LIBRO "A ESA HORA DEL DÍA"
Autor Nicolás Hidrogo Navarro
Nicolás Hidrogo Navarro (1968-?), es un narrador lambayecano, licenciado en Lengua y Literatura por la Universidad Nacional “Pedro Ruiz Gallo”.
Este libro de cuentos recoge sus reminiscencias y obsesiones de colegial. Creaciones, en algunos casos ganadores en Lundero y publicados en los Suplementos Dominicales del Diario La Industria de Chiclayo. Desde su perspectiva ya madura, recoge el argot juvenil y adopta el entramaje de sus experiencias para levantar una visión provinciana de anhelos y decepciones. El pretexto de las historias triviales contrasta con el lenguaje trabajado, a veces a nivel de prosa poética. Su descriptivismo supera quizá al monologuismo, desde donde levanta el crisol de unos cuentos cargados más de vida y experiencias que de experimentación literaria.
nicolás hidrogo navarro
ediciones “metáfora” 2003
Digitado y diagramación: Maritza Cabrera Arteaga
Ilustraciones: Marco Antopnio Paredes
Impreso en Lambayeque-Perú
Coordinador de difusión: Luis Hinojosa Valdera (LUISHINO)
Correspondencia y canje en Emiliano Niño # 500-Lambayeque 9607442.
E-mail hacedor1968@hotmail.com; hacedor1968@yahoo.es
1ra. Edición, 2004. .
Reservados todos los derechos de autor
A Maritza, Jomara, Childre y Nadesha
mis impulsos y latidos.
A Milton Manayay Tafur
Distinguido profesional y mejor persona.
PRESENTACIÓN
Parte de mis recuerdos desparramados de colegio constituyen el principal filón de mis historias, trucadas a veces por mis obsesiones y reminiscencias estudiantiles, allí donde todo era leal y bueno. Creo que la Universidad hizo aflorar mi perversidad de escribir, me quitó mi inocencia provinciana, restó mi fe y estigmatizó ese concepto cándido de “amistad pura” que tenía sobre los demás. Creo que no hay mejor cantera que la universidad para explorar el maquiavelismo de sus docentes y alumnos. Es una jungla donde sobrevive o sale a flote el más pendejo o el que mejor actorea de cojudo, el que sabe calcular el poder, el que sabe sintonizar la emisora de turno, para hacerse el loco entre los locos. Tus palabras no corresponden a los gestos ni la semántica corresponde a la praxis.
Es la escuela la más grande fábrica de ilusiones y el espacio más propicio para llenar de fantasías las tardes. Allí petrificas para siempre el fósil de tu imaginación. Allí se puede ser sin que nadie te lo prohíba, allí se forma sólidamente la ilusión, que la universidad se encarga de volatilizar. En la escuela una mentira del profesor es catastrófica; en el colegio, es fatal; en la universidad, es algo normal. La escuela me humanizó, el colegio consolidó mi temple y me hizo quien soy; la universidad me atiborró de conocimientos confusos y teoréticos –que a la distancia escucho como un recuerdo borroso de campanas desecualizadas y desorquestadas- y me enseñó a ser mañoso, frío, displicente, irascible, contestatario, irreverente y compulsivamente patológico en mirar a los ojos de los demás tratando de hallar su frecuencia y su esperpentez.
El colegio es un espacio donde se sueña, se alucina el futuro, y para mí fue un enamoramiento de los libros y de una que otra mujer. Allí tu palabra titubea, allí ya no miras a la cara y de frente, allí tu palabra ya huele a malicia, ya atas cabos y te explicas la vida, empiezas a matar la fantasía y mandarla al cadalso cuando llegas a la universidad.
Mi primera gran biblioteca fueron las revistas de comics de alquiler de la peluquería de mi padre. Allí aprendí a leer las viñetas aún antes que en la escuela, luego transfugé a las novelitas de cow-voy de Marcial La Fuente Estefanía y finalmente di un gran salto cualitativo cogiendo de casualidad Hamlet y La casa verde, (esas obras me las sé de memoria, el segundo sobretodo autografiada por Mario Vargas Llosa dos veces inusualmente casi 26 años de haberme ofuscado con el entramado de las Madres de la Misión, Fushía, el Sargento Lituma y la Chunga; esas obras me atraparon en sus vorágines estigmatizadora para siempre) allí empezó mi fascinación por la literatura, palabra casi mágica y demiúrgica y que la he hecho tan mía que es casi mi amuleto y mis campanadas en las frustraciones. Un cuento que efectué en 5to. grado de primaria con el encuentro imaginario e imposible entre Tarzán y Turok –héroes de los comics de la época- , celebrado y comentado –entre mis compañeros y el mismo profesor- por lo imaginativo me pigmaleonó y casi abruptamente me convertí en un lectorcillo maniático de todo lo que encontraba a la vista; papeles, revistas, libros, recetas, santorales, afiches, carteles, volantes, oficios, es decir, casi todo, cartas, memoriales, recetas de médicos, etc. sin que ello signifique necesariamente literatura.
He comprobado que el querer ser sabiendo vale poco cuando no se actúa según conveniencias. He conocido a toda la fabulería hipócrita y cínica en la universidad y me ha explosionado en la cara la esperanza humanizante, he visto la risa rabelesiana con su máscara insuflexa, tiznada de la peruanísima huachafería de la viveza y el arribismo con cara decente y de docente y una mueca plúmbea, mediocre.
Por eso simpaticé con la irreverencia de Rimbaud y Baudelaire con sus coterráneos y hasta el “Círculo Ubicuos Malditos” (1991-2004) que fundáramos Luis Ernesto Facundo Neyra, Luis Yomona y yo, fue una trinchera contestataria con actos antes que con poses teoricistas o principistas. Fuimos lo que quisimos ser, nos burlamos de quien queríamos y como queríamos y escribimos automáticamente como quisimos en grandes duelos nocturnos y sibilinos hasta la pesadilla.
Me gusta el impulso del improntus, de la adrenalina surgida de la nada porque me despierta de mi aletargamiento y -a cualquiera que lo podría atolondrar- me vitaminiza a convertirme en un arrojadizo. Ese elan vital permite mantener un equilibrio entre la apática quietud y la fulgurante agresividad exógena.
Quizá una aventura extraescolar como fue la quemazón del Puesto Policial de la ex Guardia Civil en Bagua Grande en la década del 70, quedó en mí recesivo hasta que lo expulsé en 1992, cuando obtuve una Mención Honrosa en Lundero y que forma hoy parte de este trabajo. “A esa hora del día”, fue mi obsesión contenida durante quince años hirviendo en mi cabeza. Mi rabia afloraba ya desde niño, recuerdo cómo los carbones de las vendedoras nocturnas de pescado frito se convirtieron en el principal combustible para que el puesto se hiciera chicharrón. Es de notar que la policía siempre tenía fama de represiva y abusiva, pero aquí estos ribetes sobresalieron del cuadro y la policía de tener por función seguridad ciudadana pasó a ser sinónimo de inseguridad, arbitrariedad y abuso compulsivo.
La muerte de un soldado fue el pretexto y todo el pueblo fue a una como en Fuenteovejuna. Esa noche la luz de la hoguera brilló con una intensidad sádica y refractó en los rostros sudorosos de los baguagrandinos –por cierto la dureza del temerario acero con que se confeccionaba los famosos Smith Wesson quedó convertido en un pasta de alfeñique- y vimos, a los otrora envalentonados policías, huyendo por los techos a gatas. Se había consumado un ajusticiamiento popular que quedó como ejemplo y a los pocos meses fueron quemados una veintena de puestos policiales a lo largo de toda la selva hasta el Iquitos de Reátegui que aparece en La casa verde.
La lluvia es una de las experiencias más gratificantes de la zona. Uno escucha el rumrum de la lluvia y le apetece un sueño magníficamente amodorrante hasta el punto de producirle un insomnio placentero. Me he quedado muchas veces semidespierto con la lluvia a todo volumen, aunque al día siguiente no se podía caminar. Aquí se da la gran dualidad calor- lluvia. La ceja de selva tiene ese matiz de estar al mediodía maldiciendo el calor infernal y estar carajeando a la mañana siguiente la lluvia caprichosa y las pelotas de barro que arrastramos al caminar en medio del fango, chapoteando y viendo una plúmbea alfombra inusual por encima de nuestras cabezas.
Si hay algún acto más sublime, es hacer de la vida y la literatura una sola, zurcidamente invisible, que no se note lo uno ni lo otro; que no sea ni artificialmente literario, ni simplistamente un querer reflejar la vida de uno, que por supuesto no le interese a nadie. Con la literatura no tienes que esperar favores de nadie, la puedes construir y ganarte a los demás; con la literatura no tengo que andar de rodillas, con la literatura siempre ando armado: con la palabra franca, demoledora y obnubilante de la creación verbal
Literariamente,
Lambayeque, noviembre de 2004
Nicolás Hidrogo Navarro
PRÓLOGO
“Si te acuerdas de alguna cosa antes de
venir aquí, debes recordar cómo viniste”
William Shakespeare
La narrativa de Nicolás en esta entrega descansa, fundamentalmente, sobre el párvulo vaho inconfundible de su época escolar y la atmósfera singular de su Bagua Grande (Utcubamba), la que, a pesar que desde su juventud universitaria vivió en Lambayeque y debió influir y generar algunos rasgos personales muchik, ha dejado en él una huella indeleble e imborrable de la corriente voraz y tributante del Utcubamba, de la inalcanzable Teresita, del enigmático y oscuro Childre o de un cómplice y romántico almendro; vanamente intenta situarse solo en postreras circunstancias de su vida, siempre termina aludiendo a algún pasaje o algún personaje real de su vida original.
¿Qué busca Nicolás? Pareciera que buscara algo más que sólo narrar, escrutando, volviendo una y otra vez al sol y la sombra de Bagua. Podría ser que viviera en dos mundos paralelos: uno real y objetivo, y el otro onírico y no por eso lejos, sino al contrario, muy cerca, latiendo en el ámbito cardiaco de su ser.
En las antiguas culturas los sueños eran tan importantes como los sucesos de la realidad, y ésta no podía ser sin lo otro. Los sueños de todas las noches eran sometidos por los Shamanes a primitivos y antiguos ritualistas análisis, de modo que se encontrara un elemento iniciador. Un elemento mágico y único. Ese elemento tendría que ser lo que permitiría al hombre pasar a otro nivel moral o espiritual, sería el secreto que permitiría trascender, de elevarse a otra esfera del conocimiento y del espíritu.
Creo que Nicolás busca eso, quizá inconscientemente, pero busca un elemento iniciador, un elemento común en esas elucubraciones, que podría ser una persona, un objeto, un animal, una palabra, un verso o una situación que le despierte a otra realidad, a otro conocimiento, a otra latitud narrativa o a otro estado espiritual. Sólo así, quizá, vuelva la mirada hacia otro lado de su mundo; o también podría ser que se encuentre en ese otro mundo paralelo, ensoñativo y se quede allí para siempre, donde encuentre su genio y como el de lámpara, genere, recreándolos, una serie de verdes atmósferas en mundos mágicos.
Quizás allí, sólo allí, podría descubrir el secreto de volar y elevarse sobre un gallinazo, abrazado a él, descubriendo desde lo alto que estaba sobre Bagua, sobre su escuela y sobre sus sueños, ya no como Nicolás, sino como un alter-yo mágico y que al igual que en las culturas mexicanas en la que el águila es una ave que representa la evolución, así el gallinazo en nuestra tierra, indica un acercamiento a un mundo de evolución del que quizá no podamos entender hasta que él mismo nos lo pueda interpretar cuando se encuentre elevado en alas de la gloria.
Marco Antonio Paredes
LLUEVE
Una película compacta de polvo viscoso recorre agresivamente las calles –de sur a norte y desde aquí y de todas partes- agitando el silencio y las cortinas, las puertas de calamina y centrifugando el aire somnoliento de las casas. Por los costados se abalanza una chúcara ráfaga de tierra volatizada, impetuosa, sobre la tarde hasta hacerla naufragar. Se escucha el golpeteo chillón de las calaminas sin clavos ya y las vigas escurren su sonido de rendición. Los portazos a la distancia impulsan a la gente a embutirse más en sus casas. Un mediano remolino se ha metido a bailar una cumbia solitaria con no sé qué melodías en media sala y sale coqueta a hacer lo mismo en el corral, esfumándose raudamente avergonzada. Allí va el mismísimo diablo, sentado y empanzado de la risa. Al fondo, el fogón se ha avivado y una ola de ceniza se dispersa bullente intoxicando el corral. Hay una alarma invisible, sintonizada y denunciada por un cacareo concertado intercorrales. Es la enunciación de la lluvia inminente que quiere jaquear a la tarde, remeciendo su quietud, pero aquí no pasa nada. Eso es algo normal aquí; aquí mañana todo volverá a ser igual.
Dicen que la balsa de Cajaruro se mandó río abajo con la vehemencia de un otorongo desenjaulado, con veintisiete vadeantes. Al otro lado del Utcubamba hay gente tiritando, el agua está desafiante, arremolinada y se siente su embestida contra las chacras amarillentas de arroz y dispuesto a tragarse al más práctico de los prácticos. A lo lejos, se han escapado de la iglesia las tres campanadas roncas de la tarde y el sonido se escucha muerto en el parque, tragado por el viento y absorbido por el rumor disperso de las hojas. El viento silva, restregando los techos de las casas, como si quisiera pegarle un tajo decapitador. Huele a pescado frito con yucas sancochadas y hay un reguero de olor a pan de manteca sobre el pueblo, escapado del horno de don Berna.
Se escucha un cascabeleo achacoso de la superestructura del techo del mercado a siete cuadras de aquí. De las calles, en la mañana polvorientas, han desparecido los mercachifles y todo cuanto rastro de fruteras pululaba por doquier. La avenida Chachapoyas tiene cuatro kilómetros de remolinos esparcidos y alocados que aparecen y desaparecen y una andanada de papeles y cachivaches -flotando en el aire-, crea el efecto vértigo de una licuadora a plena velocidad. Las revistas de comics de la peluquería “Okey” yacen suspendidas en el espacio a dos kilómetros a la redonda sin tener cuándo aterrizar. Los carros a Naranjitos y El Salado han perdido todos sus pasajeros y parece que no arrancarán hasta mañana, que todo pase.
Sobre el horizonte etéreo, un peñasco de nubes plateadas y negruzcas, flasheadas eléctricamente por una ramificación venosas de rayos y reventazón de truenos racimados, amenaza desprenderse de cuajo esa tarde con la fuerza de un río embrutecido. Seguro que esa tarde, como todos los días, el cielo le pega un baldazo de agua a toda aquello que se apoye sobre tierra.
El soplido quejumbroso de una solitaria corneta de panadero recorre fantasmalmente las calles desiertas y convulsas, se escucha difuminada y arrastrada por el viento, entreverada con el ruido de la tarde; su puntual y tenaz pregón del pan de manteca y cachitos y roscas, disminuye el miedo a la lluvia y abre un apetito locuaz.
Son las cinco y cuarentaiseis en punto, como todas las tardes, y el cielo se despacha una andanada sincronizada y nutrida de racimos de agua que termina por cerrar el telón oscuro de la tarde y abrir los latigazos de la lluvia sobre las cabezas y el rostro. Suena el traqueteo de las calaminas y se inicia el más grande espectáculo de acordes de miles de manitas que tocan presurosas y nerviosas el zinc de las calaminas como un gigantesco piano que silencia y apaga toda comunicación terrenal. Allí solitos, temerosos, insignificantes y contritos en un rincón de la tarde, esperamos el descargue de la furia inmensa y total. Una nube de vapor se levanta por encima de nuestras cabezas en un primer instante, inundando la atmósfera de un ligero frío inusual, que perfora nuestros huesos hasta hacerlos tiritar. Luego, la lluvia empieza a rampar y carcomer las paredes más altas de adobe y caña, a lamer la mirada triste de las aves en el corral y a peinar los árboles más mugrientos y oxidados. Ahora se puede pensar ancha y tendidamente. Hay una mirada de silencio entre las cosas y una dosis de nostalgia que ofusca la razón, se siente afuera la omnipotencia de la naturaleza demostrando su fuerza arrolladora, el espejo borroso me devuelve mi imagen frígida, gusánica, pírrica y vencida por el empuje de la resignación. Hay tiempo para regresar al pasado y quedarse evadido unas horas allí, pero la lluvia no permite ir al futuro, te aprisiona en la congoja, te mantiene actual –incapaz, inepto, inútil, vasallo-, te hace prisionero de su soledad y te arrincona su guadaña como asalto final a tu esperanza.
Se empieza formar riachuelos sobre riachuelos y lluvia sobre la lluvia, que van delineando un cauce frenético, improvisado y caprichoso, por intermedio de las casas hasta perforar sus cimientos y desatorar su estructura. La iglesia está hecha una mazamorra. La plaza parece una laguna de patos. El puesto de la Guardia Civil se ha convertido en una isla, que atrae como imán todo el agua del cielo. El colegio “Alonso de Alvarado” ha sido arrastrado unos metros con todo y carpetas. Pronto las sánoras rebasan su capacidad y hacen flotar hasta lo inflotable, arrastran palos, basura, perros muertos, monte, escarban lo putrefacto de lo putrefacto, cordeles de ropa y parece llevarse medio pueblo, pero no, eso es normal aquí.
El fragor de la lluvia arrecia cataclísmicamente en la distancia y aquí a unos centímetros de mis narices; Bagua Grande se ha vuelto una tinaja de agua, la tierra está ensopada hasta el pescuezo, las paredes de adobe parecen galletas remojadas a punto de deshacerse, los árboles temblequean desasidos de sus raíces y se bambolean inconscientemente, los nidos de las tórtolas han sido absorbidos por los ríos de lluvia, Utcubamba abajo. Las calaminas han sido martilladas y aplastadas por los trozos de lluvia hasta perder la forma de sus canaletas y ahora una carpa gris oculta el cielo y todos nos sentimos ahogados con el sopor del agua insípida, penetrando hasta en nuestros pensamientos.
La noche llegó apagada, silenciosa, cabizbaja y en cámara lenta, prendiendo un concierto fúnebre de grillos, luciérnagas, chicharras y sapos que a la distancia daban señales de vida entre los charcos y los matorrales de cushina. Se habían formado charcas que reflejaban como fosforescentes a cada pestañeo de la luna entre las nubes de reserva, allí más arriba de nuestras cabezas.
La mañana apareció consolada y escrupulosamente límpida de sus abluciones, pareciera que la vida ha vuelto a ser y ha resucitado más diáfana y rejuvenecida. La lluvia fungió de una gran escoba estelar que filtró del aire toda impureza e imperfección, dejándola desmaquillada, al natural. La gente camina como los saltamontes, dando brinquitos entre elusión y elusión de las charcas, los carros avanzan dificultosamente, zigzagueando y, aprisionados por el barro, patinan desesperadamente despidiendo un mordisqueante olor a llanta quemada. El sol ha salido con la fuerza bravía de un horno abrasador, como para las diez ya todo debe estar seco, como todos los días, a las once los carros ya soplan polvo con sus llantas y sus tubos de escape. Pero, ¡uy, ya se acerca la tarde y el viento empieza de nuevo a hacer sus piruetas matutinas! Una estructura polimorfa, compacta de nubes, empieza a delinearse en el firmamento y, caminando raudamente como sapos en huida, traen el rostro abetunado y esbozando una sucia carcajada.
EL GORDO CAMIÓN
Habíamos retornado por el mismo caminito de siempre, ahora lleno de cadillos, rastrojos y una fauna microscópica y mimetizada de rastreros se escondía en el ingente tapiz verdóreo. En tres meses había crecido la hierba elefantiásicamente. No se podía ver por encima de mis hombros, unas lagartijas doradas cruzaron raudamente por encima ¡ay, carajo!, están bravas, tienen hambre masculló, saltando, entre las ramas, Eloy, oye Antonio Montalvo y si nos perdemos, ¡uy mamacita me están persiguiendo!, no seas gafo, allí se ve la bandera, guíate hacia allá huevón. Habían llegado pocos compañeros: Vica tenía el pelo trinchudo, a Amílcar lo habían pelado y a Eulogio, su tío, lo había trasquilado con una tijera de sastre.
El profesor César nos esperaba en la puerta, circunspecto, dejando escapar su saliva como cerbatana, entre sus dientes. Era el primer día de clases y estábamos feliz por el reencuentro, luciendo uniforme nuevo, bacán, echa, los bautizos, ya pues no seas vivo a ti si te gusta bautizar, déjame que te bautice las Dunlop, conversábamos mientras el Nuevo escuchaba contrito, tímido, a un lado, se llamaba Chacho y venía de Ñuñajalca, vendía plátanos en el mercado los domingos. Faltaba Misho Flaco, lo habían jalado, ¿¡anda!?, qué te dije, estaba avergonzado y escondido en la fila del otro lado, no le hablen para que crea que no nos hemos dado cuenta, piña lo han sacado al frente a dirigir el Himno Nacional. Nos miraba lloroso, te dijimos Misho, estudia, estudia y tú primero está el juego, qué diantre me aprobarán, ya ves qué te dijimos. Ya no jugaría boliches, ni trompo ni matagente con nosotros, ya no iríamos a los mangos ni a las guabas, ya no más piratas escondiendo el tesoro detrás del árbol grande de la escuela. Se acabó para él los columpios y el subibaja, se iría a ellos pero ya no sería lo mismo. No se despidió nunca, pero se fue para siempre de nosotros y nosotros para él.
Pasábamos a quinto grado y todos teníamos once años, a excepción del Camión que tenía como quince, era el más grandote de la fila y pegaba a todos, tosía como una bestia y nos quitaba los panes a la hora de recreo. Nos echaba tierra y se ventoseaba como dragón, hacía competencia de pura brutalidades y él siempre salía ganando. Imitaba una risa draculesca y era tosco para hablar escupiendo. Pero todos nos habíamos aliado para darle una golpiza a la hora de salida una vez y desde allí lo hemos convertido en el más zonzo de los zonzos. Lo mandábamos a comprar y hasta se ponía de mesa cuando queríamos jugar. Hasta terminar la primaria lo tumbamos, como cuatrocientas veces con la técnica del torito y siempre lo mandábamos al suelo con todo su mondongo y su jeta de llanta. Era como su papá: rechoncho, ojón y cara de zapallo, tenía unos dientes chuecos, unos pelos gruesos y renegridos, una voz de tuba y era de Catacaos. Lloraba hasta regar la canchita con sus mocos. Lo volvimos muy maricón para pelear. Era un papanatas, un cero a la izquierda, al inicio. Pero se volvió buena gente, nunca se quejó, aguantó estoicamente y llegó a ser uno de los mejores de la promoción. Veintinueve años después llegó a ser el más valeroso de los tenientes del ejército peruano, se convirtió en todo un héroe al defender el Falso Paquisha, al otro lado de las montañas que siempre mirábamos por las tardes, hoy todos nos sentimos orgullosos de él.
Nos tocaba lavar carpetas y nos fuimos en filita hacia el río más caudaloso del mundo para nosotros entonces, el más bravío, el más atronador, el quiebracerros y el arrastragente. ¿qué acaso no habíamos visto cómo las culebras se iban paradas sacando sus cabecitas cuando se desbordó por en medio de las casas? Nos asustaba. Todas la mañanas radio “Marañón” de Jaén daba noticias sobre desaparecidos y flotantes en el río Marañón, uf casi llegando al Amazonas y luego al Atlántico, imagínense. Allí se moriría el Lolo ocho años después, se quiso reír del río nadando contracorriente y el Utcubamba se lo tragó de un mordisco para escarmiento de todos y lo botó 20 horas río abajo.
Lo hacíamos todos los años al iniciar las clases y casi sigo pujando en la cuestita, sube que sube y el Vica empujando y todos cayéndonos encima de las mesas, quebrándolas, quebrándonos, despintándolas, despellejándonos, ¡oye pelos de erizo, no seas así, y todos corriendo para hacerle un callejón oscuro, hasta dejarlo rojo como rocoto, le hicimos brechas y él seguía, una semana después del desbarrancamiento, quejándose que lo habíamos molido y que se desquitaría, que ya veríamos.
Habíamos rascado casi toda la madera hasta quitarle la pintura verde y la corriente se estaba llevando las mesas alocadamente. Ese día nos dieron un escarmiento de chapas, y, para rematar todo, la lluvia nos atrapó toda la tarde y la noche. Fue la primera vez que la lluvia nos encarceló aún niños y soportamos los latigazos del agua chispeándonos la cara pelada por la ventana. Dormimos sobre las mesas que no nos logró tragar el río. El profesor Cueva estaba más preocupado por nosotros que por las carpetas y a la mañana siguiente se formó una batahola en la puerta de la escuela con nuestros padres chapoteando en medio del fango y abriéndose paso entre la cortina espesa de la lluvia que se volvía más inmensa sin la salida del sol. El Negro Jetón lloró toda la noche, el Camión tiritaba en un rincón, Vica dormía con los ojos abiertos, Kong y yo empezamos a contar ovejtitas en forma intermitente hasta quedarnos dormidos en medio de una azotaina de la lluvia que amenazaba llegar hasta nuestros zapatos, Antonio fue más vivo se metió en el cajón de la vitrina donde se guardaban los fólder y cuadernos. La noche trafagó entre nosotros y allí me sentí por primera vez más minúsculo, casi una cucaracha atrapada en su covacha. No se pudo soñar con otra cosa que con la lluvia estrangulándonos, nos despertaríamos cuando el agua quiera tapar nuestras narices, porque sino, estaríamos fritos.
Ella entró con su cerquillo y nos emocionó a todos, se llamaba Imelda y su nombre se me quedó grabado para siempre. Me aluciné con ella, todos se alucinaron, éramos impúberes pero qué bueno sería tener un hijo con ella. No sudaba, eso emociona a todos, se ve un rostro serio y nos mandaba a todos. Era blanquita y tenía unos labios carnosos, coloraditos. Ella no se casaría nunca, le había prometido a sus padres, les había firmado un papel a los seis años con su letra zurda y su firma de espuelazo. Ella vive entre nosotros porque no sabríamos decir dónde desapareció terminando la secundaria. Todos nos quedamos enamorados de ella y ella nunca lo supo ni se interesó de ello, qué manera de vivir y de chotear a todos. Se mandó –finalmente los supimos- con Camión, sí con Camión y están viviendo en medio de la selva, comiendo paiches, ronsocos y guacamayos.
LA DEL QUINCE
Al fondo se ven desparpajados unos cuerpos caricaturescos y borroneados en mi lente carnosígeno sobre una lluvia de faroles intermitentes y una muchedumbre escrutadora, como que juzga ganado. Es una covacha primitiva alumbrada por rostros defectuosos, empolvados y aceitosos, “los turistas” de esa jungla tropical pasan husmeando carne perfumada y maquillada, ¡está buena! o ¡está raca!, es la resolución empírica, no es necesario haber ido a la universidad para ser buenos catadores y juzgadores y ni estar con el título de burdo fiscal o juez, eso se aprende allí con el apelativo de ficho o putero. Se confunden los olores de ruda nauseabundos, pichi y perfumes en el disparate más extravagante por atraer a más gente. Muchos ombligos y glúteos aparecen exhibiéndose, contorneándose, rumbeando en el dintel de las puertas, dibujando una sonrisa coqueta que quiere convencer y no convence, cara que se deja hacer y hace de todo, facilita, buenita, atrayéndote, ¡ven papacito, marido mío!, te espero, entra hacemos de todo ¿te acuerdas?, te atiendo como mi rey, vanamente unas con el semblante más triste del mundo, que no excita sino da compasión; otras, seguras que el lenguaje de su juventud hable por ellas y ahorren desaires; siempre una sonrisa, las más baratas, siempre puestas con la misma máscara de alegría complaciente y contagiante, ora tristes las que lejanamente cantaron victoria y ahora quieren ocultarse de sus antiguos clientes a los que no convencen, ora desafiantes en mirada y precios las más- más del putanar.
Un motor asmático se atragantaba en su agonía traqueteante, estando habilitado para atender a una veintena de focos le han puesto abusivamente en las ancas de sus caballos rocinantes un medio centenar de focos psicodélicos para alegrar y transformar la lugubridad pestilente en una noche sabatina, de lujuria y sordidez satisfecha.
Todas quieren ser charapitas, todas inventan su llegada de Iquitos, Tarapoto o Moyobamba, todas quieren ensayar el dejo sel-váa-ti-co para convencer bacán, sólo así se asegurarían sus veinte pases esa noche, todas quieren ser unas locomotoras de amor para arrastrar los vagones más inmundos y esperpénticos de la noche, olfateando el tufo de unos sobacos indomables y pezuñas rebeldes, con la mirada perdida en el techo y con el apuro eterno y salvador del “ya-ya-ya” perturbador que te baja los resortes a cero.
Es una noche más, pero el recorrido siempre es bueno para encontrar sorpresas – he allí la razón de ir aunque uno encuentre lo de siempre- y salir de la monotonía de esa ruleta viciosa de ver siempre lo mismo. Empezamos por las Orquídeas majestuoso otrora, hoy nido del silencio fetal y mierda, saltamos a la Colonial acaso con nombre identificatorio y aleatorio a sus ocupantes, ingresamos a la Tropical llena de jovialidad y de reñida competencia, jovencitas con poca experiencia y mucha ingenuidad, como las prefieren los cochos y nos adentramos a las del Túnel sin nombre, de más bajo calibre, donde tu poder adquisitivo de un Sol vale por dos y hasta tres doblado por la mitad, luces rojas, violáceas que resaltan la blancura de tu ropa transformando los harapos en pasables, jadeos y grititos posiblemente fingidos, sacan la cabeza para llamar en un momento desesperado en que no ha caído nada desde la mañana, un bikini fucsia resalta, pero al acercarse es una cuarentona con varios lunares de fantasía y un cuerpo que se resiste a la gravedad del tiempo para hincarle la carne, apagada ofrece unas caricias sensación y la pose multiespasmos, pero nadie se la cree, dicen que todo es pura finta, su rostro no la ayuda efectivamente, pasan, caen los novatos, el marketing falla por la mercadería misma no por la promoción. La novedad fue en El Túnel donde la luz de cada bombilla compite y pierde frente a la de un cerillo. Allí se ha formado una cola como para recibir donaciones, donaciones de amor robótico en raciones de a 10 minutos. El que va saliendo con sus recomendaciones y su sonrisa de oreja a oreja enciende y aviva la espera justificada e interminable, quién y cómo será, sólo sé que es la del cuarto asignado con el quince, la nueva de la cuadra, al decir de mi compañero Gonzalo F.
La anémica e indecisa luz no permite sino divisar el rojo bermellón de su atuendo de torera incansable que aparece y luego desaparece arremetiendo muletazos a los energúmenos de irrefrenables deseos, antigalanes de putanar.
Eran las tres y cuarenta y dos minutos de la mañana del domingo y la cola se estaba agotando. Oteaba con el interés picado de espera de un cazador, un cuerpecillo frágil de gacela, una sonrisa, sonrisa ..., dentadura, creí conocida, pero no, esas son huevadas cuando uno está templado como que todas se nos figura en la amada, sí era una conocida manera de torcer los ojos y los labios, será posible que lo escrito pueda expresar mi emoción... ¡Tere...sa, Teresita Barboza!, no, no, imposible, ella no me reconocería en mi nueva facha, me he dejado crecer las patillas a lo Jhon Lennon, ¡mi corazón está que se me sale por la boca!, tengo en el estómago una lluvia de rayos que lo han endurecido, ingresa el penúltimo cliente, un jorobado de Notre Dame chiclayano, carajo me tiemblan las piernas y estoy corriendo al baño, uf casi me saco la m antes de tiempo, con verrugas de Aniceto en la nariz, frotándose las manos en señal de “lo logré”, me comeré el mejor bocado, qué pasa: otra vez los celos enfermizos de antes, no puede ser, y él hay que sacarle filo a la herramienta, tú ¿y?, yo, no esta parece que ya se fue la semana pasada, me gustaba remontarme siempre como el salmón en el basural de mis recuerdos y creó encontrar cosas interesantes idesechables por mí, sólo por el tiempo. Mientras tanto, pienso en las ruinas circulares de mi memoria y la de ese viejito pendejo y copetón Borges y en mi irrenunciable enfermedad de noctámbulo, buscador de una vida alegre, cuando para otros el día acababa para mí se encendía la gran lámpara de la noche cargada de emocionante soledad y quietud de las calles, manchado por el chocolate espeso de la noche, que brota como apéndice displicente y el ruido melancólico, silencioso del tic-tac de mi interminable Olma, de la misma edad de mi abuelo: viejo siempre viejo de mi vida.
¿Quién era Teresa para mí y para toda mi promoción escolar? Mi trofeo, el trofeo más preciado en el colegio “Alonso de Alvarado” en Bagua Grande, el que era lubricado por el Utcubamba, gran mole serpenteante de agua, acaso el lugar con una gran jungla de estudiantes rebeldes, del que nunca llegué a serlo a pesar de mis vanos intentos hasta ahora. Tenía lo que tienen todas las mujeres: no sé si el mismo tamaño, cantidad, proporción, casi lo mismo pero siempre jamás igual, pero todas las mujeres no tenían lo que ella tenía: el encanto de hechizar y abobar a cuanto cojudo se enamoraba de ella, el descollante don de despachar a todos sin herir explicitándolo. No sería para nadie, moriría así, como una manzana silvestre detrás de un cristal prohibido: sabrosa y apetitosa para comerla, y todos nos contentábamos con verla invicta, sin mácula. Era su encanto y delicadeza de mujer intérprete, símbolo de las emanaciones féminas, su irrefutable don de saber decir las cosas exactas, pero sobre todo las ganas de hacer con ella una práctica de autopsia sexual sin pensarlo dos segundos. Su piel de peluche erotizador, sus desenfrenados y fieros labios de capullo abierto esta mañana con dos gotas diáfanas de rocío incólume, los desfiladeros perpetuos de sus pechos y su intangible, inimaginable e impronunciable secreto rosáceo. Qué no hubiéramos dado, en qué nos hubiéramos convertido por el tan sólo hecho de estar con ella. Escuchaba la persuasión y el halago más convincente, intentaba el más piedrón del colegio insinuarle sólo estar con ella, pero no y no, no había forma, tiempo ni nadie. No logré ni logramos estar con ella en todos los años desde que desapareció de mi vigilancia contumaz y mi atención irresoluta, aunque siempre en el velatorio de mi corazón seguía prendida la vela del recuerdo de su imagen: Teresa Barboza, la Techi que nadie conquistó y a nadie quiso entregar el repujado inapreciable de su amor y cuanto pueda ser tocado y alucinógeno.
La puerta se abrió, un destello violáceo encharcó mi rostro, el tipo que salía estaba sonriente como si hubiera cortado todas las orejas y los rabos en su noche taurolujuriosina.
¡!Techi Barboza!, grité para mis adentros y para mis recuerdos, ¿eres tú?”. Ella me recibió como a su príncipe (no me hago muchas ilusiones ahora después de saber que a todos los recibía así). Para probar, sin esperanza de recibir la verdad sino un seudónimo artístico, le pregunté por su nombre,¡imagínense su nombre artístico y su nombre real coincidían, era Techi Barboza!, para todos y para mí, pasajero anónimo y a mucha honra y me estaba contando haber decidido esa vida que siempre quiso ocultamente, esa misma noche después de 19 años de darse cuenta que nadie la amaba, después de un frustrado intento de decirle a un tal Nicolás que sentía un oculto e inobjetable amor, amor en silencio.
CAMINO A BAGUA
Me llaman Loco Tallarines, pero de verdacito yo soy Childre Hidrogo. Lo de mi chaplín es porque en el kiosko del colegio devoraba todo lo que era y se parecía al tallarín. Tengo diecinueve años pero todas las historias que le pueden pasar a uno de a cien. Vivía en la calle Emiliano Niño de Lambayeque. Y digo vivía, porque ahora me encuentro en este camión de carga, camino a Bagua Grande. Yo nunca he sido malo, por diosito. Nunca he peleado, claro que a veces he robado algunas frutitas y algunos huevos de gallina del corral de mi vecino, pero nunca he fumado como los demás del barrio.
En la primaria, mi profesor “El Chino” me consideraba poco menos que un idiota, porque le dejaba los exámenes en blanco, pero cómo iba a llenarlo si eran pura memoria, tanto nombre y fechas terminaban confundiéndome más. ¿Por qué no dejarán que contemos cuentos, mejor? La verdad es que yo nunca fui bueno para la escuela. Sólo sabía la tabla del uno y del diez, nunca aprendí de los verbos pluscuamperfectos ni qué ocho cuartos, pero no los necesité para impresionarlos con mis relatos de duendes que me los contaba mi viejita Ana en las noches.
Cuando pasé a la secundaria a empujones fue peor. Por más que me esforzaba, nunca pude sacar más de once, el cinco se me prendió y lo celebraba cuando llegaba a doce. Yo sabía, de verdacito, sino que tengo una manía de olvidarme todo al último momento y hasta parezco flotar cuando estoy delante de los demás. Después del examen y los nervios me acuerdo todito.
En Primero, la profesora de Literatura “Heraldos Negros” -apodo que le pusimos porque vivía siempre cayéndose-, me hacía quedar para ensayarme en oratoria, pero yo sólo aprendí a tartamudear y a turbarme más con sus técnicas.
En Segundo, me acuerdo que el profesor López , al que decíamos “Agüita de manzana”, porque tenía una habilidad especial de motivación para aburrirnos y hacernos dormir en plena clase, me llamó para leer ”Tristitia”. Yo no quería salir ni de vainas. Es que nunca he sabido leer bien. Además, con todos los muchachos frente a mí, me ponía a deletrear y me atragantaba con mi propia voz. Todos se burlaban. El profe insistió. Y yo volví a negarme. Sopló fuerte mi apellido como corneta, el salón se volvió cadáver y hasta hubo una vibración trastabillante en las paredes, mi carpeta se desclavó y sólo se escuchaban las pequeñas explosiones de la arena pulverizada entre sus zapatos contra el piso. Y entonces, rojo como la cresta de un pavo enfurecido, el profesor se acercó, me insultó con sus ojos de sapo aplastado y me arrecostó dos correazos en el espinazo. Fue terrible; después de ocho años aún me siguen doliendo los huesos. Yo aguanté como un hombre; peor era salir al frente. Ni le respondí ni lloré. Me quedé calladito calculadoramente, no más yo tenía trece años, no podía mecharlo como ahora. Ahora tengo diecinueve. Repetí tres veces y me jalaron como en veinte cursos en toda la secundaria –que no la logré terminar-, mi libreta siempre fue un tomate y me he decidido no volver al colegio, tengo fuerza para levantar un saco de arroz y ya me puedo ganar la vida.
¿Mi familia? Yo ya no tengo familia, Carlincho es un drogo, Aguas es un pandillero y mi hermanito menor está con tifus. Teresa se metió a trabajar en la mala vida, dicen que la vieron en el “Tamarindo”, eso me lo contó un amigo del barrio, pero yo no le creo ni lo creeré jamás. El Número sigue en la cárcel. Y al Zúngaro lo llevaron a la frontera, a pelear contra los monos y le volaron una pierna. Él era el único bueno. Tal vez sea yo también un mal hijo. No sé pero aquella noche de navidad, después que yo me había matado vende y vende empanadas, había comprado para mi viejita su panetón, leche y chocolate. Bien contenta se puso mi viejita. Ah, y también le había traído su vinito. El pollo le compró el Zúngaro, con lo poco que había pagado ese viernes don Chepe. Estábamos el Zúngaro y yo en la sala, cuando en eso llegó el Viejo, oliendo como siempre a yonque de noventa grados. Nos espetó adonde habíamos robado todo eso; nos machacó a insultos; revolcó al hermano bueno hasta dejarlo en el suelo como perro envenenado, temblando más de miedo que de dolor por los patadones. Yo me escapé por el techo como culebra y me zampé como lechuza en la casa del vecino. Estuve nueve días metido en la covacha del Caballa, oliendo a terocal y a humos extraños, pero se los juro por mi viejita que no probé nada. ¡Ah, qué semana aquella, eso me ha dejado un sello de agua en el cerebro, mi mundo se redujo a un miserable hueco oliendo a caca, desde allí el mundo es rata!.
Pero aquí estoy, camino a Bagua Grande. Estoy seguro que mi tío Nico me va a ayudar. Él es bueno. Él tiene un chacrón de café; siembra plátanos, siembra arroz hasta en las piedras. Seguro que me dirá: ¿Y éste?, ¿Qué hace aquí? No te asustes tío, le diré; no es nada malo. He venido para trabajar contigo en tu chacra. ¿Te acuerdas que me ofreciste darme chamba? Pero, ¿Y tu familia?, Preguntará. Por eso mismo he venido: quiero trabajar para ayudar a mis hermanos que están fregados. ¿Y tus estudios?, Dirá. No tío, le diré ya va a ver que harto le voy ayudar. Los estudios son puro cuento, no hay trabajo, dicen que hay más abogados que juicios y más ingenieros que casas, se pierde el tiempo, al final para parar de barredor o ambulante, mejor arranco trabajando. Las chambas son muy difíciles, son pura política, si no tienes padrino y si no eres de su grupo te fregaste. Y él terminará por aceptarme.
Fuerte es este camión. ¿Cuándo tendré uo?. Debe tener un motor de oro, porque su dueño dice que es su mayor tesoro. Sus tablas de algarrobo parecen de acero de cañón. Ruge como toro embravecido en las pendientes, y corre sedita como trompo en medio del negror de la pista. De aquí se puede mirar bacán el paisaje como si viera una película a color: árboles grandotes y pasto hasta en la punta de los cerros, hay subidas y bajadas largotas, es bonito pero da miedo, a uno se le suspende el alma y hasta la orina, se pude ver todita la campiña de Lambayeque, Mochumí, Illimo, Pacora, Jayanca, Olmos, Pucará, Chamaya, Corral Quemado y a la distancia una gran avenida de cocos nos avisará que estamos ingresando a tierras del arroz y el calor infernal.
Como a las siete del día, -según el chofer- vamos a estar llegando. Ya nos han cobrado el pasaje en el camino por si nos escapemos. Allá se ven pueblitos chiquitos, con sus calaminas alumbrando y los perros bajando de los cerros ladra que ladra. El sol ha salido bravo hoy, la tierra está húmeda aún, dicen que no ha parado de llover desde el viernes. ¡Bastante chacra hay por acá! Arroces por allá y por allì, todo parece lluvia, calor y arroz. Y ese río Utcubamba roncando, achocolatado y bravo como una gigantesca anaconda reptando en medio de sauzales y mohenas, parecen sus aguas bajar del mismo cielo. Acostumbra a traer palos y gallinas muertas de más arriba. Dicen que le gusta comerse las chacras, pero su agua es buena para la gente, todos la queremos, da trabajo.
Mis compañeros de viaje están cansados, demacrados y con los estómagos sueltos, debe ser por el sol, el frío del Cuello y la falta de almuerzo. La cena de anoche parece que fue gallinazo y no gallina como nos dijeron. La noche transcurría en cámara lenta al son de sanjuanitos y pasillos del Ecuador, expulsados de un radio Nivico, se volvió más inmensa cuando el chofer se detuvo para descansar una hora y aún más los recuerdos se salían por mis ojos. Se me vino de un tajo a la memoria todo el colegio y hasta estuve soñando con que salía al recreo, mi espacio favorito, allí conocí a Maritcita, mi hembrita.
¡Oh, Dios mío! Perdóname si estoy haciendo mal. Y ayúdame para que me vaya bien. Ojalá mi tío Nico me deje trabajar con él, no importa si quiere le trabajo gratis un año, con tal que me reciba. ¡Difícil es la vida de los jóvenes pobres! Bonito es tener una familia buena, donde todos se ayuden. Pero en mi barrio todo lo ven bronca y en mi casa todo es griterío, por eso yo me escapé. Ya no quería ver que el viejo le pegue a la vieja. ¿Habré hecho bien en escaparme? No traigo más que mi mochila de colegio, dos camisas y un pantalón con huecos. ¿No abusará más el viejo de mi viejita?, ?¡Dios quiera que no! ¿Qué estarán diciendo en la casa?, ¿Seguro que ya se dieron cuenta? Le voy a escribir a mi prima Jomara para que cuide a mi viejita mientras yo hago un poco de plata acá. Le diré que no se preocupen que yo estoy muy bien, que estoy haciendo plata y que hasta me he comprado una radiograbadora. Pero ¿y si me rechaza mi tío alegando que no le he dicho nada a mi viejo? ¿Y si me trenza a palos y me hace agarrar por los tombos? ¡No, qué, vainas! Voy a tener suerte, voy a chambear duro y curar a mi viejo de su vicio, para darle chamba sana a Carlincho, para sacar de la cárcel al Número y para traerlos mejor a la selva, aquí la vida es tranquila como agua de tanque, por diosito que le compraré su casita con agua, luz eléctrica y por qué no, su cocina a gas.
Las gotas de lluvia caen perpendicularmente, son pequeñas y ya no tienen el frío, son las últimas que va cortando la calamina lánguidamente. Hemos llegado, mi corazón hace bum-bum y creo que tengo un nudo de piedras atravesadas en mi estómago acalambrado, porfa tío Nico ten tu puerta abierta, el suelo está pantanoso como una cocha, los chanchos se revuelcan alborozadamente, las llantas van chispeando las paredes y abriendo zanjas de agua. Es domingo, es mañana y son las siete, hay mucho movimiento de negocio de animales. Las pezuñas de los caballos van batiendo el barro como mantequilla, el aire parece estar lleno de agua que enjuaga la cara, cómo ha cambiado todo, ojalá que mi tío Nico, no.
REGRESIONES
Faltaba una semana y ella todavía seguía allí, en mi sangre, coagulándola, aún no había terminado de releer la quincuagésima vez, su carta de 17 líneas. La llevaba como amuleto, cada vez que leía su cuerpo encontraba cosas nuevas, eso me animaba a seguir leyéndola indefinidamente en un círculo voraginoso.
Lo escuchó por Radio Chiclayo, su nombre, encabezando la lista de ingresantes, en un flash que duró del domingo al martes, ella se alegró, lo sabía, él sí ingresaba, desde el “Alonso” se veía, eso me conmovió y me animó a aspirar a ser el mejor. Le gustaría que le escriba, devuélveme la contestación de esa carta que ya tiene como tres años, claro que lo haré, ahora estudiaré Literatura en la U.
Jodido, se había vuelto a enamorar, de una victoriana bembona, una morochita que tiene hasta el alma caliente y anda por la calle dejando un rastro de arrechura y Maribel, oye Panzón, déjate de infidelidades: tu Flaca te va a ampayar y te vas meter en una...Tenía que ir al campo a hacer un taller educativo, era fin de semana y lo aguardaba. Es que me daba en la yema del gusto, sabía qué y no hacer, cuándo y cómo, algo que enseñé a la Flaca y ahora me tiene bebiendo de entre sus manos.
Había sonado la campana para ingresar, según lo supe después, pero yo seguía en mutis recordando a ese gallinazo turulato que nos cagó certeramente esa mañana desde unos dos mil metros justo a todos los que hacíamos el gigantesco farol de un barco, en junio, para el aniversario. Al fondo, más allá de la canchita de fútbol improvisada, se escuchaba el rumor sádico y embravecido del Utcubamba que relamía las paredes del peñasco que protegía al Colegio “Alonso de Alvarado”, con intenciones de tragárselo. Todos reímos embadurnados de una crema pastosa como mayonesa espesa y un olor al Tamarindo chiclayano. Si, era Carmen que salía al baño, cruzamos el brillo de nuestros ojos, sin decirnos nada, diciéndonos todo en una fracción de segundo con un mohín, ella también lo sentía, ella también no quería que el año escolar acabara. Le quedaban dos años y lo haría en el Sofía de Chiclayo. Sentí por encima de su sostén la exultación de toda una mujer que ya atraía miradas concupiscentes, sus caderas se habían ensanchado ese verano, porque el año pasado cuando tenía catorce no lo noté. Doce años después en la ciudad universitaria en Lambayeque, la volvería a ver como aquella mañana de diciembre de 1986 en Bagua Grande, con su mirada inmutable, insudora, ante las miradas que la seguían oteando como radar justo en su prominente trasero gelatinoso.
Ese día llegó Cien de Cajamarca de un Encuentro de Estudiantes Universitarios y se enteraron de todo, me miró, me miraron, me miré a mí mismo – y qué, no tengo derecho a enamorarme o quieren que sea chimbombo- y me dijo con su mirada, traicionero: pero qué podía hacer si a todos nos tenía en pindingas, que no ven que hasta los profesores se les chorrea la baba. Yo no soy de palo, entonces ¿por qué lo de Fierro?, aah, aah...
Pollo Gordo fue nombrado jefe sin ser líder. Esperó que todos salieran por el roche. A veces los compañeros terminan siendo tus imperdonables apuñaladores. No tenía mérito académico, pero sí muchas rodilleras, era un lameculo de primera por eso está donde está y hasta cabro resultó ser. Todos sabían quién era, pero por estar en sus manos aguantan todo. Indudablemente era una buena táctica hacerse el duro e inflexible, exigente hasta no más para hacerse temer y apantallar ser buen profesor, qué sofisma.
Kong, uno de los abanderados académicos de la promoción, estaba sentado en las barras, no se por qué se había quedado como yo, mirando el suelo, como queriendo leer y detener el tiempo. Allí pude darme cuenta por primera vez que los detalles más insignificantes de las cosas suelen ser los más nostálgicos y los más relevantes: una carga de lapicero ya usada para el examen del día anterior me había llamado la atención, allí había una microscópica copia fabricada por la mano experta de Pollo, el blanquiñoso del aula, estaba hecha de tal manera que haciéndola girar tenía una caracterización completa de las partes de la célula: tenía tal manía por todo lo miniaturizado.
Fue el loco Gonzáles que se robó el examen de Fundamentos Biológicos de la Educación. Fue la hazaña más grande. Ántero, cuando vio que todos tenían 19 y 20 no lo creía, nadie ni tantos habían logrado esa hazaña. Por algo, en la Facultad de Medicina Humana, los 20 son inexistentes. Todos confluyeron en mi cuarto, pero todos faltaron a su promesa de hacerse que equivocar para no despertar sospechas, todos querían asegurar el curso con la máxima nota.
La encontré asoleándose en Piura, su visión fue fugaz. Apenas me habló. Ya no había remedio no sería mía jamás. Tenía tres muñecos y ya se inmutaba, y los recuerdos apenas le hacían efecto, ya transpiraba, ya no obcecaba, pero eso sí aún sigue recordando el almendro y aún sigue esperando las 34 líneas dizque por la tardanza y por ver si seguía escribiendo cartitas de amor como en el Alonso, allí detrás del colegio o en las barras de enfrente.
Ese día tomamos todas las fotos del mundo, reímos, lloramos, nos pintarrajeamos la camisa, el slam corrió raudo, al fondo el árbol de almendro, la huerta de rabanitos, el burro que se tragó la cosecha de maíz de Paloma Loca, la tía del kiosco que nos corría con su cuaderno de deudas, el beso que le quise dar a Heidi con la mirada, la magistral dramatización de Paco Yunque, el profesor “Cueteado” de Literatura Peruana, las achocolatadas aguas del Utcubamba y el verde tapiz de caña brava que inundaba la ribera, allí nos bañamos más de cinco años, cuando aún empezaban a salirnos los pelitos en el pubis, allí miramos a Teresa desnudita con su potito y tetas rosaditas, un día después de Educación Física, entre las ramas, no te muevas carajo, no hagas bulla, nos pueden ver, se bajaban el calzón despacito mirando a todos lados, hurañas como las tórtolas, el sostén bermellón, wua-wua, todita, se echaban agua, chapoteaban, el sol les caía perpendicularmente, nosotros emboscados, rampando ¡ay, mierda!, era una ortiga, la roncha me duró una semana, pero valió la pena, buscando el mejor ángulo, desde allí ya no puedo dormir ni hacer el amor sin pensar en los glúteos níveos y duritos de Teresa, allí dejamos en el vaivén de las olas algún escupitajo o semen de masturbación solapada. Más allá estaban las chacras de Tiraboche, donde, desde la Primaria, Eulogio convirtió su bestialismo zoofílico por las burras en una obsesión, allí se la tiraron por primera y única vez a Charo, una negra con un futuro corporal prominente y que al poco tiempo de salir del colegio, murió por la picadura de un maligno tábano.
Facundo tocó la puerta, era media noche para los demás, pero nosotros empezábamos con la ouija. Estábamos preguntando por la virginidad, invocamos a Baudelaire. Lucho Yomona quería conversar con Vallejo. La noche estaba medio rara, la noche anterior me había dado pesadillas. Tenía que estudiar y Tarzán, dejen estudiar mañana qué irán a contestar en el examen. Abandoné el juego y fui a la máquina de escribir, todavía no había pasado el trabajo y seguro que ellos creen que ya lo hice, no me lo perdonaría ni yo mismo. Nadie nos debe ni puede ganar. Esa noche la maquinita traqueteó hasta el amanecer: escuché toda una sinfonía de ruidos, al fondo, te invocamos dinos si .... está pito...
Tuve un sueño anoche con mis regresiones al Alonso, prendo mi Pentium IV, son las seis y veintisiete de la tarde, afuera los niños juegan, pasan los carros de la U. Luishino, estuvo hace un par de horas, como siempre trotando sin saber a dónde ir ni por qué ni para qué.
Desde principios de abril tratamos de lucir lo mejor, Kong, yo y Jamil competimos no sólo por alcanzar las mejores notas, sino en agradar en simpatía y vestir, a Sandra, Carmen y Heidi, hermana, tía, hermana, para él, para mí y para Jamil. Planeábamos el futuro con barriguitas, barbitas, hijitos, casotas, carrotes, para el 2010, viviendo felices en medio de la selva nororiental, Ingeniero Mecánico, Escribidor, Ingeniero Civil.
Ese día en la Casa del Conde Drácula, era domingo y el plazo para Lundero vencía el próximo domingo. Tenía un tema en mente: la quemazón del Puesto de la Guardia Civil en Bagua Grande en 1979. Me puse como enfebrecido a redactar y de un tirón de tres horas me salió lo que muchos deben haber leído en el Lundero del mes de abril de 1992. Fue una historia justa, llena de vivencias juveniles. Por si nadie lo sabía yo tiré la primera piedra y después vino el diluvio, sí carajo, se hizo justicia.
La mañana que me desperté desnudo por primera vez con mujer en la Casa Museo de Lambayeque, me dio miedo sentirme marido, quise siempre ser amante, se me vino a la mente Teresita al ver a Mary, con su cordón rojo como el mío, chaposita cuando me dijo “quisiera quererte, pero yo me he casado con Dios” y me quedé muerto de miedo competir en amores con Dios. Ella tenía aún puesto su uniforme blancogris mientras volvía a la realidad.
Tuve que ponerme un autoparte, la clase de literatura, mi favorita, el análisis de “La Casa Verde”, había terminado.
Ocho años después, lo decidimos por amor a la cuasimujer de Coco, Juana, él, Bardales y yo, ella, su encanto, nos impulsó a darle al Chato, profesor de inconfesables mañas e ínfulas académicas, una paliza: de embarrarlo, con pintura roja le pondríamos “Monstruo violador, en el aula 82 de la universidad,”, anocheciendo, y lo jodimos, el Chato nos miraba receloso a la mañana siguiente y más muerto de miedo, temblaba como epiléptico, que lo ayudáramos a encontrar a los culpables, y Bardales, jódete enano de mierda, bestia, y Coco huevón quería chocar con mi hembra y yo recordando la lectura por quincuagésima segunda vez de la carta. Carmen cruzó el patio y se dirigió a su aula de Tercero “A”, ese día supe que le vino su regla menárquica, lo vi en su único barrito, y me quedé con el olor a su sangre hasta el día de hoy.
Es un acto masturbatorio, de goce como sólo puede serlo en privacidad, un alivio, un encuentro con tu yo, con tu duende, escribir. Escribir la nostalgia y el recuerdo de tu imaginación, tus salpicados sueños. La literatura es una palabra mágica que enciende pasiones y emociones, sólo en aquellos que creen y viven en ella y no necesariamente viven de ella. Creo que la literatura no se debe enseñar; se debe enseñar a sentir sí, quizá más imposible que el primero, se debe leer y vivenciarla para luego recrearla. Nadie puede enseñar a escribir a nadie, cualquier fórmula es pura charlatanería demiúrgica ... ellas se pasaban jaboncito por su ombliguito, su cuerpecito lleno de burbujas, se cuchicheaban malcriadeces, se comparaban sus vellitos, se pellizcaban los senos y se ríen con una carcajada rabelesiana – ¡ay carajo, ahora es un zancudo en la espalda, conchadesumadres,! shit, aguanta carajo o nos ven!- que llegaba hasta el cielo, claro nosotros ya estábamos allí esperando, cerrando los ojos y viendo que Teresita nos ofrecía sus capullitos rosaditos para hacer lo que querríamos hasta cuando queramos....¡uff¡,¿que hora es?, ya van a ser la siete, los niños tienen que ir a la escuela o llegarán tarde... ¡Childre a levantarse!.¡Jomi, tú que eres la más regañona!.
ABUELO, CUÉNTAME UN CUENTO
(Mención Honrosa en Lundero 1994)
Roxana vive cerca de aquí. A pesar de eso no teníamos amistad. Estudiábamos en mismo colegio, por eso conservaba una subterránea esperanza de que algún día lograría hablarle. Ambos estábamos en cuarto de secundaria, pero en distintos salones. Ella era hija única en su casa, por eso vestía siempre nuevo y bonito, la mimaban. Pero en el colegio era el elemento barbullador, era blanca, carita de niña, sus cabellos rojimios cubrían su espalda; pero lo que más llamaba la atención eran sus contorneadas y amplias caderas y la voluptuosidad sensacional de sus glúteos. Tenía unos futuros alimentabebés maravillosos para su edad: turgentes, duritos y grandísimos. Cuando hacía Educación Física todos la mirábamos con expectante interés. Pienso que hasta el profesor la miraba con satisfacción y deseo bien disimulado. Era allí cuando se la veía en toda su irradiabilidad sacralizante: la blancura de sus piernas perfectamente lampiñas y su brasier sufriendo porque se le escapaban de maduros sus papayas gigantes.
El colegio distaba a unos tres kilómetros tomábamos autobús para ir al colegio y regresar a casa. Cierto día, que no lo olvidaré, salimos del colegio, tomé un vehículo y encontré a Roxana en él. Estaba atiborrado de gente. Íbamos parados. Ya cerca de ella no supe cómo actuar. Me habló por primera vez en un “¡Hola!. Le dije entredientes igual. Me abochornaba de que ella me hubiese enseñado a ser más amigable. El vehículo se detuvo en una esquina y recogió más gente. El estrechamiento era cada vez mayor y no pude evitar el rozamiento de mi piel contra su cuerpo libre. Noté su dureza elástica almacenando su tibieza fermentada. Sentí su respiración exultante muy cerca a la mía. Percibí el perfume suave de sus sobacos eróticos. Ausculté de soslayo su garganta rosada. Olí el champú semidiluido de su cabello. Saboreé la transpiración lenta de su espalda con perfume a bebé. Excogité... su presencia desnuda en el morbo de mis sesos, de leche y jazmín. Advertí todo su cuerpo vaporoso a miel ardiendo con el mío. No le dije palabra alguna. No sabía qué decir ni qué hacer, callado me defendía mejor. Estuve en un colapso lexical: no recordaba ni la primera letra del abecedario, ni a las vocales. Me olvidé de hasta cómo me llamaba y no sabía qué estaba haciendo allí. Estaba anonadado por su presencia, hasta que ella, como tratando de crear luz en esa tiniebla humana, me preguntó: “¿Ya han rendido los exámenes del segundo bimestre?”. “No... no... aún no”, le contesté agarrándome de las palabras ingratas que me habían abandonado titubeando alofónicamente sin saber si lo dije o recordaba que lo había dicho. Continué acogotado y ella se percató de mi nerviosismo y timidez. Y luego reanudó preguntándome que cómo iba en mis notas, que si aprobaría el año, que si me gustaba el baile, que si había visto la película... Le contestaba con monosílabos, insultantes a su iniciativa. Hasta que ella me hizo una pregunta susurrada al oído que me dejó turulato y constipado: “Y las mujeres te gustan ¿flacas o gordas?”. Palidecí y sentí un nudo de maderos atascados en mi garganta y un entumecimiento de mis tripas. “Vamos, yo sé que te gustan -volvió a torturarme con picardía y atrevimiento-, ¿y yo?”. “Sí, sí... no sé”, le respondí con un tembloreo, sin conciencia exacta de lo que decía ni de ante quien lo decía. “Yo sé lo que le gusta a los hombres”, me volvió a decir a furtiva y temí de que alguien nos oyese. Pero el ruido del vehículo y los desaforados gritos anunciando próximas paradas y volteadas, apagaba todo eso. En otra esquina bajó por fin gente pero ¡subió el cuádruple! Estrujamiento. Calor. Apretones. Me aprisioné más a ella ante una brusca acelerada. Luego de unos minutos, eternos allí, me di cuenta que mi mano estaba en territorios cálidos y en extrañas arenas compactas y tersas. Ella como si nada. Me miraba y sonreía levemente, embrujándome. Inconscientemente estuve ablandando y descifrando un pulpillo resbaloso, calculando su diámetro parecido a un ojo de venado, era como media tapa de limón agrio, granulosito, como un chisguetito salpicón, ocho meses después lo supe, eso se llama pezón.
El estólido cobrador pasó y a su paso hacía que la gente se estrechara. Cuando ocurrió esto entre Roxana y yo, la sentí ya en mi encima, montándome tal vez, compartiendo lo suyo con lo mío. Sentí que su cuerpo engomado ya no se desprendería del mío. Su piel quemaba y me transmitía mensajes que mi cerebro descifraba a una velocidad ultrafantástica. Y mi mano izquierda, empujada por la brusquedad del cobrador, fue el trasero de Roxana encallando entre hito e hito, venciendo la elástica resistencia de su tela. Su piel bajo su falda gris era resbalosa, brasa, nervio cuajado y podía recorrer nítidamente los bordes de su ropa interior. Estuve avergonzado y sonámbulo. Miraba diluídamente las figuras de los niños saliendo alegres y presurosos de su colegio, a través de las ventanas rotas, no hubiera podido reconocer ni a mi padre en ese momento. Ella parecía como si nada ocurriese. Luego de cierto momento sentí que una mano se apoyaba en mi muslo, pero no le di importancia a ello. A pesar de mi turbación me inquietaba el calor de esa mano y curioseaba por saber de quién era. Hubiera querido que mis piernas tuvieran ojos para no moverme de esa posición tan agradable. Miré con recato hacia abajo y sorpresa ¡era de Roxana! No me hizo sentir ya nada extraordinario tanto tiempo allí. Pero poco a poco, centímetro a centímetro, esa mano vivaracha y ondulosa se aproximaba hacia mi cosa. Esa acción hizo que todos mis sentidos convulsionaran y toda la sangre desertara para poblar mi cabeza que la sentía crecida como un zapallo gigante. Sentía desfallecer, que mi sangre pronto reventaría por mis poros. Notaba claramente una ligera y suave presión acariciadora sobre mi cosa ya abultaba y dimensionada como garrote. Ya no podía creer que todo era algo casual. Estuve así largo rato, sintiéndome transportado al limbo celestial, flotaba en el aire, hacia esfuerzos por no desmayarme. Ella me miraba electrizada, me hincaban sus grandes y desaforados ojos marrones, y cándidamente me insinuó: “¿Es grande?” “¿Quién?”, le pregunté, me miró risueña, sonrió maliciosamente y me dijo: “Nada”. Me confundí con la pregunta.
El vehículo volvió a detenerse en la esquina, cinco cuadras antes de casa; ella hizo un giro sobre sí misma e iba mirando las calles. No supe porqué lo hacía, pero ese giro me permitió tener a sus nalgas encajadas en la concavidad existente entre mis piernas. Ella iba fingiendo depresiones en la pista y movimientos del vehículo para contorsionarse y dar giros cortos, en redondo, horizontales, verticales y de arremetida. Esta situación era incontenible. En cualquier momento iba a explosionar. Ella iba quejándose de los huecos de la carretera diciendo a cada momento,“Cuándo arreglarán las pistas, deben arreglarlas...” ¡Erupcioné! Un torrente acuoso inundó mi pantalón y se estaba saliendo silencioso por entre la falda de ella. Lo sintió y suspiró. Yo sudaba, ella reía; bufaba tragándome el bufo, ella musitó un ¡oh! lejano, telepático y sordo.
Cuando bajamos fuimos cómplices de la situación. Su falda tenía un ruedo húmedo. Diría en su casa que como le tocaba Formación Laboral alguien derramó la goma en la carpeta y ella se sentó por casualidad.
Pasaron tres meses. Ahora lo hacíamos en el baño del colegio, en horas de recreo. Lo seguimos haciendo todos los días en la cocina, en la ducha, en el jardín, pero ya no tan a menudo, porque ahora es mi mujer y vamos a tener ya dos nietos, el primero anda que me jode preguntándome: abuelo, ¿dónde conociste a mi abuelita? ¿Qué fue lo primero que le dijiste?0 ¿y qué te dijo ella? ¿y tú que le respondiste? ¿y ella qué te contestó?... y cómo quedaron, vamos dímelo, por qué te quedas callado, malo, ya no te escucharé cuando me cuentes cuentos de Perrault, le voy a decir a mi abuelita que me lo cuente lo que tú no me quieres responder, ya verás que ella me lo contará todito.”
CHILDRE NO QUIERE HABLAR DESDE ALLÁ
(3º Puesto Juegos Florales Universitarios 1995-UNPRG)
Tuvo razón desde el inicio, pero nadie se la dio sencillamente porque no se la querían dar. Tuvieron que pasar 47 años para llegar a decir lo que siempre quiso decir o tal vez en el transcurso de ese tiempo lo vino fraguando letra por letra: “En vez de criar estos hijos hubiera criado perros y gatos y hubiese sido más provechoso”, lo dijo sin ningún empacho ni barruntos de retracción, peyorativamente. El tiempo da la razón a los que creen en ella. Los hechos viven rebasando a los hombres y a la opinión pública golondrina. Ella sintió el detrimento de la violencia donde otros veían la normalidad. El abuso no nace, lo generamos, por ello no debemos esperar que nazca la justicia que, cual espada de Damocles, la elimine. Autogeneramos una conciencia igualitaria de funciones y decisiones entre padres e hijos. Todo eso lo filosofó, pero con otras palabras, sin categorías, con solecismos, sin coherencia, con estoicismo, la madre.
II
“¡Recoño!, Childre, boludo, baja, sal, masha huevón, no te hubiera traído a Moyobamba”, le despachó lisurotas farfulladas, a corridas, el que se hacía pasar por amigo entrañable, el Paiche, un charapo tozudo, espécimen dadaista, de respetable complexión, rostro argentado y sonrisa lúdica. Se lo decían al mismísimo cáustico, teósofo y nihilista Childre, en persona, allí en media selva temeraria, donde todo el mundo contenía la respiración ante su presencia, hasta el inequívoco demonio que lo había engendrado. Pero lo aceptó porque las palabras venían del Paiche y sí que lo dijo con firmeza invectiva y coraje como nunca nadie se hubiera atrevido a hacerlo y viniendo de él, su inseparable compañero de andanzas, el único que lo pudo comprender en esta vida, creyó por un instante que tenía razón. Acababa de degollar miríficamente al capataz maderero, al que todos moteaban “Gañán de pueblo” por atreverse a dirigirle unas palabras subidas de tono, al nuevo trabajador. “Así aprenderán estos abusivos explotadores a escarmentar y sabrán lo que es trabajar que no es lo mismo que mirar y mandar”, hablando y haciendo, como lo había aprendido de su padre, y la motosierra opalina encontró el último cartílago solferino que sostenía la cabeza, obstáculo baladí de su bronco estrepitar. Eso era la selva. Como tumbar un tronco. Allí una vida apagada es como la muerte de una gallina: tiene exiguo valor y se le da nimia importancia al “entierro”, como botar plumas al basural, pero para que no moleste el olorcito, mejor al Mayo, para los zúngaros, los pempes y las carachamas.
III
Con el dedo escribió el nombre en el aire, Ana a Magda. ¡Venía Childre, de la selva, con plata, con la barba montuna, como nunca! Doña Gloria recibió la noticia en jerigonza, la misma que usaban en su juventud con la ahora su comadre Carmen. Era su hijo que llegaba a verla al mismo tórrido y canicular rincón de Bagua Grande (se había olvidado de las visitas y de lo que éstas significaban). Le embargó una añoranza nostálgica de sus primeros años de mujer abandonada, pero las recientes noticias sobre uno de ellos, de él, le causó una desazón que tuvo similar efecto actitudinal como si llegasen a posarse los lábil arroceros en el papelillo esperpéntico del corral: poco o nada de importancia.
Ingresó a grandes zancadas y medio sobreparó ante la figura amorfa, diluida y fantasmal de su madre con un gesto apenas de salutación. Ensayó una mirada perpendicular amagada de irrisión que condensaba muchos “buenos días”, muy buenas noches, ya vengo, voymes y ya estoy aquí”, y le lanzó, por encima de su transparente e hirsuta cabeza, una retahíla de palabras crudas con desenfado y desparpajo del que se siente seguro de su poder económico. No hubo recibimiento. Fue una venia sólita: como si acabara de salir y volviera a ingresar: habían transcurrido desde entonces trece años, vividos minuto a minuto. Entró a la cocina humosa, impregnada de carne chamuscada, espantó a las alimañas, al cuarto (el mismo olorcito de la ropa almidonada y la trascendencia eterina a naftalina - ¡bah!, se sintió niño, transportado por el recuerdo de la fragancia.), abrió la puerta del corral, Natalio, el otrora pollino, zarandeó, flemáticamente, las vencidas y sarnientas orejas. Regresó a la sala: rara y diferente; todo estaba con la misma disposición, pero... el tiempo. Sólo simples miradas para comprender el estado de ruindad y senilidad total; pudo más el recuerdo dulcificado de los buenos tiempos y salió y regresó, enrestrillando un cigarrillo Presidente, de los primeros que fumó y lo hicieron toser hasta vomitar. ¡Vivan los dólares!, gritó melancólico y lacrimoso, acordándose cuando no tenía ni mierda que comer, mirando desde la puerta cómo otros se ahitaban y él, algún día cuando sea grande me compraré mil aviones y acaso, por qué no, un pueblo prefabricado más grande que Bagua y quizá se traiga las cataratas del Niágara y jaloneadas las pirámides, en helicópteros gigantes, desde Egipto y el Palacio de Gobierno y si quería el Huascarán y el Misti y todos los rascacielos de Manhattan. Llenó la casa de gritos y provisiones; los objetos despertaron aletargados, la puerta de entrada contestó chirriando con un genuino quejido humano, las calaminas desentumeciéndose y las gallinas clocando con mansedumbre empática. Compró la misma clase de adornos, nuevos, y los sustituyó por los depreciados, incoloridos y ausentes. Imaginó los que faltaban para rellenar la fantasía de su pasado reminicenciado por la magia del tiempo y caprichosamente pagó ganas de antigüedades. Repuso el venadito de cristal que alguna vez hizo añicos y se acordó que aún le dolía el espinazo por la molida que recibió de su padre, de esto se originaría la osteopatía que él ni nadie se explicaría con certitud hasta el mismo día de su muerte fueguina. Se dio el gusto del deseo de toda su vida: una guitarra argentina, con cuerdas irrompibles y una acústica insuperable. Hacía tiempo que no experimentaba ese calor de hogar, de conformarlo, de hacerlo. La vida había sido dura con él o tal vez él tuvo que ser duro con ella, quién sabe. Él era de los que se resisten a dejar de ser para que otros sean. Nuevamente -por tercera vez consecutiva- se dio cuenta que era un hipocondríaco, por temporadas, incorregible.
IV
Silenciosamente pagó las deudas contraídas por su madre –sin que ella lo supiese- en más de dos lustros, olvidados en su historia personal. Era tiempo de descanso y así estuvo, recostado toda una semana en el tronco que alguna vez le sirviera como mesa de estudio. Releyendo contumazmente unos fragmentos opacos y rotosos de Rimbaud, el poeta francés incongruente maldito que él siempre admiró y trató de emularlo. Retrotrayendo su amor platónico, de adolescencia, Ivette, una petisa de 16 años, insuperablemente bella para todo aquel que no fuera amante de lo bultoso, con sus curvilíneas cejas diseñadas electrónicamente y su nariz egipcia, la única mujer en el planeta que había logrado dominarlo por su carácter sulfhídrico y todo porque estaba obnubilado hasta la obcecación. Pensando (... en el Hostal Kalú, en la habitación de arriba, en Chiclayo, en los “ayes” del recinto del dentista, amable y locuaz. Era su época de universitario y enamorado de la chica flirtera que subía meneándose, no amaba, lo había descubierto hace poco aunque lo sabía desde hace tiempo, pero la máscara de la ilusión lo había cegado, a nadie, sino que se dejaba amar, quería tenerlos a todos, para olvidarlos después: - ¡No me hables así, por favor!... Soy un ubicuo maldito, ¿y qué es eso?, no creer en nadie, ser como se es, me gusta besar tus manos... Nunca pensé que volveríamos a estar así... me habían hablado mal de ti, yo quería hablarte, tú no te defendías... ¡¿Quiénes?!... No te voy a decir y él ¡desgraciados, maleteros, envidiosos, si uno hace ‘por qué hace’, si uno no hace ‘por qué no hace’, y ella no me importa, me gusta estar a tu lado, quisiera volver a lo que fuimos antes, y él, enfurecido,: me las pagarán, nos veremos encontrados en algún remanso de las horas, yo tal vez esté mientras tanto en el bulevar de Momparnast, y ella de Chiclayo a Francia, loco, y él por mis huesos, terminaré Literatura aquí en la Pedro e iré a San Marcos para el Postrado...). Se sentía feliz porque había encontrado a los mismos animales del corral. Su madre se había encariñado con las gallinas que, por más que las necesitaba para colorear sus días incoloros, era como matar a un familiar para obtener unos trozos de carne endurecidos por el tiempo, apolilladas y entristecidas, y después quedarse solita sin tener con quién ni a quién darle las quejas de lo difícil que estaba la vida. Estaba nostalgiada con ellas: Teresita, Margarita, Jimena, Toñita y Pancho, el gallo de gallos, el padre de todos los existentes en Bagua Grande. Ya no era rentable seguir alimentándolas: ya no engendrarían ni engordarían, hacía tiempo que habían rendido el máximo que se les esperaba y vivían hasta entonces, desplumados, cascarascosos, con sus cacareos desafinados, monocordes, por milagro, para alegría loca de Childre. Mientras tanto ¡Cuántas cosas habían pasado!.
“¡Miénchica! El Bagüinito”, las Cucardas –chilló en medio de su sueño, en la habitación familiar, un tanto rara ahora... tenía que acostumbrarse: el cambio hace difíciles las cosas al inicio. Un compacto y mordicante olorcito oxidado le trajo el recuerdo del lupanar que en él era asociado a antiguas flores muertas, ruda cocida y hedorosa, a perfumes baratos de efectos retardados y desgastados y contaminados de transpiración sudorosa, sexo, meados y semen del local de las Cuca, desaparecido en su ausencia. Bagua creció, pero aún gravitaba el recuerdo imperecedero de Toti, la ardiente hetaira dipsómana que amaba a todos, la que adoctrinaba de entusiasmos y sorpresas lenitivas, porque adoraba el placer: ella había nacido para eso, para complacer a todos complaciéndose. Se rumoreaba que todos sus grititos escandalizantes y sus espasmódicos gemidos eran espontáneos y originales y que hasta, a veces, se olvidaba de cobrar. Aún recordaba su primera vez, tenía 15 años, nunca había visto a una mujer desnuda y Toti se le abrió a filo de daga la blu, se quitó el bra danzarinamente, se bajó la fa en cámara lenta y dejó que él le quitara el cal con los dientes. La recorrió haciendo meandros húmedos, le gustaba, despacito, suavecito. Allí se le coaguló la sangre; espetó su contextura huesuda y rectilínea, arrombada, con su mirada inquisitiva, tratando de sintonizar su libidinosidad. Escrutó su ombligo saturnino, albo, lampiño, perdido en un espiral de rosa invisible, mientras sus ojillos de cangrejo parecían salirse de sus cuencas. Eran otros tiempos. Toti debe estar abuelita o quizá bajo tierra, abonándola y él allí, cansado de la vida, concluyendo de una vez por todas que el sabor apetitoso por esa mujer se gasificó cuando logró poseerla sin dificultad, por un puñado de monedas de a Sol y comprendió que el gustito y su ricura estaba en la búsqueda, en el sufrimiento y cuánto más difícil mejor. La vida le había enseñado, entre tantas cosas, a pensar que “cuando uno no se come todavía a una hembra está todo huevón, acojudado, idiotado, es decir enamorado: se endiosa a la mujer y se convierte en una figura inalcanzable, nos parece misteriosamente lato ese secreto que lleva entre las piernas, un simple coño abocardado finalmente, como el de todas. Pero cuando uno logra comérsela, nos llega al sexo, aquí el misterio se acaba y con él la expectativa, las ansias díscolas y ahora nos echamos a la empresa de develar otros misterios sepultados en el recato y el pudor. Ahora él estornudando forzosamente para arrojar los moscos que se refugiaban en los hoyos de sus ventanas, ensanchadas y desgastadas por frecuentes catarros, a punto de morir, nadie había visto el boquete virulento que tenía a la altura del pulmón izquierdo, engusanándose. Cosas de la selva, de los sicarios, de la droga.
VI
“Vamos Childre dime de una vez por todas ¿dónde está eso? Si te vieron que la maleta vino repleta y no has gastado sino la quinta parte y esto es; yo te estuve aguaitando varios días por las hendijas y habían muchos manojos y lo que encontré en tus pantalones apenas sí significaban un fardito –esperó por centésima vez una respuesta a sus tediosos monólogos, pero no- yo te conozco Childre ya darás tu brazo a torcer así fue tu padre él cedió a los trece años y medio y yo sólo vengo pidiéndote apenas seis años para siete mira que ya se me acaba la plata los vecinos ya no querrán fiarme la del bolsillo ya no hay ahora estoy viviendo con lo que tenías escondido en la basta de tu pantalón que por casualidad... tú sabes. Dejó el ramo de crisantemo y flores silvestres hurtado de jardines embellecidos, en el maceterito humedecido por los aguaceros sesgados y salió apresurada porque el guardián iba a cerrar la puerta del cementerio.
Empezaba a llover y por encima de esta cortina natural se perfilaban llamaradas evocadoras de toda una vida con un rosario de desprecios, olvidos, sufrimientos, hambres, maltratos enceguecidos y acallados por ese tiempo inveterado. Y se dijo, entre sollozos contritos: si no he muerto, no es porque le tengo amor a la vida ni fobia a ella, es que creo que vivir es un reto y llegar hasta el final es el desafío irónico que te tienden las trampas de la injusticia y el olvido de tus seres queridos: es necesario vivir para demostrarle al que nos puso este reto que nuestra fuerza está en la debilidad que creen que tenemos. Abrió la puerta. Era hora de almorzar. Tendría que seguir postergando este rito esporádico de sentarse a la mesa para no perder la costumbre del recuerdo olor a comida de otros tiempos, como siempre lo vino haciendo desde hace 47 alfeñicados años.
OBSESIONES A MIL
Desatención y cumplimiento a medias de sus obligaciones: las francesas son metódicas y exigentes, y él no había nacido para tanto, en su cuarto atiborrado de libros yacía ebrio de literatura, con sus gafas cada vez escalizadas en mayor proporción, fue hace veintiocho años, me acuerdo... levanté la cortina para cerciorarme y ella estaba allí..., ya no podía aguantar el vómito ¡las autoridades del Perú son una mierda! Levantó la cortina y se cercioró, estaba allí impávida; sólo lo hacía porque desde días atrás había sido atrapado por una manía enfermiza, amnésica: la inseguridad de lo que veía y escuchaba, no recordaba si lo había visto, o se imaginaba haber escuchado, antes de ahora. Percibía sus asmáticos sibilantes ronquidos, con la boca semiabierta, afeada, como serrucho viejo y achacoso. Cómo pasaban los años y con él también se iban las prístinas ganas impetuosas, que qué iba a estar así, hartado, en el primer año que inició todo eso como por sueño a colores, congelado y en desarrollo intrínseco. “Hasta la miel hostiga, había oído decir: él y la mujer es como la miel por eso que ésta miel ya sé qué sabor tiene, quiero probar otras, ¿acaso en el cambio no está la emoción?, monologó”. Gironeó en el aire un papel invisible, conjuncionó la puerta y dejó atrás a la que en otrora no hubiera dejado por nada en el mundo: “todo pasa”, masculló -¡pero cómo olvidarlo!, hay la necesidad vital de recordarlo y llorarlo para estar feliz de lo cojudo que fuimos un tiempo, lo conduplicó en marcha hacia la puerta de salida sin detenerse ni en su avance ni en preocuparse por saber sobre la coherencia y veracidad de sus pensamientos expelidos casi fisiológicamente. -¡plang!
Nunca imaginaron que su felicidad estuvo tan cerca durante media existencia. Hasta que una tarde plúmbea, el Zúngaro se fijó en el rostro hierático, acerquillado y la piel cobriza, aduraznada, de Arianna, la selvática irreductible, más que de costumbre, y se encontró con el rostro de la felicidad luengamente, esperada, llena de huecos sugestivos, miradas brillosas, insinuantes, que suplían a las palabras. ¡Miércoles!, inspiró y se disuadió entre la concavidad de sus pulmones y el bazo. Allí estaba. Tardamos tanto en saber lo que tenemos, mejor dicho en reconocerlo, nos resistimos en dar crédito a lo nuestro porque el efectismo de lo ignoto y lo foráneo es más subyugante: lo grande es misterio, lo importante permanece oculto, pensó, sin ser filósofo ni leído, masticando y delineando su sintaxis, escrutando cada detalle y movimiento curvilíneo de ella. Su piel durita, como toda las charapas, sus crenchas proporcionadas equitativamente, sus labios bromurados y descapullados en permanente desafío, su nariz combada, finiquitada en una rectilínea convexidad y su temple inmarcesible, incontrastable, reseteado de incógnitas que hacían guardar prudencia. Todo eso lo tenía de arriba abajo, desde antes, desde siempre, desde que se perfiló mujer una mañana de otoño de 1987, que nadie sabe cómo irrumpió en el almuerzo, cortante “yo soy recta” y tiró todas las muñecas y abandonó las parchisadas, entonces reafirmó su zurdería: ser diferente a las demás, la conocerían desde entonces como “Aria la zurda”, en el colegio. Ahora era diferente: la miraba con los ojos del amor. “Cuando uno se enamora se vuelve idiota”, le había dicho el Paiche cuando le confió su experiencia en el Puerto Cajaruro pertigueando la balsa: -somos así; que acaso no sabes que el amor lo azonza a uno: ve belleza extrema donde no la hay, nos hace convenidos, calla Paiche tú sólo eres pura teoría, jamás has amado ni te han amado, hablas hasta del silencio, de lo que te imaginas..., yo amo a Arianna, ¡Yo te amo Arianna!, porque es hermosa, honrada, hacendosa y quiere tener unos ocho hijos, justo lo que yo pienso, allá tú, entiérrate vivo, Zúngaro, llegamos, empieza la tarde a despuntar con su bandada de pájaros fantásticos, es temporada del arroz.
No hubo nada qué preguntarse, se conocían tanto, hasta sus mismos pensamientos y propósitos; sabían todo el movimiento de la casa, de lo pasado y lo planificado. Sólo se escuchaba unos acezos expectorantes e ingrávidos que convulsionaban la atmósfera espesa de la tarde fulmina, donde hasta el respirar se hacía en cámara lenta. Los abrigaba el silencio confiado de las puertas atracadas con chontas y los volvía a la realidad las convulsiones espasmódicas reprimidas durante años aletargados de indiferencia, ¡tontamente perdidos! Se enfrascaron en conciábulos empáticos en una vorágine de preguntas con respuestas sincréticas: que por qué los humanos sufren, que por qué no se unen todos los infelices y forman una gran cofradía para corresponderse y adiós infelicidad. De afuera evolucionaba el fondo paralelo de dos boleros “Egoísta” de Guiller y “Marabú” de Lucho Barrios, tenían el mismo volumen, elegía el segundo por ser más bohemio y evocador. Balbuceó que se quedará quieto, ella y él para qué y ella así es mejor, chists, alguien viene, mirando por la rendija, ella es el chancho que ha entrado a la sala a comerse los floreros creyéndolos de verdad, seguro que luego se comerá las alfombras, dañino, malacostumbrado. Solitos, descubriéndose tímidamente, ella lo había visto alguna vez bañándose en el corral, al pasar, tuvo vergüenza que lo viera que lo estaba observando, mas no de lo que oteaba porque estaba motivada de curiosidad por conocerlo, fue a esconderse para ver sin que la vieran, pero mala suerte: ya estaba cambiado, ya habría otra oportunidad, ya sabía la hora, ya había descubierto el ángulo discreto.
La de ellos era una historia circular, como lo es la del mundo y sus cosas. Donde parece que no hay nada que descubrir y de pronto encontramos la importancia y la felicidad en las cosas más pueriles y fútiles, aparentemente inexpresivas, insignificantes. Él la había deseado cuando aún era niño; por aquel entonces era un ideal demasiado grande, imposible de alcanzar, vedado de tocar. Jamás imaginó que le fuera tan fácil el imposible, ahora la tenía con las piernas abiertas, jodiéndola disrrítmicamente sin los bemoles de la cortesía e instruida de la frase que acompañaba y regía su vida “en el sexo no hay pudor”. Le fue un placer nunca antes experimentado en su realidad de sufrimientos y desazones; ahora no atinaba a diferenciarla de la onírica, imaginativa y alucinante en la que por lo menos son felices los pobres. Ahora la veía como la imaginó, anexionada de intimidades indecibles, sibilina, descifrada y descubierta, había hallado su apoteosis, la gloria de los túrgidos copos de nieve irradiando su magia de calor y el bombón aterciopelado de su refractario y elástico vientre desnudo aureoleando mórbidos y cerúleos sentimientos concupiscentes. Tiempo después, hablando sobre esto el Zúngaro argumentaba que no era lo mismo refocilarse con una mujer a quien amas que con una a la que sólo se la toma por deseo y por juerga, te apoyo Zúngaro le dijo el Paiche, ahora viejito y lleno de arrugas que entorpecían su reconocimiento: mariposeando su vaso en el aire, con cerveza negra, “es más rico la primera vez ”las posteriores son intentos de copiar la primera...” contabilizando las botellas vacías y pernoctando el ritmo de las chupadas de su cigarrillo, a punto de quemarle los dedos, el calorcito chisporroteante le indicaba abandono. Sigue Zúngaro: claro que él sabía, había estudiado en la Universidad, era un chamullero y hasta pasaba por un zahorí; el Zúngaro: claro, este hecho volitivo de poseer a la segunda es la que llena de armonía lenitivas y exquisiteces a la sensorialidad humana en sus ansias apodícticas y díscolas. Ahora veía como imaginó, desbordado su crapuloso y fablático deseo, besándole la ingle irrefrenablemente, observando glaucamente sus pelliscones aguindados y su monte de la diosa del amor, rubio, desafiando la virginidad de sus intrincadas marañas veraniegas con sabor saladito de maní.
Aria, la apocopó, voltéate: tienes varios lunares, ella, sin aspavientos, giró como un tornillo, restregando su alifeada y voluptuosa espalda; ella: Oh, te gustan, con un rictus de complacencia y risueña, él sí, no muy grandes, así están bien, parece escarcha, dicen –ella- que cada uno significa un chape que se tendrá en la vida, él amuecándose irritado, celoso, ella abrazándole haciéndole besitos chiquitos de aquí allá, zalameándole, diciéndole que no se pusiera así que sólo lo hacía de juego, yo no me los puedo ver, me han dicho..., él, súbitamente, con atropello, ¿quién?, ella, tímida, sorprendida, ya metí las patas, demorando para monosilabar resumidamente, estaba delatada: él, él ¿quién él?, ella el primero –no había más remedio, tendría que decirle la verdad-, él cuándo fue, ella, que cuando tenía catorce años y estudiaba en el Santa María Reina en Chiclayo, él ¿nunca tuviste miedo quedar embarazada?, ella no porque todavía no me enfermaba, él ¿cómo?... –mirándole fijamente entre las cejas, era su secreto, descubría si mentían, leía el lenguaje en las niñas, nunca falló- pero si eso ocurre a los doce o trece, ella, acodándose con la almohada de linopillo, hundiéndola, depende a mí me vino a los 16, esta en Quinto, fuimos dos las últimas, La Madre nos preguntaba desde Primer Año en el curso de Planificación Familiar que quienes habíamos manchado la truza con sangresita estábamos aptas para procrear bebés, levantaron casi la mitad –ay, que le disculpara, le había aruñado sin querer-, yo las miraba de reojo, para atrás, Bianchi, mi vecina, se ruborizó cuando se dio cuenta que la miraba y sabía su secreto, quiso bajar la mano y me sonrió, se abochornó. En Segundo levantaron como treinta. En Tercero y Cuarto sólo quedábamos como seis, allí me empecé a avergonzar. En Quinto levanté por fin junto a un chica que se sentaba última en la fila de mi derecha: me dije por fin me normalicé y me igualé a las demás. Me dolió la cabeza dos días antes y vomitaba, no fui al colegio y al ir al baño me asusté estaba empapada de eso..., ¿qué es eso?, ella tú ya sabes, de... tú sabes no te hagas, bueno, me sentía incómoda al inicio; ahora poco, uno se acostumbra y hasta se olvida. El yo creía que nunca lo habías hecho. Ella tengo frío, ya es de noche, cómo pasan las horas, hazme masajes, bésame la espalda, me gusta.
Una inusual brisa estival recorría el tumefacto ambiente vespertino utcubambino, el valle enseñoreado de infiérnico por la tarde, con cierta dejadez remolona, por nada, tratando de olvidar tiempo. Bocaneó un collage de figuritas fantasmagóricas de fugaz morfología, en el humo, “no fumes cariño, te hace daño”, él es la costumbre, me permite concentrarme y hacer perogrulladas mentales, ella ¿piensas en otra, todavía en la bagüina? Si ella no te quiere como yo, ¿ya no le gustaba?, ¿no te importo, verdad?, estás dejando de quererme ¿no?, buscándole la mirada que le esquivaba, él no sé, ha pasado tanto tiempo, si hubieras sido un poquito más difícil hoy serías mi trofeo, ella que qué más quería, le daba cariño, amor, que era suya desde que él quiso y como quería, no entendía a los hombres, cuando se les es fiel se portan pícaros, él el mundo está desordenado: existen los que no deben y faltan los que sí deberían, es la tríada de infelices: uno va adelante en busca del ideal que no existe, su príncipe azul, que a su vez es ideal material del que va en el centro de su búsqueda y alcance, pero éste a su vez no ve que hay otro detrás que lo quiere, nadie se detiene, el de atrás sufre por su inmediato posterior y así viene un encandilamiento hasta formar infinitas cadenas de frustrados por incompatibilidades, ella te pareces un frenólogo. Empezó a quedarse dormida y le susurró quedito recordándole la canción: despiértame antes de irte.
Se columpió haciendo volutas, fingiendo estar cansado. No iría. Se había acostumbrado a eso: a ser mercadeo recreativo, le apasionaba ser sencillo como los más sencillos, no importaba lo que dijeran sus compañeros, al fin nada uno era libre de hacer lo que quería, ya estaba grandecito para que se le dé consejos. Ella en vez de molestarse se puso mal. Ya se barruntaba que la quería soslayar, por más que ella le hacía corralitos. “Dejémonos así”, le dijo él tratando de calmarla, ella yo quiero ser feliz a tu lado, no se podría ¡estaba enamorado de otra!.
Dejaba un rastro de perfume de unos cinco metros, la había conocido en Lambayeque en temporadas aventuriles y se había enamorado sin que se diera cuenta ni se lo propusiera, con quien jugando y bromeando, era “Yessenia” su perfume favorito, una agua de colonia francesa con efectos afrodisiacos, tenue, suave, se perdía entre la pituitaria y el pensamiento. Iba asociada siempre a la edad y al recuerdo de ella, a sus mohines elegantes, de niña caprichosa, misteriosamente barbulladora y de hechizo mortal: nada ni nadie se le resistía. Ese mismo perfume lo olería 14 años después en la sierra central del Perú haciéndole naufragar de felicidad y nostalgia, la imagen de Arianna aparecía cinematográficamente, de 17 años, todo confluyó, sus recuerdos rayanos de polluelo inmaduro y proyecciones azarosas, caminando por el Parque Venus, con su garbo deportivo, altivo, rígida y sus mejillas lívidas, con la mirada adusta, con el cielo encapotado, electrocutado de miríadas, azul-grisáceas, remolinescas farfallosas.
Le recordaría, una mañana en París, queriéndose olvidar del Perú, pero cada vez más cerca de sus recuerdos que lo hacían melancólico y enfermizo, que todo significaba esa torbellina época: así le fue el colegio, se enfermó de nostalgia y quería volver a él vestido con su mismo uniforme, añoraba el colegio, al Bagua Grande lugar donde estaba enclavado el más famoso de los bares “El Bagüinito”, mítico, envestido de una leyenda de desaforos, desgracias, todo el pueblo está asociado a su imagen, allí chacchó coca don Matapericos, el Childre, el Paiche, personajes epónimos de los cuales se hablaba todo el tiempo, como sus héroes de la bohemia. Luego le vino lo de la universidad, material de recuerdos y un chisponazo de encontrones ideológicos.
Ya tenía un par de décadas radicando en París; preparando una clase, casado, le había crecido las patillas y había dejado que la barba poblara su otrora barbilla lampiña. La beca de Literatura: César Vallejo, le ayudó mucho y ahora frecuentaba el Café Selec y había conseguido un apartamento frente a la Plaza Francia, allí sintió las ganas de vomitar una frase –escuchó el tamborileo de unos pasos acercándose y un ¡plang!, su mente empezó, a una velocidad ultrafantástica, a rememorar en su archivo y era el mismo, lo había hecho él a Arianna y ahora sentía que su mujer lo abandonaba por su irrefrenable pasión por la infidelidad.
A ESA HORA DEL DIA
(Mención Honrosa en Lundero 1992)
La noticia se diseminó gaseósica por todo el pueblo. Algo indecible se agitaba, la brizna escasa, el remolinito en la esquina y la música opaca, las piedras cuarteadas por el irreverente sol del mediodía. Nubes de polvo flotando en la Marginal. Un ambiente de infierno, ingrávido, denso, tumefacto, hasta el respirar se tornaba dificultoso. Las calles silenciosas y desiertas, los papeles perezosamente se dejaban llevar por no sé qué fuerza del aire inexistente a esa hora del día: cartones, plásticos, cáscaras de toronjas, hojas muertas de girasol, periódicos viejos. En la esquina principal del pueblo, la de los mercaderes y las escasas diversiones, el tiempo se había detenido vencido, nadie sabía con certitud qué hora del día era, pero todos estaban con la idea acostumbrada de ser la hora del castigo, la hora del sol miccionador que, radiante de furor y henchido de cólera, azonzaba a la población. Un grupito de niños jugaba silenciosamente, casi sin ánimos en una vereda descascarachada. Era julio, mes fiesta del pueblo y de la patria. Una manada de caninos garrapatosos, empolvados, famélicos y de colores terrosos perseguía irrenunciablemente a un par de macizas y corpulentas perras que estaban en sus días dispuestas, desatando sus perfumes concupiscentes, luciendo su abultada vulva bermeja que llamaba lascivamente a la horda de vagabundos, todos se empujaban y pugnaban por estar cerca olisqueando tan apetitosas señales eróticas, gruñidos y mordiscos se sucedían intermitentemente, todos mostraban sus puntiagudos dientes asesinos, y su aspecto más hosco. Un perro azabache, corpulencia de mastín, de ojos tenebrosos y faite, dominaba a la comparsa de llamativas acciones, nadie se le acercaba, nadie lo molestaba so pena de una revolcada de mordiscos. En todas las esquinas se arremolinaban los perros. “¡Qué barbaridad –exclamaba, con escándalo púdico, doña Concepción—esto es una plaga de mañosos, sucios, cochinos animales!” Por donde uno se cruzara se encontraba con el espectáculo callejero incensurado de estos animales apareando desfachatadamente ante la mirada curiosa e indiscreta de algunas gentes. “¡Zape, animales de Satán, sinvergüenzas!”, vociferaba, gruñendo, doña Carmen, otra beata, anciana cascarrabias, desde el balcón de su casa, haciendo ademanes de alcanzar con sus manos y hacer pedazos la escena que manchaba sus ojos y poblaba sus oídos de cosas que nunca escuchó como lícitas.
Allí en la esquina más concurrida, donde ocurrían todos los sucesos, pero a esa hora desierta, subrepticiamente se habían llevado a cabo unos acontecimientos violentos: un disparo de Smiht Wesson, sórdido y seco, habían cegado la vida de un soldado. Era la hora más triste para morir, ni siquiera la noche lo era tanto peor como algunos lo pueden creer, pues ella era un alivio para los habitantes de esos lares, la tierra se enfriaba, pero a esa hora del día era un horno gigantesco, todos caían en una modorra y aletargamiento lánguido, era mejor dormir, pero dormir con tanto calor, qué locura, mejor ir a las orillas del Utcubamba. A esa hora del día morían las amapolas y sus vástagos en el parque y en los jardines. Esa hora era dos horas pasadas del mediodía, cómo olvidarlo, no había ganas de vivir, pero morir a esa hora el sol castigaba a Bagua Grande por no sé qué maldades cometidas por los primeros habitantes; las calaminas crujían, los árboles penosamente se marchitaban y descolorían gimiendo de sed, el agua innecesariamente se evaporaba, la ropa lavada se secaba en media hora hasta quemarse y el agua del cuerpo se escurría como en un baño soporífero.
A esa hora del día a nadie se le hubiera antojado formar una gresca trapisondana, pero a esa hora nadie hubiera despreciado un vaso de cerveza, en “El Bagüinito”, por supuesto. La cerveza corría allí como en el Utcubamba el agua impetuosa; las cajas eran vaciadas como la avidez casi de la vida; qué premio más agradable a esa hora del día. Y eso era posible, consumir lagos de cerveza, porque las cosechas iban de bien en mejor. Don Matapericos había cosechado 70 fanegas de arroz por hectárea y multiplicado por 30, ¡uf!, era un buen año, a celebrarlo en El Bagüinito, ¡viva!.
“El Bagüinito” estaba en su punto, atiborrado de gente, la cerveza regada por el suelo, los fuentones de cashcas sudadas, el tufo de tomate avinagrado de los embriagados, los eructos agudos y sonoros por el ají rocoto, las chapas de las botellas tapizando el piso de ocre rojizo, un vaso con cerveza residual, lleno de colillas de cigarrillos Arizona en la primera mesa. Un borrachín, de los que viven de mesa en mesa mendigando un vaso de licor, yacía en el suelo guturando palabras inconexas, extrañas y despachando un hilillo cristalino semicuajado por entre las comisuras de sus labios. El mozo de El Bagüinito, de lo más atento, el más vivaracho y astuto, con su mirada telescópica y nerviosa de carisma, de nariz rechoncha; su fama era tal que retenía en la mente la cantidad de botellas repartidas en las mesas del local, de inicio a fin, antes que acabara la jornada, aún antes que don Paulino, sabía el total de la venta y la ganancias. En el fondo, rincón discreto, casi para parejas, un grupo de soldados celebraba su primer permiso con una veintena de cervezas. Sonaba chilloso en el parlante del tocadiscos “Mil años” y todos expresaban su júbilo cuando veían aparecer las botellas con gotitas frescas y vivificantes por el hielo que refrescaban la mano y luego los reductos del intestino. Don Paulino sonreía de buena gana, su negocio marchaba sobre ruedas, esa fue su ambición desde que un año plagoso acabó con sus arrozales: El Bagüinito. De ir como iba en el negocio pronto vería cristalizar su segunda ilusión: “una casa rosadita” como en Moyobamba, había leído La Casa Verde y le fascinaba porque la obra concordaba en muchos aspectos con su vida y la de Bagua Grande, por ello quería seguir adelante con la misma idea que movió a don Anselmo. El tiempo transcurría cadenciosamente, con una tonelada de plomo en su lomo, un minuto era una hora allí. Desde el fondo avanzaban, líquidos y violentos, varios ¡uuuuurraaaaas! Un melenudo deambulaba de aquí por allá, petulaba su fuerza, jactábase de su valor y fanfarroneaba su hombría, pero nadie le hacía caso, nadie quería morir a esa hora del día. Por la puerta se divisaba el trote silencioso y filosófico de un burro cargado de latas con agua, iba describiendo una línea de agua a su paso, pero la tierra, como carbón de brasero reticente, lo absorbía tan rápido como caía. Ahora se escuchaba afónico y revolucionado a Iván Cruz, todos con el rostro embotado lo reclamaban a viva voz y lo imitaban trotando su compás, sudaban como mulas fanegueras, se sacaban las camisas empapadas y pegoteadas del sudor los más osados; los más recatados sólo se limitaban a desabotonarse y hacerse abanico con la camisa: todo era permitido en El Bagüinito, bailar, gritar, cantar, decir palabrotas, enamorar y tocar a la paisana tetona y meterle la mano bajo la falda cuando llegaba con la fuente de cashas humeantes, pero menos pelear.
El marasmo de la tarde llegó a su cenit cuando acostumbradamente las calaminas iniciaban su tableteo de desuntumación del zinc y junto a ello llegó abalanzado su fatalidad. Los soldados, ya sin dinero ni crédito, pedían licor, pero don Paulino ordenó a su solícito mozo no ofrecer ni servir nada mientras no pinten la marmaja y la gresca se armó. Los alardes de poder y dinero se escuchaban en toda la alcalina e intoxicada y polvosa sala. Luego vino la consecuencia y los estragos de la borrachera: la destrucción de las sillas, botellas y mesas. Don Paulino cerraba los ojos y lloraba en el alma a cada contrasuelazo de un objeto de su propiedad. El mozo, entrenado por la experiencia de esas familiares escenas, corrió a la Guardia Civil que distaba a unos 90 metros y trajo a un cabo lenguaraz y con los ojos inyectados en sangre, al ver que corrían los facinerosos satisfechos por la lavada de honor ante la afrenta de considerarlos insolventes, trató de atrapar al más despabilado y, al no poderlo hacer con las manos, lo hizo con 50 gramos de plomo duro al unísono del pensamiento. Le perforó y derritió el pulmón derecho y la sangre amó caer al suelo a borbotones confundiéndose con la fangosidad de polvo resecado de la calle. El estampido grueso y pesado, se escuchó en todo el silencioso pueblo espantando a las tórtolas y barullando la pereza del sueño de las gallinas en los corrales.
A los cinco minutos todo fue apiñamiento y espasmos de sorpresas de terror configurado de una máscara nitrática. “Han matado al cabo Mego” –gritó alguna conocida del infortunado que veía cómo se le escapaba algo por entre sus cuatro costados sin poder evitarlo-. Ahora sí se jodieron estos tombos abusivos y maricas. Los mataremos a todos, hoy. En ese momento un decibeleo de ochenta y dos marranos juntos dejó helados y paralíticos a todos y hasta los más valientes sintieron un peñisco furtivo en el corazón. Estaban sacrificando en el camal. “Pobrecitos –comentaban doña Juanita y don Líquido, de balcón a balcón—Estos matones de los carniceros la pagarán cuando mueran. Así tendrán que gritar. Cómo se les ocurre matar animales a esta hora, la sangre debe estar hirviéndoles en el cuerpo.
El lugar donde cayó el cabo se convirtió en un carnaval de sangre, cuajada y cocida por el lejano horno galáctico del sol, más parecía que había muerto naufragando en su propia sangre que por ígneos proyectiles. A las seis de la tarde, obligatoriamente el sol dejó de castigar el cuerpo embadurnado de sangre vidriosa y polvo. El ejército llegó en un convoy de tres carros repletos de soldados seguros para la guerra. Eran sus camaradas de batallón al mando de cuatro oficiales que habían sido radiados sobre el suceso desde Bagua Grande. Cuando vieron el cuerpo, inerme y acosado por curiosos, y por una manta de moscas de muerto, sus camaradas no pudieron disimular el infinito odio a la policía, las venas de sus brazos parecían reventar con la prensión del gatillo de sus FAL; sentían el aprensamiento hacia sus estómagos de un no sé qué impulso asesino y exterminador. Fueron a la comisaría y allí, el oficial más soberbio hasta unas pocas horas antes, parecía el niño más indefenso del mundo. Mudo y con el rostro constipado no atinaba a coger las palabras ni hilvanarlas. Fue objeto de la más dura rechifla de la población y casi fue bañado de escupitajos, siendo la amonestación más humillante de su vida, quizá la primera y la última, por tener esa práctica de la ley del armado: disparar sobre cualquiera.
Eran las 7 p.m. cuando se retiró el ejército con su prisionero más resguardado que el propio presidente de la República. La policía quiso cobrar sus bríos de otrora tratando de esparcir a la muchedumbre que quería saciar su sed de venganza por todas las tropelías. Las puertas de la policía se cerraron y se apertrecharon temiendo lo peor, pero confiando en el poderío de sus armas. “Morírán como ratas allí dentro, sentenció un paralítico en ruedas que dirigía los insultos, la justicia del pueblo es más válida y sabia que aquella acomodada y dada por otros que no pertenecen a ella.
Esa noche llovió torrenciales piedras de la tierra y agua reinvidicadora del cielo sobre la comisaría que se deshacía en llamas. Los guardias huyeron como conejos montaraces a los cerros cercanos dejando a los presos ocasionales en sus pútridas celdas y a la merced de las lenguas impetuosas del fuego purificador. Llovió tanto, relampagueó mucho, resplandeció tanto que a la mañana siguiente toda la ya excomisaría parecía un chicle derretido en un promotorio de algarrobos calcinándose dentro del horno de pan de don Sebastián.
UN MONOLOGO PARA CHILDRE
Su mirada abyecta delineó imaginarias elípticas, obtusas, de finesecualres vaivenes, calada de irrefrenable desprecio y desdén por todo lo que había a su alrededor. Eso lo sospecharon todos. ¿Quién no conocía a Childre, el irreductible legendario del temor y el espanto y la dormida serenidad, el que había escapado desde las mismas puertas del averno? Hablaba poco y eso le daba más misterio. Todos querían invitarle un cigarrillo para con orgullo decir algún día, “Childre, me aceptó un pitillo y vis sus manos curtidas de cerca, sus bigotitos imperceptibles y estuve respirando casi lo mismo que él”. Era una suerte que todos aspiraban, mucho más si conseguían arrancarle sus desconocidas palabras, escuchaba a todos, pero nadie lo escuchaba, sólo actuaba, nadie se atrevía a preguntarle por qué no hablaba, todo era de la boca para adentro. Metódico y muy ordenado, las cosas le salían tan bien como si estuviesen ensayadas una y mil veces para una función de gala y como si todo se pusieran de acuerdo para hacerlo : el tiempo, las personas, los animales. No era raro, era rarísimo. De cerca daba apariencia de una sencillez impresionante, de lejos tenía el áurea de la fama, d altísima peligrosidad. No era un malandrín, era un faite, un Robin Hood moderno: le quitaba a los ricos para darle a los pobres. Temido y respetado por propios y extraños por esa mirada aguilucha y de pómulos salientes con el vórtice cuadrado y sereno y crudo de los que imponen respeto sin mostrar cólera, odio ni jactancia. Su gran debilidad, las faldas. Decía que a todas amaba y todas ellas corroboraban su acostumbrado afán de contradecir a la creencia común: “el amor de los fieles es una falacia egoísta ; las mujeres necesitan ser amadas sin límite alguno, a veces sutilmente, pero también salvajemente en ciertas oportunidades y sin pudores algunos, en las formas más inverosímiles, vivir cada minuto como si fuese el último, al fin y al cabo el estreno de nuestra vida está unido al final de la historia de nuestra vida y tarde sería arrepentirnos cuando ya no podamos hacer feliz a nadie que se derrita en la frialdad de su calor”.
Él no tenía casa, ni lugar fijo, “nada nos llevaremos la otra”, era su frase favorita, aparecía en el momento menos esperado como una tromba, con su mirada filuda y vomitando fuego de sus ojos. Aún se recuerda su piropo clisé “Llevo tu imagen pegada a mi aliento, tu voz entre las arterias de mi corazón y tu sonrisa en el sueño de mi imaginación”. Tenía una voz didáctica y concisa, sin ínfulas inanes y un demonio carisma para despertar confianza desde el primer instante. Nada de artilugios ni fruslerías, su conversación era provechosa y siempre con ingeniosas y motivantes raciocinios para cada situación. Ese era el Childre de los baguagrandinos y con esa imagen dulcificada se quedó.
Nunca sospechó el más emotivo y eufórico momento de su vida que dos días más tarde encontrarían su cuerpo con el doble de su peso y hecho un colador humano. La suerte había sido siempre su aliada, era la misma suerte andando, pero ese día se olvidó de llevarla y fue fatal.
Se quedaría a dormir ¿no cierto, Childre?, masculló muy franelero, sin su acostumbrada reciedumbre para dirigirse a los demás el dueño del bulín “Las Cucardas”, un patiplano, cabeza de chope y corpulencia de pesista: “para ti será cortesía de la casa, como siempre –así se sentía protegido, no amenazado-, es tu casa, crotaleando los dientes y haciendo movimientos maxilares y tacitando a la Carmen Rosa, que se ganara el honor, de repente hasta de sacarle un hijo, como siempre lo intentaron todas, que no se perdiera esa irrepetible oportunidad de comerse ese mito, qué más quería, la suerte le llegó. Era como un amuleto, vendría más gente por sólo saber que ese héroe popular pasó una noche allí, cualquierita se moría por tocarlo y comprobar que palpitaba. Sí amigo, había elegido a la mejor conejita, ayer no más llegó derecho de Tarapoto y todavía traía el calor de la selva más refundida encima, ya vería que la noche le faltaría y Childre con una sonrisa apenas imperceptible e inhabitual: me preocuparé de no dejar mal parado a los hombres y con esta mano, enseñando su zurda, la principal con que hacía todas las cosas, detendré el tiempo hasta cuando sea necesario y me lo pida esta dama.
La RPG ensució el silencio de la noche, rompiendo su equilibrio, desintegrando las partículas de la noctívaga quietud. Distancia y tiempo se unieron para ser mudos testigos del descosimiento somático del inmarcecible Childre. Parejo, y con orden sincrónico salieron 317 balas niqueladas, nervioso se sentía el recargue de cacerinas casi con una nitidez de disco compacto.
Por allí sigue caminando todas las noches, correteando a los policías y a cuanto abusivo se quiere escarmentar. Nadie lo puede ver, pero todos los sienten como un ángel guardián: inmortalizado por el propio temor de las autoridades y su íntima cobardía.
EL ALMENDRO QUE TU OLVIDASTE
Fue el último martes de aquel mayo enfermizo y febril que la sorprendí laboriosa trasladando y transformando una bola bermeja en un corbatín gracioso, plano y atarrayado. Lucía su eterna falda caqui y su blusa amarillada por el tiempo umbroso, estaba junto al almendro descascarachado, esperpéntico y terrosos de su casa. Era la hora más hermosa del día: las cinco y treinta y dos de la tarde. Yo había determinado eso cuando aún estaba en el colegio, y lo hice del resultado de catorce meses de cálculos no matemáticos sino sicoclimáticos que nadie entendería. Esa idea se me ocurrió en una de las tantas tardes en que la emoción me subía a la cabeza y me temblequeaban las piernas al verla. Inicialmente no supe qué es lo que quería, pero se me antojó creer que a las cuatro de la tarde todo el mundo sería feliz por la suavidad acariciadora del tiempo trasnochado, pero no, el sol todavía era una amenaza, estaba bravo, fulgoroso, achicharrante. Luego me puse a observar el comportamiento de los árboles y el ambiente de la esquina del barrio: todo era silente, inmóvil, desganado, acobardador, pesimista, soñorrero, inanimoso, y para mayor singularidad observaba al viejo y desgarbado almendro a las cinco en punto y aún parecía condenado al martirio de destellos incesantes.
No. No era la hora para declararla feliz. Fue una tarde de Diciembre de 1986, la que siempre esperé, en que todo lo comprendí clarificadamente en una racha de luz intuitiva y comparativa: sorprendí descuidada a la tarde, indefensa, con una majestuosidad irreprochable que invitaba a explorarla y preñarla de sorpresas de cosas por vivir e inmediatamente gozarla, eran las cinco y treinta y dos de la tarde, la hora mas feliz, la hora en que Carmen salía devotamente a sentarse delicada y grácil a la sombra del achacoso y lúgubre arbolito. Por tres cosas será que determiné inductoriamente y comprobé todos los días que esa era la hora mas deseada: porque el sol enervado se ponía mustio, porque ella se dejaba ver impertérrita y adusta con el maquillaje natural de sus mejillas lampiñas y porque a esa hora daba ganas de hacer todo sin sentir tedio ni cansancio. En esa hora misteriosa aparecía ella augusta y cándida, por eso nunca la olvidaré en actitud beatífica y melancólica indolente y pecadora, mostrando su faz estirada, el carbunclo penetrante de sus ojos cenizos y el bucle de sus cabellos que la hacían una figura de singular evocación. El viento la adornaba para parecer sencilla, afable y sufrida. Diríase que despertaba a compasión verla de perfil acompañando al líquido cuajado del desangrante sol disputándose la primacía iluminatoria entre la maraña de nubes compactas que se precipitaban ineluctablemente a golpe seco a tierra sobre los árboles bermellonados de las colinas del cementerio. Allí sentada en la rodela del vetusto almendro, pudriéndose lentamente en vida, con las hojas enfermas cayéndose a segundos sobre su espalda descubierta, rozándola levemente, acariciándola con lividez y ella como si nada, indiferente, estoica al balanceo perezoso de los escuálidos ramajes, parecía todo ello su centro catártico. Aquel almendro que siempre amé porque lo asociaba, en su ausencia, al recuerdo de ella, desapareció un día para siempre. Estaba sarniento, maltrecho, el tiempo le había ganado la batalla, el viento lo hostilizaba en las noches, el sol lo martirizaba en las lóbregas tardes, estaba cansado de parir voluntariosa y pausadamente hojas y frutos que siempre resultaba abortos mulatos, pero no era justificación para practicarle la eutanasia si es que aún seguía valientemente de pie. Me contaron que fue un ritual burdo la tarde del domingo infausto de ese verano cuando lo vieron trastabillando indefenso ante los mordiscos del hacha manipulada por el que parecía sería mi suegro y que nunca lo fue ni lo sería desde aquel día. Me dolió en algún rincón más sensitivo de mi alma desnuda la noche que regresé de una ausencia de meses cuando creí que las sombras me jugaban a las desapariciones. Aquel vegetal añorado había sido cercenado y con el se llevaron mis secretos y un posible elemento reconstructor de recuerdos, de mis recuerdos felices junto a esa colegiala tímida, triste, lánguida y callada. Qué no hubiera dado porque ese arbolito remembrador siguiera un siglo más si a nadie hacía daño ni pedía nada; qué no hubiera hecho por detener esas manos de gorrión y esas ansias locas del eterno depredador de recuerdos. Bajo ese almendro nacieron mis primeros balbuceos de amor ; bajo ese furtivo follaje verdioscuro nos refugiábamos del silencio de la soledad filosófica y encantadora, bajo el techo empolvado de las hojas descubrí la inocencia edulcorada, sin estigmas maliciosos, de ella confesándose espontánea e inartificialmente, sin ambages, sin esos engorrosos convencionalismos efectuados y melindrosos, junto a ese tronco macilento, raquítico, nudoso y esquelético, contemplábamos y expresamos nuestra incipiente y elemental concepción de la vida que se reducía a lo que comíamos, a lo que éramos y a lo poco que teníamos, al lapicero Fáber bonito que ella había comprado el primer domingo de abril cuando regresamos al colegio y escuchábamos juntos desde el primer día la clase inaugural de Literatura Universal, hablando con desenfado, fuera de programación, de la mierda final con que había concluido Gabriel García Márquez su “El coronel no tiene quien le escriba” o comentando sobre el sexo sellado de la criatura Remedios la bella y su misterioso real-maravilloso final de ascensión, aunque diciéndolo con eufemismos y frases circunloquiales.
Ese almendro era todo oídos y leal testigo, mudo, sin celos, sin envidias, por eso lo extraño porque sus hojas ocultaron el húmedo y relente aroma de nuestros besos nerviosos y de fricciones endebles, pegajosos, indiscretos, insoltables, sin fingimientos, sintiendo la lija suave de su lengua restregando a la mía, jugueteando, invadiendo y fugándose, salpicando e intercambiando nuestros jugos de melón tierno. Y porque me dijeron que las hojas saltaron despavoridas al primer remezón dentellado del filudo instrumento, sufro, lloro, me aflige su recuerdo porque veo a las hojas esparcidas en mi mente empujadas solitariamente por el viento amanerado, trituradas en la calle, convertidas en polvo, polvo que le di a Carmen en una tarde recordando al almendro cubriéndonos imaginariamente en el confín rezagado de las tardes caniculares, azarosas y calenturientas, repletas de libros de estudio y de trabajos extenuantes, de tareas incumplibles, uniformes blanco-gris estrenados en el abril y el junio inolvidables en que las “Tórtolas” de sus sobrinas se cruzaban a propósito por el camino al 5to.”C” intentando llamar la atención con su cordón de brigadier y sus blusas semidesabotonas por el bambolear rítmico de sus alimentabebé.
Ellas nunca consiguieron desviar mi atención por la sonrisa y las manitas de la displicente pero adorable y misteriosa Carmen, la que hoy vi en la esquina- justo unos minutos antes de encontrar desesperado un lápiz y delinear este recuerdo-dieciséis años después de la muerte del almendro, con los pechos despachurrados y entretenidos, insuficientes para amamantar a sus quintillizos, producto de una violación escandalosa, nacidos hace una semana y que como lechoncitos desesperados la agobian y la han hecho olvidar al almendro, todo recuerdo pueril nuestro y cojudez y media.
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