. Sufren, cómo sufren. Y las guerras, del mismo modo, son alicientes de grandeza, ¡pobres humanos, tontos!” (pág.36). Éste es uno de los cuestionamientos más interesantes que hace “El árbol” acerca del hombre. Critica la artificialidad de la vida, la falta de previsión para el futuro y el perverso objetivo de las guerras. Cierto que son las palabras de un personaje alucinado. Pero, en Literatura, las ideas de los locos son, con frecuencia, las más lúcidas.

También se cuestiona el cuasi genético mal hábito de juzgar (que Deepak Chopra recomienda tanto combatir a fin de tener una percepción realmente objetiva de la realidad):

“Creen tener el derecho de juzgar a los demás” (pág. 45).

Talvez, la que sigue sea una de las críticas más directas de “El árbol” al género humano (aunque debiera ahondar el análisis y descubrir las raíces más hondas del problema, que no es de orden ético solamente; sino, también, económico y político):



“El único que arruina esta civilización perfecta es el hombre: él es quien verdaderamente destruye, por placer; él quien persigue y mata sin sentido; (…) es quien altera la conformidad de la existencia” (pág. 46).

“(…) mejor se enfrentaba al cansancio, a la desesperanza, al infortunio; estos eran sus verdaderos enemigos, no los humanos insignificantes, que poco valían para que les diera importancia” (pág. 48).

“Para los humanos comunes, claro, vivir significaba respirar, alimentarse, vestirse, fornicar, pelearse…” (pág. 53), diagnóstico bastante similar al de la filosofía Hare Krishna; pero, no coincide en oponer el ideal espiritual de estos. Más exactamente, el narrador indica que: “(…) para él, de sangre real, inconforme, superior a ellos, vivir no era más que un estado de transición” (pág. 53) (interesante concepto, aunque no indica hacia dónde o hacia qué estado superior). Lo que sí deja entrever es la posibilidad de la perfección humana: “(…) a no ser que, como seguro ocurrirá, me encontrase con el humano más perfecto de esta tierra. Entonces sí que echaría por el suelo sus palabras escritas, y le haría pedazos, yo sé cómo. Lo destrozaría, sin que importe mucho (dado que su corazón es en parte mío), el que yo muera en el trayecto” (pág. 54). Por supuesto, el hombre no es perfecto; sí, perfectible.

“¿(…) no le expresaste con aires de superioridad tus conceptos sobre la razón de ser de los humanos, que a tu entender te ponía por encima de ellos (…)?” (pág. 74).

“(…) la sinrazón que conforma esta sociedad” (p.80).



M. Vásquez siente el apremio de enjuiciar críticamente a la humanidad, a la sociedad, por toda la crisis mundial que se vive (en todos los planos: ético, político, educativo, ambiental, ideológico, etc.). Pareciera una paradoja esta visión pesimista -digamos, mejor, realista- en un autor que no alcanza aún los 30 años (la “funesta edad de amargos desengaños”, como decía L. A. Sánchez); pero, es, en todo caso, una crítica sincera. Talvez, con el paso de los años, Miuler -junto con sus personajes- se reconcilie, parcialmente, siquiera, con la humanidad (al menos, con el sector honorable de ella). En todo caso, vale recordarle la frase del mexicano José Vasconcelos, que solía citar Mariátegui: “Pesimismo de la realidad; optimismo del ideal”.

A manera de conclusión:
Hemos querido exponer algunos breves hallazgos y expresar ciertas ideas que, quisiéramos, motiven la lectura del interesante trabajo de M. Vásquez, quien parece estar en camino a convertirse en algo así como “El iconoclasta de la narrativa peruana actual”. Reafirmamos nuestra hipótesis en el sentido de que “El árbol” testimonia una obstinada y valiente decisión de originalidad narrativa. Exploraciones textuales más profundas y más autorizadas quedan ya para ulteriores momentos y para lectores -como diría Scorza- más zahoríes.

Concluyamos diciendo que “El árbol” muestra una respetable y valiosa capacidad de fabulación, y un lenguaje con identidad propia, que revela tiempo y trajín en el oficio. Congratulaciones a Miuler Vásquez González. Aplaudamos este brillante esfuerzo y vaticinemos nuevas y aún más sorprendentes novelas (¿o antinovelas…?). Como fuere, que al árbol miuleriano, se sumen muchos más. Para que surja, como dijo Heraud, “un bosque de latidos y esperanzas”.


Desde Chiclayo, a 4 de febrero del 2011,
en el Año del Centenario del nacimiento de José María Arguedas.
Pedro Manay Sáenz





"Entré a la literatura como un rayo; saldré de ella como un trueno"- Maupassant

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Powered By Blogger