EN NOMBRE DE LA LITERATURA
Por la ruta de los creadores
A veces en nombre de la literatura se esconden algunos patitos feos o lobos draculescos o seres atormentados que no han encontrado aún su propia tumba en vida. La literatura no es pose, es creación; la literatura no es repetición paporretera ni una pira de palabrejas desconexas, es polisémicamente plural, recreadora y diversa, es huracán que contagia y arrastra hacia praderas sublimemente edificantes.
Por Nicolás Hidrogo Navarro*
“Sospecha de un escritor cuando escriba o declare con sonrisa de puro contento, seguro que ese debe ser otro cuento más de sus cuentos.”
La vida del escritor suele estar barnizada de escandalizada excentricidad, de insuflaciones endiosadas y vanidades egolátricas o de paupérrimas tragicomedias cotidianas de un ser solitario que busca sus compensaciones ficticias amatorias en el papel, cuando no lo logra jamás en la práctica. Construye mundos ficticios que él jamás no logra habitar, elucubra personajes ideales que él jamás lograr encarnar, metaforicea sentimientos que son productos más de despechos y amagado platonismo que de experiencias reales y victorias consumadas sólo en su imaginación.
En el terreno pedagógico, la selección de un autor literario curricularmente, para ser de lectura obligatoria por escolares, pasa por un doble tamiz en los carteles de las programaciones: el sentido trascendente paradigmático de la obra (estética, lingüística, axiológica y formativa); y, en menor grado, la imagen del creador. Cuando esta imagen resulta deteriorada por la crítica social e histórica, se suele barnizarla hasta ocultar sus elementos negativizados para darle sólo un marco anecdótico en el contexto del proceso enseñanza-aprendizaje.
¿Qué invita y motiva a los creadores a escribir?, ¿La excesiva felicidad?, ¿La suficiente vida muelle?, ¿El pletórico contento y regocijo cotidiano que no cabe en él? ¿Sus abultadas cuentas bancarias? Indudablemente, el auténtico escritor – no aquel farandulero o hijo cotidiano del marketing o de fintosa pose o del que se hecha flores así mismo y se alucina un Zeus en su burbuja de jabón pepita- le falta todo aquello, pero le sobra soledad, tiempo y ganas de plasmar todo en el papel lo que no pudo en su vida real.
La ruta del quehacer literario no sólo se ha vuelto un camino sinuoso y solitario por el hecho mismo de los escasos espectadores que ven a los flacos rocinantes de los textos caminar por la extensa estepa de la indiferencia lectora y la pobreza misma de la compresión de lo que leen. La escuela y el Plan Lector, sólo son nominalistas y letra muerta de buenas intenciones estampados en el papel. Los 12 libros al año exigidos como requisito de exigencias a los escolares peruanos, se han convertido en una utopía intelectualista, pedagógica y metodológica y en pregón de capacitación sin eco ni constataciones. Aprender a leer/comprender y a escribir/textos es más que una simple aventura curricular o una exigencia por decreto directoral, es quizá el reto más grande que la pedagogía peruana y universal posee actualmente. Se enseña a leer grafemas, pero no a comprenderlas; se enseña qué y cómo es el texto, pero no a producirlo o recrearlo y valorarlo. No basta enseñar a tildar, a hacer indagaciones semantistas de términos oscuros, sinonimear, subrayar palabras o esquematizar lecturas en organizadores visuales, es necesario comprenderlas, valorarlas y recrearlas hasta alcanzar el ejercicio supremo de la creación por implícito proceso metacognitivo.
Pero qué hay detrás de las bellezas estéticas de un poema, cuento o novela u obra de teatro ¿representa él y su mundo lo que presenta? ¿es equiparable su discurso estético de su discurso ideo-social? Disociadamente autor y obra siempre se han querido separar para justificar un punto flaco. Pero, como la cara de una misma moneda, la obra puede ser el reflejo equidistante o el perfecto señuelo embaucador del que dice pero no hace, del que pregona lo que no es, del que pide lo que no da, del que vende sebo de culebra por aceite de garrapatas.
La literatura –al igual que sus productos estéticos- puede ser una sublime actividad, una supliciente actitud dolorosa o un errático modo de pervertir y macular el mundo de jirones alados de abstrucciones ininteligibles. El acto de escribir no sólo es una aventura escabrosa de crear con soporífico dolor en el espinazo en una madrugada gris, sino un acto supremo de libertad absoluta para escribir con esmerada creatividad y con leónida terquedad y valentía. Se puede cautivar a un público diáfano y acaramelado con englucosados poemas o invitarlo a la febril pasión de meterse a otro mundo posible de una novela o levantar adrenalina pura en un cuento a lo cien metros planos, pero todos exigen del creador un arrebato de excentricidad y novedad recreadoras.
El quehacer literario no sólo está desacreditado por las irresponsabilidades y discolidades de algunos poetas borrachines, marihuaneros y raros, algunas actitudes contraculturales y antisociales de otros y la ruptura olímpica de algunos poetas que se treparon imaginariamente a su torre de marfil y cortaron puentes con sus lectores por sus poses divescas, así como la equivocada idea que para ser creador hay que ser un apologético drogadicto o un camuflado pedófilo o reprimido sexual que utiliza de cortina la literatura para justificar su desordenada e insípida existencia.
El quehacer literario no puede estar desligado de nuestras actitudes, de nuestra propia vida. No podemos ir por el mundo creando versos postizos con mucho sonido, rima, ritmo, pero carentes de alma. La literatura tiene que ser sentida y no fingida, tiene que ser un proceso congruente entre lo que se dice y se hace, entre lo que subliminalmente se aspira. Atrás quedó ese encubridor pregón y el seudo espíritu de cuerpo cófrade, que baste que se sea un buen poeta y no interesa si es un sexópata, un degenerado drogadicto –que no contento con no reconocer su enfermedad hace apología de su decadente adicción-, un misógino contracultural o un desgraciado que mortifica a todo el mundo y que busque arrastrar a los demás hacia su propia podredumbre. La literatura es un canto de vida, pero también es un acto pedagógico, es un hecho social, es un proceso comunicacional, es el sol de medianoche y la primavera copulando en pleno invierno y es también un acto supremo de humanización y hominización. Nítidamente en la literatura se hace necesaria la congruencia entre la belleza poética y la belleza y originalidad del poeta.
La literatura no sólo cumple una función estética, comunicativa, catárquica, afectiva, intelectual, lúdica, metatextual, motora, sino también generar códigos éticos y morales transformacionales para hacer del hombre un ser menos estupidizado, ignaro y despiadado. Escribir es un acto de responsabilidad y de compromiso consigo mismo y con los demás. Esos viejos mitos decadentes que la literatura es hacer y decir cualquier estulticia sin importar los efectos colaterales, sin interesar las formas grotescas ni tener un conocimiento pleno de la estética, han quedado relegados en la propia marginalidad, soledad y fracaso de los que quisieron hacer de la literatura su ventanilla de escapismo egocéntrico y un pedazo de papel higiénico. Hasta para ser transgresor e innovador descollante y genial, es necesario tener pleno conocimiento de lo que queremos oponernos para superarlo. Ser subversivo literario implica haber comprendido la futilidad de lo demás por los medios positivistas del conocimiento lingüístico, estético y hermenéutico, no saberlo es ser sólo un simple ramplón testarudo y malcriado, un rebelde sin causa, un pedante patán.
En el terreno literario lambayecano estos alegatos y reflexiones en primera persona omnisciente, no resultan lejanos y a pesar que nuestra literatura regional se encuentra empobrecida representativa y metodológicamente, circunscrita a solo cinco autores – Enrique López Albújar, Mario Puga Imaña, Andrés Díaz, Núñez, Nicanor de la Fuente Sifuentes , Alfredo José Delgado Bravo, los tres primeros novelistas predominantemente y los dos siguientes poetas- de estudio más biográfico que analítico en sus obras, quedan latentes las díscolas y miniaturizadas vidas de un Emiliano Niño Pastor (motupano), José Eufemio Lora y Lora (chiclayano), Manuel Orlando Uceda Campos (monsefuano), Víctor Hugo Parraguez (ferreñafano), que reclaman en vida o póstumamente un lugar en la historiografía literaria lambayecana.
Sí en, nombre de la literatura se pueden aquilatar los más empáticos poemas que nos atrapan en su soporífera pasión, o novelas que nos trasladen a mundo oníricos a cabalgar por raras y menos tormentosas que la que llevamos a diario a cuestas, pero tras bambalinas existe todo un universo putrefacto de debilidades humanas, de traiciones, mentiras, plagios, arribismos, celos, mezquindades, figuretismos, endiosamientos fatuos, repeticiones, plagios, envanecimientos nimios. El mundo del escritor es más que un libro o la biblioteca de ellos o sus edulcoradas declaraciones o sus comprometidas posiciones socialistoides o sus buenas intenciones estéticas o sus desequilibrantes morfosintácticos versos o sus perfectas y sorprendentes estructuras narratológicas. El mundo del escritor es una novela poco contada. El mundo del profesor de Lengua y Literatura es un ejercicio rutinario, empalagoso, monótono y casi memorioso, aturdizante y masoquistamente atemorizador por sus reglas inflexibles, enseñamos el funcionamiento y el qué del lenguaje; y, repetimos textualmente, con o sin paráfrasis, lo que la obra dice en sí. He allí el fracaso inmenso y la masiva estafa que los profesores de Comunicación Integral del Perú entero han hecho a toda una generación, desconectándola de la realidad y contextualizada del autor, la obra, el tiempo y su evolución diacrónica, entorpeciéndola con métodos trasplantados de otras realidades que como correlato, ergo, los bajos niveles de comprensión lectora y la casi nula actividad creadora y productora de textos, de niños y jóvenes de colegios y hasta de universidades y pedagógicos: perfectos usuarios empíricos linguales, pero ágrafos creativos.
Nuestra gloria literaria con Vallejo, Chocano, Arguedas, Alegría, Eguren, Palma, Salaverry Vargas Llosa, - no cito a Bryce por ser un sinvergüenza y caradura plagiador-, de ninguna manera puede servir de tonto consuelo y justificación para ocultar esa tremenda derrota pedagógica y del sistema educativo peruano de ser huérfanos y furgón de cola en comprensión lectora.
En nombre de la literatura, encerremos esos viejos métodos perniciosos en el close de la bisabuela; sepultemos y enjuiciemos esas caducas prácticas de vidas perdularias y díscolas de los creadores y reemplacemos a todos los profesores de Lengua y Literatura del sistema educativo peruano y quizá así pueda cambiar las tres cuartas partes de lo que es nuestra educación hoy.
* Docente de Lengua y Literatura. Narrador y Coordinador General del Conglomerado Cultural. hacedor1968@hotmail.com
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