REINA, REINITA... LA DULCE
Por: Nicolás Hidrogo Navarro (hacedor1968@yahoo.es)
Con especial y gratífero afecto a las putas de Las Violetas -polvoriento y famoso lupanar de Chiclayo-,
grandes samaritanas que endulzan la morbosidad de los norteños del Perú.
TESTIMONIO DE PARTE: Me inicié en un prostíbulo de Bagua Grande días antes de cumplir 15 años. Desde la hondonada del pueblo más caluroso del Nor-Oriente peruano se podía divisar en una colina del cementerio el lupanar "Las Cucardas" con sus calaminas refractantes, regentado por un corpulento pelucón, vestido todo el tiempo como cuervo, todo de negro, con una supermoto que hacía un ruido ensordecedor por las polvorientas calles: era el cabrón mayor y solo su gigantesca figura disuadía a cualquiera. Era raro que un prostíbulo esté tan cerca a las lápidas y el hedor de los cadáveres del día a día en su fatal descomposición, sexo y muerte juntos, como para no creerlo. Fue en el canchón norte lleno de guayaquiles del colegio “Alonso de Alvarado” donde conciabulamos en la hora del recreo y animé a media docena de fatuos imberbes que querían entrar a inaugurarse en la putañería. Escondidos entre la lluvia de una tarde de junio de 1983, hicimos un atrevido ascenso de la colina e ingreso raudo sin respetar y haciendo caso omiso y cómplice del avisito "Prohibido el ingreso a menores de 18 años". Todos exaltados y con la mirada timorata, la libido y adrenalina en pico, sudando a chorros y con las piernas temblecas, nos adentramos a esas vapóriferas cuevas del placer donde más de una selvática hacía globitos a reventazón con su chicle en la puerta y mostraba su mejor pechuga seductora.
¿Y? Me miró arremolinadamente torvo, con el rabillo del ojo izquierdo, temerosa y cómplice. Estaba atrapando zancudos con los ojos cerrados, era mejor así en una noche tan oscura y silente. Me cuchicheaba: ... ¿saldremos?, ¿hoy lo hacemos?... ¿iremos a la botica? Su mirada estática estaba engrasada por un derretido rostro que se deslizaba torrente con el sudor sobre su blusa amarilla. Abrió la cortina de su lampiño y mullido cuerpo y todo se encendió en mí: la ingravidez del ambiente hacía denso y enneblinado la distancia entre ella y la mía, un pegajoso y tórrido ambiente soporífero exigía dormir abreviado de prendas, sentía que por mis venas corría carbón rojísimo y líquido. Caminé en puntillas hasta alcanzar su voz y le dije: ¡tengo miedo!...
Acababa de cumplir los once años y mañana debía ir a la escuela en su último día. Ella había bajado de Ñuñajalca, un centro poblado menor de Bagua Grande, y estaba en mi casa casi ya cuatro meses. Hacía de empleada –digo hacía porque nunca supe que para hacer cosas de la casa había que pagar, ella no cobraba, además nunca la llamé empleada, sino Reina Reinita-. Yo la consideraba más que eso: casi, casi, no sé, casi una diosa salvaje y silvestremente domada, desde la espasmódica noche que me levanté al baño sonámbulo y puede contemplar su dormir y medir la distancia de su roncar y la turgencia y bambolez de sus bultos delanteros aguijoneados por mil zancudos. No tenía apellidos ni documentos, ni recuerdos, ni pasado, ni familia, sólo tenía un nombre: Reina. No tenía edad sólo un cuerpo de mujer y mucha juventud y coquetería y complicidad sintetizada en su figura ayeguada y en una masa corpórea de apenas 42 kilos. No tenía historias que contar ni ilusiones futuristas que elucubrar: vivía plenamente entregada a todo, como que fuera el primer y último día que trabajaría en casa. Casi no hablaba, todo lo decía con su rostro: gestos y sonrisas, mohines y silencios, era su mejor lenguaje, la empecé a entender y comunicarme así, en silencio. Nunca tuve un reproche, nunca hubo un no, ni preguntas, ella lo adivinaba y solucionaba todo. Desde que llegó a la casa, ella remodeló la ubicación de las cosas y se sabía, al cabo de una semana, el re-orden total, recreado por ella. Siempre supuse que iba a ser la mejor mujer del mundo y que se quedaría con nosotros para siempre. Escasa de estatura, de rostro atriangulado y penetrante y profundo mirar, nunca se cansaba, le dada vuelta a todos los rincones de la casa como setecientas veces al día y terminaba cantando al anochecer. No era bonita, era adorable, sencillamente era una mujer apetecible y creo yo –según mis sueños, fantasías, suposiciones y proyecciones- supercomplaciente. Fue la primera mujer que vi desnuda y peladita como una yuca de desayuno y me samaqueó de nervios y atiborró de imágenes lujurientas para toda la vida. Por ella descubrí el rostro oculto de la intimidad, en su cuerpo tostadito descubrí lo plural en toda mujer: un matorral espeso, esponjado y negruzco se alojaba en sus entrepiernas y unos salvajes y ebrios pezones marrones apuntaban en un ángulo de ciento veinte grados. Sólo miré, sólo miré su enorme llanura plagada de concupiscencias y un bosque retorcido de escondites y misterios me fueron revelados. Las dunas abrasantes de su cuello, sobacos y ombligo, empezaron a nadar entre mis pupilas lubricadas por el espanto y la sorpresa. Ella rompió la virginidad de mis ojos, ella sonrió y sonríe entre mis recuerdos, ella rió, ella se carcajea complizmente entre mi pervertida inocencia y me dejó durmiendo cuarentaisiete años, perdido entre el opio de mis sueños.
Ella estaba allí y se me perdió en el tumulto el primer día incrédulo, sí la vi y no la vi, como visión fugaz desapareció tragado por la misma gente, pero era ella, treintainueve años después fue vomitada por la vorágine del tiempo. Uno tras otro día, en el mismo lugar la busqué, hasta que por fin, sí allí estaba a tres metros de mi vista, a casi 560 kilómetros de donde la conocí, ella está allí, con cuarenta kilos demás, con un lunar postizo en la comisura de sus labios, con un kilo de maquillaje encima, sopleteando como flor artificial un perfume barato de dos soles el litro, y haciendo su guiño inconfundible a todo el mundo entre la avenida Balta y la calle Amazonas del congestionado y putísimo Chiclayo. Había hecho su posicionamiento estratégico en una esquina, muleteando como torera a todo el mundo, con su protuberante mondongo y masticando un chicle Adams con su desvencijada dentadura de acrílico empobrecido, con un nombre de guerra que hace recordar a caramelos y a mi diabetes, “La Dulce”, con una blusa roja y una falda azul eléctrico para llamar la atención. Ella está allí esperando al mejor hombre del mundo – quizá un apestoso que no se ha bañado en semanas o un lunático sexópata-, qué importa, ella es buena, ella es complaciente, ella soporta y tolera todo, nunca se enoja, ella fue la mejor empleada de Bagua Grande, pero ahora ella, Reina Reinita, es la mejor puta del mundo.
La lujuriosa noche en que creí perder el control al miedo y asistir a sus tentadores susurros y que no me quedaría dormido, como siempre, sólo encontré dos sapos haciendo clop-clop en su cama y de ella nunca más.
Acababa de cumplir los once años y mañana debía ir a la escuela en su último día. Ella había bajado de Ñuñajalca, un centro poblado menor de Bagua Grande, y estaba en mi casa casi ya cuatro meses. Hacía de empleada –digo hacía porque nunca supe que para hacer cosas de la casa había que pagar, ella no cobraba, además nunca la llamé empleada, sino Reina Reinita-. Yo la consideraba más que eso: casi, casi, no sé, casi una diosa salvaje y silvestremente domada, desde la espasmódica noche que me levanté al baño sonámbulo y puede contemplar su dormir y medir la distancia de su roncar y la turgencia y bambolez de sus bultos delanteros aguijoneados por mil zancudos. No tenía apellidos ni documentos, ni recuerdos, ni pasado, ni familia, sólo tenía un nombre: Reina. No tenía edad sólo un cuerpo de mujer y mucha juventud y coquetería y complicidad sintetizada en su figura ayeguada y en una masa corpórea de apenas 42 kilos. No tenía historias que contar ni ilusiones futuristas que elucubrar: vivía plenamente entregada a todo, como que fuera el primer y último día que trabajaría en casa. Casi no hablaba, todo lo decía con su rostro: gestos y sonrisas, mohines y silencios, era su mejor lenguaje, la empecé a entender y comunicarme así, en silencio. Nunca tuve un reproche, nunca hubo un no, ni preguntas, ella lo adivinaba y solucionaba todo. Desde que llegó a la casa, ella remodeló la ubicación de las cosas y se sabía, al cabo de una semana, el re-orden total, recreado por ella. Siempre supuse que iba a ser la mejor mujer del mundo y que se quedaría con nosotros para siempre. Escasa de estatura, de rostro atriangulado y penetrante y profundo mirar, nunca se cansaba, le dada vuelta a todos los rincones de la casa como setecientas veces al día y terminaba cantando al anochecer. No era bonita, era adorable, sencillamente era una mujer apetecible y creo yo –según mis sueños, fantasías, suposiciones y proyecciones- supercomplaciente. Fue la primera mujer que vi desnuda y peladita como una yuca de desayuno y me samaqueó de nervios y atiborró de imágenes lujurientas para toda la vida. Por ella descubrí el rostro oculto de la intimidad, en su cuerpo tostadito descubrí lo plural en toda mujer: un matorral espeso, esponjado y negruzco se alojaba en sus entrepiernas y unos salvajes y ebrios pezones marrones apuntaban en un ángulo de ciento veinte grados. Sólo miré, sólo miré su enorme llanura plagada de concupiscencias y un bosque retorcido de escondites y misterios me fueron revelados. Las dunas abrasantes de su cuello, sobacos y ombligo, empezaron a nadar entre mis pupilas lubricadas por el espanto y la sorpresa. Ella rompió la virginidad de mis ojos, ella sonrió y sonríe entre mis recuerdos, ella rió, ella se carcajea complizmente entre mi pervertida inocencia y me dejó durmiendo cuarentaisiete años, perdido entre el opio de mis sueños.
Ella estaba allí y se me perdió en el tumulto el primer día incrédulo, sí la vi y no la vi, como visión fugaz desapareció tragado por la misma gente, pero era ella, treintainueve años después fue vomitada por la vorágine del tiempo. Uno tras otro día, en el mismo lugar la busqué, hasta que por fin, sí allí estaba a tres metros de mi vista, a casi 560 kilómetros de donde la conocí, ella está allí, con cuarenta kilos demás, con un lunar postizo en la comisura de sus labios, con un kilo de maquillaje encima, sopleteando como flor artificial un perfume barato de dos soles el litro, y haciendo su guiño inconfundible a todo el mundo entre la avenida Balta y la calle Amazonas del congestionado y putísimo Chiclayo. Había hecho su posicionamiento estratégico en una esquina, muleteando como torera a todo el mundo, con su protuberante mondongo y masticando un chicle Adams con su desvencijada dentadura de acrílico empobrecido, con un nombre de guerra que hace recordar a caramelos y a mi diabetes, “La Dulce”, con una blusa roja y una falda azul eléctrico para llamar la atención. Ella está allí esperando al mejor hombre del mundo – quizá un apestoso que no se ha bañado en semanas o un lunático sexópata-, qué importa, ella es buena, ella es complaciente, ella soporta y tolera todo, nunca se enoja, ella fue la mejor empleada de Bagua Grande, pero ahora ella, Reina Reinita, es la mejor puta del mundo.
La lujuriosa noche en que creí perder el control al miedo y asistir a sus tentadores susurros y que no me quedaría dormido, como siempre, sólo encontré dos sapos haciendo clop-clop en su cama y de ella nunca más.
"Entré a la literatura como un rayo; saldré de ella como un trueno"- Maupassant
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