ACERCA DE LA POESÍA FEMENIL FERREÑAFANA
Por William Piscoya Chicoma
El género femenil, en la poesía ferreñafana, irrumpe con la obra y personalidad de Mercedes Mesones Mesones (Ferreñafe, 1933-2009). Su obra, esencialmente poética, jamás ha sido recogida, íntegramente, en un libro -la Asociación Provincial de Poetas de Ferreñafe (APPF), modesta como parcamente, ha ensayado apenas un fascículo con una liliputiense ración de ella- y se encuentra desperdigada en los más importantes diarios y revistas de su época, y, de la misma manera, su poesía se ha visto acopiada en la Antología de la Poesía Ferreñafana, de Julio Mesones García Urrutia; en la Antología de la Poesía Lambayecana, de Ricardo Rivas Martino; en la Revista Monográfica Firruñap, dirigida por Héctor Carmona R.; en Trinos y aleteos de chilalos (1996, Lima), de Carlos Bancayán Llontop y Lucio Huamán Castillo, y Recetarios de luceros (Lima,1999), de Matilde Mesones Montaño, Lucio Huamán Castillo y Jorge Huamán S.; y en Al pie de la gallarda rosa (Antología poética familiar), de Matilde Mesones Montaño; y en otros estudios de recopilación y crítica de la expresión artístico-literaria de la región Lambayeque, aparecidos en los últimos 50 años.
La poesía de Mercedes Mesones es de naturaleza estilista, y evidentemente está impregnada de un bien marcado simbolismo que, por momentos, nos hace recordar la magnífica voz lírica del mayor poeta post-modernista peruano: José María Eguren. En su hermoso poema intitulado Decepción -poema emblemático de nuestra autora- nos presenta un tema de infelicidad, frustración y dolor, donde se ha desterrado la capacidad informativa, la lógica y la razón y se utilizan recursos estilísticos propios de la tendencia simbolista, como las imágenes de color, la musicalidad, el léxico renovado y la simbología: “Alma como la noche,/ pena de letargo,/ ciega lleva el coche/ en el camino largo./ Pesimismo ronco,/ carga de nostalgia,/ olor que contagia,/ pesar de lo trunco./ La vida es hastío,/ la muerte se mofa,/ y Dios en la Duda,/ cabalga en la Nada./ El motor del tiempo,/ detiene sus horas,/ la angustia se alarga,/ cual sierpe maldita./ La tristeza eclipsa,/ la luna del alma,/ y son las tinieblas,/ muralla infinita.”. Decepción no pretende ser comprendido racionalmente, en él la poesía deja ser un vehículo mediante el cual su autora transmite una idea o expresa un argumento, sino que persigue evocar climas emocionales, sensaciones de estado de ánimo. Este es, quizás, el mayor aporte que Mercedes Mesones alcanza al contexto literario, específicamente poético, de su tierra ferreñafana, al introducir, dentro de la poesía de este ámbito, los elementos de renovación que amplían y enriquecen su panorama general.
El segundo acaecimiento de poesía femenina, en la lírica ferreñafana, lo constituye Rosa Elva Suárez Mundaca, o Leonor Suárez Mundaca (Ferreñafe, 1941-2010), quien ha publicado, entre 1995 y 2007, cuatro libros de poesía, que se pueden considerar como un ciclo de poemas de distintas épocas, con disímiles temáticas, diferentes inquietudes creacionales, desemejantes intencionalidades e intereses de mensaje, pero con un mismo estilo y un único título: Rimas y Poemas Ferreñafanos. Pero, tal vez, son el amor fraternal y su marcada fe en Dios, y la pasión y alegría por la vida y su amor desmedido por su tierra ferreñafana, los fundamentos de aquella palabra poética que, sin dudas, han encumbrado a su autora como un real aliento creador de importante significación en el marco de la literatura y la cultura de Ferreñafe en general. Y es que, la poesía de Leonor Suárez Mundaca, tiene un fuerte basamento en el amor entrañable al hermano, al amigo, al hombre como ente singular de la creación de Dios. Por eso en su poética aparecen, con reconocida frecuencia, los componentes de esta temática. Ejemplo significativo de este aspecto son incontables de sus textos, pero nos basta los memorables: Niño provinciano, Quisiera, No era un adicto…, para justificar esta aseveración. Así, es en el primero de estos donde mejor se vislumbra esta particularidad de su poesía: “Niño provinciano te vi entre la gente/ con tu caminar lento e inseguro/ sin punto fijo pero contento/ ligado a ti está el futuro./ Pantalones cortos, piernas plomizas/ eres la semilla que germinará/ cholo duro y pícaro que solidariza/ que sobrevive a la realidad./ (…) Trabajas anhelando entregarte/ en cada amanecer del día/ ofreciendo tus fuerzas hasta ahogarte/ para el grandioso milagro de la vida.”. De igual manera, su intensa creencia en Dios, su inconmensurable fe en Cristo, entendida ésta como fin último de toda realidad humana y no humana, como causa de los efectos en este y otros mundos, es otro de los constantes temáticos que soliviantan los versos de la poesía de Leonor Suárez. Jesús amigo que nunca falla, Las obras de Dios…, Señor de Pachacamilla, San José María Escrivá, A nuestra virgen de Guadalupe, etc., etc., ratifican esta consabida tendencia, que la colindan con la poesía sacra de vasta tradición en la poesía española de los siglos XVI y XVII, y que nuestra poetiza conoce con solvencia y profundidad.
El otro componente de permanente gravitación en la poética de Leonor Suárez, es el entusiasmo y el júbilo por la vida. No obstante su delicadísima salud, el estado de postración física y toda la graduación de inmolaciones que esta condición demanda en sus día a día, mucho antes de su muerte, Leonor Suárez es un espíritu admirable por sus entusiasmadas ganas de vivir. Y estas ansias de vida, estas voluntades por existir, naturalmente, están puestas en sus obras no con implícita intencionalidad que engrandecen su mensaje poético, y lo circunda con lo social y lo humano. En su hermoso poema Quisiera, la poetiza anhela eternidad y el sueño que es prolongación de la experiencia vital al lado del ser amado y la divinidad: “Quisiera ser la luz en tu mirada vaga/ y convertirla en una estrella/ ser luz que nunca se apaga/ para vivir eternamente junto a ella./ Quisiera estar siempre en tu sueño/ y verte sonreír sólo conmigo/ ver que soy el único dueño/ no quisiera despertar y seguir durmiendo./ Quisiera ser como el sol para entrar por tu ventana/ y me hables con tu vos de eco del cielo/ desearte parabienes en cada mañana/ darte la vida y la felicidad es mi más caro anhelo.”.
El amor descomedido por su tierra natal, es otro de los ejes de la poesía de nuestra poetiza. Sus poemas están atiborrados de las presencias ferreñafanas: hechos, personajes, costumbres, tradiciones, etc. resplandecen en sus versos, con una luz que sólo emerge del sentimiento de amor cabal y categórico por el lar de origen. Leonor Suárez es otra hija enamorada de su tierra, que ella misma llama “de Santa Lucía”. Así como los que refieren al amor fraternal, o a su marcada fe en Dios, o a su pasión y alegría por la vida, los dedicados a esta identificación con el terruño son realmente profusos. Entre los más notables están: Poesía a Ferreñafe, Yo le canto a mi Ferreñafe, Tardes de verano en mi santa tierra, que reseñan en concreto el amor por la procedencia; y Paloma cuculí, El reloj de mi pueblo, Mango del pie, Naciste para cantar a tu pueblo, Rosita Inga, A la inmortal Carmen Pérez, que recrean lugares, tipos y costumbres ferreñafanos.
Un tercer evento de poesía escrita por mujeres fereñafanas, está determinado por la presencia, dentro del proceso de la poesía de su tierra, de la obra y figura de Jesús Piscoya Fernández (Ferreñafe, 1950). Poeta y periodista de reconocida trayectoria, ha publicado, en poesía, Cartas de verdad y ausencia (1981) y Del viento somos (1986), asimismo, gran parte de su producción poética se ha visto difundida en diarios, revistas y antologías de repercusión nacional e internacional. Su lírica, romántica y testifical, es un susurro de voces que, desde lo más insondable del estremecimiento, trasunta un ímpetu indomable que a su paso va delineando las disímiles fisonomías y cataduras del amor pasional, y, también, un desgarrado grito desde la más insufrible soledad y el más infausto abandono. Por eso, con toda legitimidad, Jesús Piscoya, es la cantora del amor y el dolor de la poesía ferreñafana.
En efecto, el impulso mayor que estremecen los poemas de Jesús Piscoya, lo determina aquel apasionamiento, muchas veces ingobernable, que nuestra poeta exalta lleno de amor y dolor vehementes. Así, pues, en XXIII, de Cartas de verdad y ausencia -texto clave para concebir la poética sentimental del conjunto del libro-, el amor inconmensurable, la entrega sin restricciones, la magnificación del pasión, la absoluta creencia en la perpetuidad del sentimiento, son expresados con gran potencia sensual y profundo lirismo, aprovechando la repetición paranomásica que, ciertamente, otorgan la dinámica verbal que influye, favorablemente, en la obra general de la poeta: “Porque te presentí en mis sueños más queridos/ como el anhelo que en secreto se ama…/ Porque tu amor nació, como el rocío,/ de potencialidades máximas del alama./ Porque se alimentó de afecto mutuo,/ de solidaridad y de sonrisas…/ Porque asombraba a todos con su orgullo/ con su impulsividad y con su prisa./ Porque nos acercaba íntimamente/ en tiempo record… con extrañas ansias./ Porque pudo truncarse… y, sabiamente,/ venció intriga y desdén, tiempo y distancia./ Porque me diste un reino placentero/ elevado, feliz y majestuoso./ Porque te hiciste el absoluto dueño/ de lo bueno y lo malo que yo escondo./ Porque todo lo exploras, porque vives/ cada motivo de cada vida misma./ (…) Porque eres luz en mis oscuras noches,/ porque eres lluvia en mi aridez lejana,/ porque eres la esperanza que me acoge,/ porque llenas de fe mi madrugada./ Porque sin ti, no encuentro ya asentido/ a la existencia, a la ilusión y al verso./ Porque eres mi como el abismo:/ hondo y acogedor… belleza y riesgo./ Porque eres manantial que a mi sed calma/ en que me miro y purifico…/ ¡Por eso es tuya la pasión de mi alma!/ Porque eres mi final… y mi principio.”.
El desamparo, el desabrigo, la orfandad, la soledad en global, siempre serán, en la poesía de Jesús Piscoya, constituyentes axiomáticos y, por consiguiente, causales del padecimiento cargante que la poetisa nos transfiere en sus mejores poemas. Éste, es un dolor hiperemocional, hiperfísico, suprahumano, es decir, una conmoción que no puede ser colegida desde la coherencia o la lógica, por que está más allá de lo puramente inteligible: en los abigarrados límites de lo inescrutable y la propia muerte. En el poema XXII, de Cartas…, así nos lo declara: “Amor:/ hoy has callado/ y una tortura ha sido tu silencio./ Los minutos sin ti son un rosario/ de oraciones vacías/ como las letanías/ de los necios./ Amor:/ hoy confirmé que entre tu y yo/ hay algo más que humano/ pues si me faltas tú/ toda mi fe se vuelve/ huracán desenfrenado/ o se apaga cual cirio abandonado./ Amar así,/ es morirse…/ ¡Yo lo sé!”.
Con la poesía de Jesús Piscoya Fernández -“la niña-mujer de la pasión y el sufrimiento”, para hacer nuestra la frase del propio Nixa-, la literatura de su tierra se aprovisiona del lirismo y el arrebato del sentimiento del amor más genuinos y sin precedentes de su historia, por eso, su mínima, pero substancial obra poética, ha sido referente significativo en la tradición y el proceso de la novísima poesía ferreñafana.
Y, justamente, dentro de la nueva poesía ferreñafana femenil, lugar principalísimo, le corresponde a Matilde Mesones Montaño (Ferreñafe, 1965), quien, desde sus iniciales poemas, aparecidos en trípticos y otras plaquetas universitarias, y su ya lejano El canto de las musas -suerte de poema-registro, refinado, detallista, de la profusa especie divina grecorromana, publicado hacia 1991-, se aprecia la pluralidad temática y el modo cultista de su poesía, enmarcada dentro de un estilo castizamente neoclásico. Sin embargo, es a partir de la divulgación -en Trinos y aleteos de chilalos (Lima, 1996) y Recetarios de luceros (Lima, 2000), amabas antologías poéticas lambayecana y ferreñafana, respectivamente, editadas por el sello Meribelina de la Casa Nacional del Poeta Peruano, Ahora y Siempre (la ejemplar revista de Tata Torres), Al pie de la gallarda rosa-Antología poética familiar (2007), de su propia autoría, y en las plaquetas de la APPF- de Ma petite fleur y toda la progresión de baladas y elegías dedicadas a su padre desaparecido: A mi padre ausente, Espérame en lo ignoto, Caminito al cielo, Soneto en el día del padre y Nostalgia de octubre; pero, sobre todo, con la publicación de: No podré olvidarte, Hoy y mañana, Quisiera ser para ti, Sólo te pido un día, Esa soy yo, Mujer, Crónica de un amor prohibido y Respuesta a la Canción de la espera, es cuando se evidencia el fino aliento lírico y el intenso impulso pasional, que hacen de su poesía lo que, en puntualidad, es: por un lado, la devoción y añoranza por la figura paternal interfecta y la expectación por el más allá de la vida y la muerte; y, por otro lado, la participación de una poesía sumergida en la purificación del amor inconmensurable y sobrehumanamente apasionado.
Muestra ilustrativa, de nuestra primera aserción, son los poemas A mi padre ausente y Espérame en lo ignoto. En ambos se presenta, como una dualidad intrínseca, la contemplación y nostalgia por la figura de un padre -aunque fallecido ya- idolatrado, por eso jamás disoluto en el esquema ideológico de la poeta, y la expectativa por el misterio de la existencia y la expiración, que se funda, esencialmente, en otra delineación mental de Matilde Mesones, asociada a su profunda fe en Dios y a su convicción en la transmutación de las almas, es decir, en la vida después de la muerte, como el cumplimiento de la promesa del dogma judeo-cristiano. Así, pues, en A mi padre ausente -soneto que ha de inaugurar la serie de poesías ofrecidas a su antecesor-, la melancolía por la ausencia y la recordación constante de la imagen paterna está rodeada, como es natural, del ambiente del hogar: “La casa familiar parece tan vacía,/ pero tu recuerdo camina por la estancia,/ la silla de la esquina, el café caliente/ y el desayuno servido para el padre ausente.”; pero, no sólo es una estricta evocación lastimera, sino es, también, una confirmación de permanencia de la espiritualidad del ausente en la espiritualidad de la poeta, los suyos y hasta en los elementos físicos del entorno doméstico: “Hace un año que te fuiste, padre querido,/ pero tu presencia sigue tan latente,/ tu sonrisa amplia sigue en mi mente,/ estás a mi lado aunque te hayas ido./ A todos nosotros cuidas con esmero/ y aunque el mundo gire sin rumbo, sin dueño,/ yo no tengo miedo y a la adversidad supero.”; y, en última instancia, nuestra poeta instituye, a su padre fallecido, la naturaleza de guardián celestial, de custodio incorpóreo, de vigilante etéreo, representación que ha de desarrollar, posterior y ampliamente, en sus subsiguientes textos: “Eres el guardián de todos nuestros sueños,/ te sentimos vivo aunque estés ausente:/ ¡Siempre tan cercano!, ¡Siempre tan presente!.”. En Espérame en lo ignoto, Matilde Mesones, empieza enunciando, elegíacamente, el rapto por la muerte del padre querido, y confesando su propia zozobra y estado errático: “La muerte me arrebató tu mirada de miel/ tu abrazo cálido y sincero, tu amor infinito./ Uno de mis motivos para seguir viviendo/ eras tú, padre querido./ Luego de tu partida terrenal/ me siento vacía, sola sin derrotero seguro.”; igualmente, ante su incomprensión por la fatalidad que le impone el destino y en medio del abatimiento y la desolación, continúa: “Las Parcas indolentes/ adelantaron tu viaje/ cuando tus maletas no estaban listas/ para viajar a esa región sin tiempo ni espacio./ Te extraño tanto/ porque soy parte de tu corazón/ porque heredé de ti/ el espíritu soñador de los errantes quijotes/ la pasión por las historias épicas/ la lucha por un ideal/ la fuerza telúrica y misteriosa…”; para desplegar, luego de un juego de felices metáforas, sus ansias de permanecer en la continuación relacional padre-hijo, protector-protegido, guía-guiado: “Tu velero ha partido sin retorno/ a ese mundo mágico y eterno/ navegando por los mares de lo ignoto./ El mío se quedó anclado en el Mar de los Sargazos/ esperando una estrella que me guíe hasta tus pasos.”; y para, finalmente, presentar su categórica confianza en la vida ultraterrena y el ansiado reencuentro con el ente de su amor, como fin fundamental y corolario absoluto de su propia existencia: “Algún día en el Océano de la Inmensidad/ nos volveremos a encontrar/ volverás a decirme frases lindas/ y arrullarme con historias de fantasía./ Ya no habrá tiempo ni distancia/ sólo una paz infinita./ Hasta entonces, padre querido,/ y conduce desde el cielo mis huellas sin camino.”.
Pero, a nuestro parecer, la construcción de una poesía forjada en la purificación del amor, que se torna, unas veces, afligida por el agravio o la no correspondencia amorosa, y, otras, prodigiosamente ardorosa y vehemente, son los rasgos más distintivos de la más alta lírica de la poeta y jurista ferreñafana. En esta otra dinámica, su voz, hasta ciertos momentos, dolorida y sumisa, alcanza, distintamente, frecuencias de un desencadenado apasionamiento que nos transfiere un amor llevado, muchas veces, hasta el arrojo y la heroicidad. Por ejemplo, en No podré olvidarte -otra vez un soneto tradicional, que prueba la estructura clásica del estilo-, se presenta a un amor inicial, originario, que aún todavía siendo o ya dejado de ser, es inolvidable, inmenso: “No podré olvidarte a pesar mío/ y estarán en mi recuerdo dondequiera,/ ¿quién olvida la primera lluvia del estío,/ la primera flor al florecer la primavera? (…) Nunca se olvida la ilusión primera/ en un instante eterno el primer beso,/ jamás he de olvidarte aunque yo quiera,/ jamás, ni con la muerte… ni con eso.”; sin embargo, ya en Hoy y mañana, aquel amor inaugural y hasta entonces sutil y límpido, se convierte en una conmoción de amargura y abandono, que llevan a la amante al devaneo y el encono: “Mañana lloraré por ti amargamente/ al haberme abandonado sin motivo,/ te arrancaré por siempre de mi mente,/ desorientada sin saber si muero o vivo./ Hoy con mil sonrisas quiero festejar/ el recuerdo del amor que sentí mío/ al punto de llevarme al desvarió/ como una barca errante en alta mar.”; igualmente, en Esa soy yo, nuestra poeta devela, ante el desamor y la distancia, su estado de espera, su condición de esperanzada, de irresolución general: “¡Esa soy yo!: la que no se cansa de esperar/, la que se levanta de cada caída/ y aprende de cada latigazo;/ la que tiene curtido el cuerpo,/ pero conserva sensible el alma;/ la que sigue esperando no sé a quién/ para vivir ya no sé qué,/ peregrina que continúa caminando…; y, después, paradójicamente, en Sólo te pido un día, a ese mismo amor, originario y cristalino, luego afligido y renunciado, demanda: “… un día para llorar en tu regazo/ mis penas e infortunios y confesarte que te extraño,/sólo te pido un día para reclamar tu inclemencia, tu desdén./ Sólo te pido un día apenas, un día, amor mío,/ para ser feliz a tu lado, después …/ seguir muriendo el resto de mi vida…”. Pero, es en Respuesta a la Canción de la espera -estupendo homenaje a José Ángel Buesa, el gran autor cubano-, donde el mejor lirismo y estilo de Mesones Montaño, aparecen con ese ímpetu épicamente apasionado, que la denotan como la poetisa de supremacía de la nueva poesía ferreñafana. Ahora, el amor concebido, gozado, perdido, sufrido, buscado, vuelto a hallar, se purifica y transciende para convertirse en una pasión sin límite ni alcance para la cognición de los amantes y la magnitud del espacio y el tiempo terrenos y universales: “Espérame mi amor, yo llegare algún día/ venciendo al tiempo y a la distancia impía./ Desde algún lugar del mundo regresaré, no sé cuándo/ porque sé que tu corazón me seguirá esperando./ En la cima del parnaso y en el fondo del averno,/ en el calor del estío y en el frío del invierno,/ en la hora placentera y en la hora del infortunio,/ en la oscuridad de las sombras y a la luz del plenilunio./ Comprendo que esta espera te lleve al desvarío,/ que el tiempo pase y tú ya sientas frío,/ pero debo borrar las huellas del pasado./ el yugo opresor de un amor equivocado./ Espérame en el recodo de un acantilado,/ en la noche infinita de un cielo estrellado,/ en la tímida sombra de un árbol añejo,/ en el puente silencioso o en el caminito viejo./ Llegaré sonriente como un mar en calma/ para amarte con el resto de esta pobre alma./ Espérame convencido, no lo dudes más,/ estaremos juntos para no separarnos jamás.”.
Un quinto y último acontecimiento de poesía escrita por mujeres, en la llamada Tierra de la Doble Fe, lo constituye el caso de María Isabel De los Santos Exebio -o simplemente Maide-, (Ferreñafe, 1970), que sella la quíntupla hierática femenil de la inspiración ferreñafana. En los veinte breves poemas contenidos en su libro Cielo terrestre (2007), la joven poeta ferreñafana, a veces partiendo de la evocación de un amor pasional -siempre sostenido, perdido, confinado y vuelto a redimir-, nos presenta una sucesión de acaecimientos catárticos que propagan su poesía: la rememoración constante, la intrusión del pasado convulsivo en el apacible presente, la falacia como traición al sentimiento amoroso, la afirmación del alejamiento y la nostalgia por el sujeto del amor ausente, la hostilidad de la vida y sus efímeras complacencias; sostenidos, todos, sobre un podio retórico revelador de imágenes y significaciones varias y recurrentes -“presencia ausente”, “ocasos y albas”, “lógicas sinrazones”, “muerte hacia la vida” o ”día de la noche”, y el mítico “Cielo terrestre”, etc.-. Una demostración de estas peculiaridades de la lírica de María Isabel, en Cielo terrestre, es Líneas dormidas, uno de los poemas que inaugura el poemario y, también, principian el permanente discurso antagonista del libro. Si embargo, es en Esperanza, Falsía, Ocaso, Embeleso, Soy, Inercia, Ídem, Dedicatoria, pero sobre todo en Vida, donde se evidencian notoriamente estas particulares. Veamos: “De ocasos y albas está hecha la vida,/ de montañas ajadas de tiempo,/ de visiones lejanas y añoranzas vanas, / de retazos de acción cosidos con emoción,/ de amores aciagos e inciertos,/ de inexplicables contrastes/ -aquellas lógicas sinrazones-/ de instantáneos arrebatos y de calmas,/ de recuerdos agridulces de conquistas,/ de mortíferos dolores en pretérito,/ de breves y fugaces juvenilias,/ de esperanzas, de quimeras,/ de renuncias…”.
El amor fraternal, entrañable, intimista -con la presentación de la especie familiar, fundamentalmente de los padres y, tal vez, de un ascendiente más anterior aún- es otro eje temático de Cielo terrestre, siempre rondado, de modo lindante y como algo “…que sigue latiendo en las alas del tiempo.”, por la constante antítesis que, muy acertadamente, cohesiona el texto general. Así, en Dos cuerpos, un poema que tematiza la senectud, en este caso de los progenitores de la poeta, Maide reflexiona: “Dos cuerpos que han sufrido los setiembre/ que han mojado esta su vida con ilusiones/ es mi padre, es mi madre/ dándome su miradita cansada,/ sus pasos de ayer por mí/ y los de mañana también por mí./ Ya han sacado con sus manos las espinas/ de las que ahora esparcen su fragancia por doquier/ y visten los días de la estación tardía/ haciendo ecos de recuerdos día a día.”. Otra pieza lírica, de Cielo terrestre, que ejemplifica esta dinámica intimista y familiar, y de la misma manera su estrategia oposicional, es Presencia ausente: “Hoy está el sillón vacío/ que nos llena de tu ausencia,/ el callejón extraña ahora/ tu apacible compañía./ Pasabas tejiendo tiempos/ y destejiendo tus recuerdos,/ haciendo historias a mano/ con hilos de fantasía./ Aún resuenan mil historias/ -ya lejanas, ya pasadas-/ aquí donde mi pensamiento/ pasa hoy su mejor mediodía./ ¡Subsistes en mi memoria!/ ¡Pervives en mi recuerdo!/ Ahora y para siempre todavía.”.
El tercer gran argumento que guarda el poemario de la poeta ferreñafana, es la omnipresencia divina y la solidaridad humana. Dios y el amor universal son, quizá, las unidades que mejor emocionan la competitividad lírico-creadora de María Isabel De los Santos. El Ser y la adhesión al hombre por el sufrimiento del hombre esculpen, al verbo de nuestra poeta, de cierta persuasión que, por momentos, nos transfiere de la consternación a la jaculatoria y de ésta al bálsamo de esperanza de la fe judeo-cristiana. Son poemas correspondientes a este tópico: Aflicción, Plegaria y Busco. Veamos el primero de ellos, donde el sufrimiento y el dolor humano, así como la conmiseración y el perdón, llevan a Maide a la obtención de uno de los mejores logros de su conjunto: “Por la verdades hechas de mentiras,/ por la palabra en el camino olvidada,/ por el deleite sin descanso de los ricos,/ por la satisfacción rota de los otros./ Por la madre del soldado/ que viste de negro la esperanza,/ por aquel niño de la calle/ que hoy entierra su ilusión,/ por el anciano que con mirada lastimera/ pide por todos perdón”. Y, finalmente, Plegaria, donde la súplica que se inicia desde la impetración por la transformación personal, va a terminar en una exhortación muy bien soterrada -e inferible desde la perspectiva de la unidad temática del texto global-, de expectación por hallazgo del amor y la reivindicación de la unidad universalista: “Al Dios de los Cielos que está en las alturas./ Al Dios de los Cielos que está en la pobreza./ A ese Dios de los años mejores/ que liga mi vida a bendita atadura,/ que me da la riqueza de ver cada día/ las sierpes azules de nuevos caminos,/ que anida en mi alma la esperanza viva/ de luchas intensas y días mejores./ A Ti, Dios, esta plegaria,/ A Ti que me retas a ser diferente,/ a quemar cizañas y a encender lumbreras.”.
Ferreñafe, 06 de enero de 2011.
"Entré a la literatura como un rayo; saldré de ella como un trueno"- Maupassant
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