En La Novelística De Mario Vargas Llosa
EL INTELECTUAL FRACASADO
Santiago Zavala (Zavalita), de Conversación en La Catedral -libro que puede ser concebido como una novela política, pero también como “una perspicaz reflexión sobre lo latinoamericano y sobre la pérdida de la libertad” (narra, de cierto modo, la dictadura militar de Manuel Odría, en el Perú)- es, inicialmente, un estudiante de Derecho, “miraflorino” -de extracción social ennoblecida, claro está- que, luego, se convierte en un periodista de filiación izquierdista, en contracorriente con los ideales familiares, principalmente de su padre, don Fermín, hombre ligado, por interese más comerciales que políticos, al régimen de facto, que ansían ver a su hijo convertido en un profesionista a cargo de sus negocios. De cierto modo, también, por Santiago Zavala, fluctúa toda la complicada población que domina la ficción, y es el espectador de una realidad social que no comprende, y cuya provocación rescinde sus concepciones éticas y políticas, que lo han inquietado desde su juventud. Al igual que El Poeta Fernández, Zavalita, perece con sus expectativas, finalmente convertido en otro peruano más, que no alcanza resolver el enigma: “¿En qué momento se había jodió el Perú?”, y ya devastado por el desengaño y la mediocridad.
"Entré a la literatura como un rayo; saldré de ella como un trueno"- Maupassant
Por: William Piscoya Chicoma
El perfil del escritor deslucido, desperdiciado, frustrado y, en general, la del intelectual fracasado en medio de un ámbito social y cultural impropio de la naturaleza y las expectativas de su realización vocacional, es una de las constantes temáticas en las obras más distintivas de la novelística vargasllosiana. Desde una inicial La ciudad y los perros (1963) -con el personaje de Alberto o El Poeta Fernández-, hasta El pez en el agua (1993) -donde convergen un grueso de la ralea política e intelectualista peruana-, pasando por Zavalita, de Conversación en La Catedral (1969), Pedro Camacho, de La tía Julia y el escribidor (1977), el Periodista miope, el León de Natuba y Galileo Gall, de La Guerra del fin del mundo (1981), y la representación de un anónimo contador errabundo de ficciones, -el "hablador"-, de El hablador (1987), Mario Vargas Llosa (Arequipa, 1936), ha venido presentado su posición, por demás, reflexiva y crítica, acerca del escritor y el intelectual latinoamericano, arrasado por el vendaval de la inautenticidad, el término habitual sobre las ideas y la creatividad, la frustración, la mediocridad.
Así, en La ciudad y los perros, Alberto o El Poeta Fernández, cuando se afilia en el Colegio Militar Leoncio Prado, de Lima, es casi un niño, y le cuesta una suma de abusos y sublevaciones para hacerse de un espacio, más o menos respetable, dentro de las afligidas y duras circunstancias de la vida castrense. El Poeta reniega de la vida soldadesca, y es el más conciente de las iniquidades que perpetran el ejército y los cadetes, contra sus propios camaradas. Lo llaman El Poeta porque, para ganarse algo de dinero -que gastará en cigarrillos y otras minucias-, escribe cuentitos pornográficos y, por encargo, esquelas de amor para las prometidas de los cadetes. Procede de una familia disgregada y de nivel intermedio. Su participación, en la trama narrativa, acaba cuando su denuncia, de asesinato de uno de los estudiantes por otro compañero, es negada y encubierta burdamente por el régimen autocrático del colegio, y, este hecho, lo deja con un sentido de ineptitud y fracaso personales.
Santiago Zavala (Zavalita), de Conversación en La Catedral -libro que puede ser concebido como una novela política, pero también como “una perspicaz reflexión sobre lo latinoamericano y sobre la pérdida de la libertad” (narra, de cierto modo, la dictadura militar de Manuel Odría, en el Perú)- es, inicialmente, un estudiante de Derecho, “miraflorino” -de extracción social ennoblecida, claro está- que, luego, se convierte en un periodista de filiación izquierdista, en contracorriente con los ideales familiares, principalmente de su padre, don Fermín, hombre ligado, por interese más comerciales que políticos, al régimen de facto, que ansían ver a su hijo convertido en un profesionista a cargo de sus negocios. De cierto modo, también, por Santiago Zavala, fluctúa toda la complicada población que domina la ficción, y es el espectador de una realidad social que no comprende, y cuya provocación rescinde sus concepciones éticas y políticas, que lo han inquietado desde su juventud. Al igual que El Poeta Fernández, Zavalita, perece con sus expectativas, finalmente convertido en otro peruano más, que no alcanza resolver el enigma: “¿En qué momento se había jodió el Perú?”, y ya devastado por el desengaño y la mediocridad.
En La tía Julia y el escribidor, Pedro Camacho -un chileno libretista de radioteatros-, en virtud a su “arte”, es adulado por adictos radioyentes y sus propios jefes, pero finalmente concluye embrollando a sus radioescuchas, con los cambios y alteraciones de sus personajes, pero, sobre todo, porque éstos se extinguen en las más insospechados desastres. El escribidor, en su desmedida ambición de bruñir sus radionovelas, padece un período de enajenación mental y es confinado en un sanatorio para enfermos perturbados. Tiempo después, al reencuentro con Vargas -quien no le reconoce en una primera instancia: se le advierte diferente, transmutado-, está casado con una meretriz que simula de artista, viste como un legítimo indigente y trabaja haciendo mandados humillantes en una gacetilla de mala muerte, y ya no es más el hombre que trastornó, a los hogares limeños, con sus historias radiales. Ahora, es un individuo inspiración de burlas y desprecios de los sujetos para quienes sirve y que lo repudian.
En La Guerra del fin del mundo -una novela de cataclismo y destrucción y resonancias legendarias que fascina y asombra desde el inicio hasta el final-, el Periodista miope, el León de Natuba y Galileo Gall, son tres de aquellos distintivos ficcionales vargasllosianos del intelectual que acaba reducido a la pequeñez y el infortunio. Por un lado, el miope -personaje inspirado un poco en Euclides da Cunha-, es un cronista bahiano de anatomía desbaratada y repulsiva e indumentaria extravagante, fumador de opio y con presunciones de “poeta maldito”. Como con El Poeta y Zavalita, la historia de la novela pasa desde su percepción, y con ella, también, la de su destino de intelectual desaprovechado que termina buscando concluir la verdadera historia de Canudos, historia que, por demás, el Brasil quiere olvidar para siempre, por sus caras consecuencias sociales y políticas. Es, pues, personaje ícono novelístico vargallosiano del escritor desperdiciado en un ambiente inoportuno para su condición de intelectual.
Por otro lado, el León de Natuba -un ser malformado (entre humano y animal), que vaga en cuatro patas y con una cabeza enorme de inteligencia prodigiosa-, es el escriba de Canudos. Él está siempre al lado de Antonio Consejero, santo y líder de los alzados, registrando cada uno de los acontecimientos y otras significancias del varón virtuoso. Sin embargo, al final del relato, perdidos sus escritos, confundido entre yagunsos y solados en medio de la guerra, desaparece sin otro destino que el fuego y la muerte.
Igualmente, en La guerra del fin del mundo, Galileo Gall es un aventurero escocés seducido por los dogmas frenológicos, y con sus crónicas periodísticas que, quizá, nadie lee en su lejano destino europeo francés, es una especie de cuentista instintivo de la realidad política y social del Brasil. Adicto de la “Idea” se autoimpone un estado de castidad en provecho de su quimera insurrecta y anarquista. Su final es previsible desde una buena parte de su participación en la trama del relato: ha de morir sin llegar a Canudos y sin siquiera participar en la “causa”, que cree socialista y de reivindicación, de los rebeldes del sertón.
En El hablador, un narrador principal que -al igual que en La tía Julia y el escribidor u otras novelas del Vargas Llosa-, se equipara con el autor, evoca sus intimaciones con un compañero de mocedad, Mascarita, quien siente una poderosa fascinación por los aspectos de una pequeña cultura antigua del Perú; y, por otro lado, un furtivo contador vagabundo de leyendas -el "hablador"-, viva memoria colectiva de los indígenas machiguengas de la selva peruana, cuenta, en un lenguaje de extraña poesía y artificio, su propia vida y las historias y fábulas de su poblado, sin ni siquiera presagiar que sus relatos han de ser, un poco más en el tiempo, olvidados, ignorados, perdidos irremediablemente.
Y El pez en el agua -suerte de novela y memorias del novelista peruano- contiene, en capítulos superpuestos, las evocaciones de dos períodos terminantes de la vida de su autor: la correspondiente a su infancia, por la época en que se le anunció que su padre estaba vivo y, otra, la campaña presidencial peruana que, tras el fracaso electivo ante Alberto Fujimori, finiquita en junio de 1990, con el regreso del escritor a Europa. En El Pez en el agua, junto a su experiencia de candidato presidencial, Vargas Llosa irá retratando toda una gama de circunstancias personales y ajenas de las más variadas condiciones, así como algunas figuras políticas e intelectuales peruanas. Sin embargo, los momentos dedicados a la atención del intelectual, específicamente del escritor peruano -y por extensión latinoamericano-, deja establecido su carácter ideológico respecto a la figura del escritor, presentando, muy claramente, su posición frente a la actuación de los que llama “escritor esquizofrénico ético” y el “escritor barato”. Ambos tipos de escritores siempre “van desmintiendo a menudo con sus acciones privadas lo que promovían con tanta convicción en sus escritos y actuaciones públicas.”, y la derivación de tamaña inautenticidad es, en la acción intelectual, el simplismo del alegato, la conquista del estereotipo, la fútil argumentación y el lugar común sobre los pensamientos y la creación artística.
Ferreñafe, 30 de noviembre de 2009.
"Entré a la literatura como un rayo; saldré de ella como un trueno"- Maupassant
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