LA DEMENCIA SE HIZO CARNE Y HABITÓ ENTRE NOSOTROS.
Por Vicent Lecle’re.
Si un hombre abomina de la raza humana está enfermo. Nadie en sus cabales puede ir odiando a diestra y siniestra. Es preciso que esté completamente desquiciado como para que ninguna criatura merezca su simpatía.
De manera análoga, una persona que se abstiene en cumplir en cumplir el supremo mandamiento de amar a todos los semejantes no es normal. No se puede amar a todos sin expresión. O Dios nos pide mucho o no conoce el corazón del hombre y entonces su santa biblia consiste la vana palabrería.
Lo digo porque soy un hombre solitario, atrozmente solitario y además anormal. Toda persona normal es un demente frustrado. Y si existe una persona en el mundo a la que odio, esa es a mi madre.
Explicándome con más propiedad, detesto a la mujer que palpita dentro de mi madre. Quizás no lo entiendan y los comprendo. No le tengo ojeriza porque sea mi madre –aquella ira contra la naturaleza−, sino por el modo tan infiernizante en que la mujer que vive dentro de ella se compronta conmigo.
Sí mi padre viviera yo sería un dechado de cordura. Pero mi padre mudó su humildad al cementerio, condenándome así a una insania pegajosa que no puedo soslayar. Sin una meditación previa me hago sumido en la más negra locura, casi sin darme cuenta, tan simple y mecánico como el acto de bañarse o de olvidarse de uno mismo. No, yo no puedo olvidarme de mí. La mayoría se olvida en los demás y existen porque en los demás reflejan su conducta.
Yo no puedo permitirme ese lujo porque no conozco a nadie y porque a mi todo me afecta, principal y esencialmente los individuos obesos. No puedo soportar la presencia de un ejemplar rollizo. Mi mayor pavor es engordar.
Prefiero morir a que se incremente mi peso.
Ya habrán intuido la razón de mi odio:
Mi madre peca de gorda, incluso se permite romper las leyes que rigen la forma de todo cuerpo humano. No les pido que me entiendan, sino que me comprendan. Hay mucha distancia entre entender y comprender. Yo apelo a su comprensión. La vida ama la variedad. No soportaría vivir en un mundo en que todo fuésemos iguales. Yo me suicidaría si el planeta solo por Jesucristo. Para mi sería como el infierno. Recordemos de aun Jesucristo necesito de gente ruin y malvada para que lo crucificasen una manada de santurrones no le habrían servido de nada.
Incluso me atrevo a afirmar que es necesario y saludable que existan personas de todo tipo. Es necesario gente como Jim jones, la suma perfección del fanatismo, que ocasionó la muerte en masa de la más de novecientos miembros de su iglesia y que se autoproclamó la encarnación de Cristo. Pero también es gratificante saber de ángeles bondadosos como la madre Tésera de Calcuta, San Valentín o Jesús. La vida siempre amado la verdad y no dejará de hacerlo.
Yo mismo me considero una de esas cosas anormales.
Después de que falleció mi padre, mi madre y yo nos mudamos a la que ahora es nuestra vivienda, una casa de tres platas con jardincito y una preciosa, casi envidiable, vista panorámica de la cuidad. Mi padre dejó una considerable herencia.
Yo era como los otros niños: delgado, travieso, chapoteando en mi habitad de felicidad y con ligera propensión a ensuciar la ropa. Mi madre, que ya era robusta, me arrullaba cuando las sombras inundaban el pueblo. Inicialmente solo recibí arrullos de paloma y frases conmovedoras.
Luego, entre las palabras suaves y aromáticas, opinaba que yo me parecía a mi padre. Aquello nos despertó sospechas. Es más lo tomé con orgullo, pues me investía con los poderes de hombre de casa. Después alargó su elogio y me reveló que yo me parecía mucho a mi padre. No capte su maternal advertencia y proseguí acunándome en sus brazos.
Al que yo me parecía mucho siguió el que siguió el que yo me parecía a mi padre. Aquello me horrorizó, pero eso ya era demasiado tarde.
Fui creciendo. Una vez, al retornar del mercado, trajo una pintura, y yo colgó en nuestra sala. Era una copia del famoso cuadro de Hans Baldung, titulada poéticamente las edades y la muerte. No sabía mucho de Hans Baldung, solo que fue alemán y discípulo de Durero y que a pintura mencionada se conserva en el museo de Prado.
Al ir y al regresar de la escuela me topaba frontalmente con la pintura, que me atraía como un imán de lo prohibido. En el duelo descanso una rozagante niña desnuda; de pie, primero, una mujer hermosa y apetecible, en la flor de su juventud, con el cabello sensualmente recogido y con un velo cubriendo la parte superior de sus muslos; luego, acompañándola, una vieja decrepita también con cuernos, con los senos caídos y arrugados y con un fiera expresión en el semblante. La anciana va tomada del brazo de la muerte, que porta un reloj de arena.
No podía mirar la pintura sin pensar que cada vez envejecemos. Y cada vez nos vamos pareciéndonos más a nuestros cadáveres. Una persona ordinaria y mentalmente sana, extraería como conclusión que debemos aprovechar el tiempo y tratar de ser dichosos. Yo sondeaba más en profundidad. Jamás se me había ocurrido que la muerte portara su reloj en manos de a muerte me aterra más que cualquier guadaña. Desde entonces conseguí dormir tranquilo. Los odios apenas si estaban floreciendo.
Bertha, habrá que admitirlo, era fea. Ignoro como mi difunto padre se fijo en ella. Retomando el tema, Bertha, pese a las dietas que extraía de revistas chabacanas, engordaba visiblemente. Su conciencia de mujer en celo le gritaba que obesidad y fealdad, eran el más infalible repelente de machos.
Y se esforzaba, luchando a brazo partido con la comida. Se le reconocía voluntad, pero la voluntad, pero la voracidad tenía todas la de ganar. Me dolía sinceramente verla en tan lamentable estado. Ella cocinaba lo que consideraba adecuado. Luego la secuestraba el hambre más caníbal y descendía a la cocina. Después la oía llorar. Siempre me recordaba que yo me parecía demasiado a mi padre.
No se como descubrió, porque yo trate de encubrirlo, mi repulsión hacia su cuerpo. Ella contribuyo a mi fobia. Cuando percibió que su anatomía me provocaba desmayos, engordó más.
Desterró todos sus propósitos de adelgazamiento y se preocupó más en perfeccionar la tortura. Ya no le molestaba que los vecinos se mofaran de su imponente tonelaje. Me aborrecía porque yo era como mi padre; travieso, risueño, y sobre todo delgado.
“con las piernas entreabiertas, fluyendo a partir de unos zapatos a punto de reventar, se yergue Bertha, un Coloso de Rodas de obesidad. Escoba en la mano parece el dios de la grasa en persona. Se acicala con un maquillaje tan estrafalario que hasta un payaso lo rehusaría. Cuando abandona la mesa, la señal palpable de que ella pasó por allí son varias columnas de platos, apilados unos sobre otros como formando edificios. Y sus eructos tienen la potencia de un ventilador gigantesco empleado al máximo. Bertha es la realidad armada hasta los dientes”
Tonterías así, imaginaciones demenciales, escribía en mi diario. Ocurría con frecuencia que me veía forzado a derramar perfumes en mi cuarto, para aromatizarlo, para alejar de mis narices el hedor de su gordura. Como venganza yo regaba paquetes de comida, especialmente comida chatarra con niveles altísimos de colesterol.
Yo quería a mi madre. Era a la mujer a quien liquidaba. Que mi padre pareciera junto con la mujer era un precio que había que pagar. Ella me repudiaba porque yo era la viva imagen de mi padre, porque me le parecía, porque me le parecía mucho, porque me le parecía mucho demasiado.
Prontamente deseché estos argumentos lógregos. Sabía que Bertha se hundiría en el sepulcro, así que concentre mi atención en el asunto de la herencia. O mi padre era un burro con retardo mental o me quería. El muy gaznápiro le había legado todo, todo a Bertha. De seguro creyó que ella me convertiría en un buen hombre útil a la sociedad.
Comencé a regar más paquetes de comida y Bertha perdió todo vestigio de la raza humana. Era una malagua que se desparramaba por el piso. Para más refinamiento trasladé, el cuadro de Hans Baldung y lo aseguré con clavos en la cocina. No duró mucho. Un infarto les garantizó el más espléndido banquete a los gusanos, un ágape pantagruélico de dimensiones descomunales. Yo soñaba con innumerables gusanos. Y cada uno tenía la cara de Bertha, y se comía mi corazón.
Se leyó el testamento. La noticia se hizo pública. A todos les pareció un capricho novedoso. Pero a mi me remeció, a mí que no puedo soportar a ninguna persona gorda.
La maldita de Bertha estipulaba en el testamento que no se me entregara ni un solo centavo si antes yo no engordaba.
—Fin—
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