MORIR EN PUERTO TAMBORAPA
(Cuento)
Por Nicolás Hidrogo Navarro
Por Nicolás Hidrogo Navarro
El Chinchipe esta mañana se ha desbordado hasta el pescuezo del pueblo de Tamborapa, aruñándole sus desdentadas estructuras solariegas y arrastrándole como a párvulo unas treinta y tres brazas en zig-zag río abajo. El agua achocolatada y aterida, embravecida, casi humana y sádica, llegó hasta el centenario árbol de la única calle triste, enana y silenciada por el olvido del tiempo. Dos niños náufragos y solitarios, ensimismados y enmudecidos, inermes de todo temor, inconscientes de su realidad, juegan haciendo puntería con una cerbatana chipiba, sobre el añoso tronco de la única, diminuta placita solitaria y triste de la selva peruana.
Se mire desde lo alto del cerro de los Cartagena o desde la banda de los Chamaya, la impresión que el Chinchipe se ha atragantado con medio pueblo es evidente, pero eso no lo saben ellos, ni se han dado cuenta desde hace tres décadas en que la pista llegó, impredecible como las lluvias matutinas, y se creyó que todo cambiaría. Ni Radio Marañón ni Radioprogramas ni emisora ni señal alguna se asoma al éter tamborapeño: la presencia aurífera de las aguas, anula toda recepción por el espectro electromagnético.
Tamborapa es una isla paria y errante en medio de la selva, pero conectada umbilicalmente por una pista y civilización alrededor. Cuando se mata una vaca su carne disecada abastece al pueblo durante un año. La gente consume el tiempo mirando los carros fugaces y veloces pasar, las olas del río y ver salir uno a uno los ciento un cocos que produce la única cocotera a ochocientos kilómetros a la redonda. La única bodega que existe es la de la octogenaria Doña Rosita Chamaya, alojada tercamente en medio del cerro, abastecida de dos tongos de chancaca, una cabeza rala de guineo, dos paquetes de sal yodada, cuatro kilos de manteca de marrano viejo media fanega de café tostado, dos bollos colorinches de lana de ovejo merino y temerariamente aún se ofertan dos botellas de gaseosa Pepsi de 1976.
Tamborapa no tiene aeropuerto, ni supermercados, ni peluquerías, ni pollerías, ni municipalidad, ni televisión, teléfono, ni correo donde depositar o recibir una carta, librería, escuelas, energía eléctrica, radio o libro alguno, sólo un río gruñón, un puente caduco, una cocotera barbada, una ruinosa iglesia sin párroco desde hace una década en que el agua se lo llevó con todo hábito, cruz y Biblia y gente, gente que vive sonámbula y extraviada en el tiempo. El único diario que llegó por última vez hace treinta y siete años atrás, fue por puro accidente de un pasajero distraído que iba a San Ignacio: sólo allí se dieron cuenta que la civilización existía y que Tamborapa era más que su río, su cerro, su puente y su placita.
Allí el tiempo ha soltado su ancla ciclópea, herrumbrosa y hasta las mismas piedras, papeles, residuos de plátano, no se han movido durante más de treinta y siete años seguidos, siguen inermes, ¡cloc-cloc!, pasa rauda y asustadiza una gallina colorada hasta de los huesos, que debe ser casi vigesenaria por lo oxidado de sus alas y el color destronchado de sus plumas, pico mocho, cabeza rapada: debe haber soportado las descargas de lluvias de mayo a julio de más de trece primaveras, estoica, impertérrita. Siete casas antiguas, las primeras de ese pueblo casual, de adobe gigante, se resisten a caer de cuajo por el tiempo: la iglesia no soportó los embates de la ventisca vespertina de casi cien años sin parar y se vino abajo como mazamorra recién esta mañana, justo ante mis narices de capturador de nostalgias, reminiscencias y melancolías.
La plaza es rectángula, polvorienta, famélica y da la vuelta en L para perderse en el infinito aserpentado de la carrera a San Ignacio. Dos asbestos más vetustos que el propio pueblo, la sostienen con sus infinitas e intrincadas raíces para no dejarse mordisquear corriente abajo. Dos pavos huérfanos de infinita tristeza rascan por millonésima vez y ciernen el polvo de la plaza buscando algo de comida.
De Norte a Sur se ve una plaza desnuda de ochenta y dos pasos, silente con siete casas solariegas pendientes de un hilo, dos árboles coposos donde dormitan las ardillas, hurones, moscardones y un sinfín de insectos rastreros, una bajada accidentada conecta y proyecta al río saturado de chopes, cadillos, pajarobobos, caña brava y tunas espinosas. A un costado, de la única esquina triangular del pueblo, una miríada de moscas famélicas, apenas se sostienen en vuelo, revolotean emocionadas ante un grillo agónico que se ha quedado muerto en su sueño.
De Sur a Norte un cocotero centenario y barbudo, probablemente caiga esta misma tarde, se balancea achacosamente, lanza alaridos silenciosos. Hay un casi acostumbrado retumbar de hojas que hace que las tripas crujan como en una batalla de serpientes. Un viento caliente empuja a esta hora de la tarde los pensamientos hacia el barranco del azar que hace crispar las puertas de la mente.
De Este a Oeste, se ve un ángulo muerto, dos ramas caídas, techos de calamina oxidada, dos cerdos agringados con piel pulposa y estructura huesuda osan y amantequillan los adobes secos de la fachada azul del pueblo.
De Oeste a Este, fotográficamente, las casas siguen acochambrándose, doña Jomara, la casi bicentenaria que inició la fundación de Tambopara, camina renga renga juntando leños para el fogón de su cena de esa noche oscura, larga e inmensa, su rostro enjuto revela sus vivaces ojos de vívido gris de juventud: dos lágrimas caen en cámara lenta, ella se quedó varada entre su indiferencia y resignación de abuela regañona.
De arriba abajo se ve un jardín en miniatura, microscópico, garabateado de chinescas, abandonado y petrificado con arbustos devorados por una gigantesca anaconda con fauces espumosas: es Tamborapa, aéreamente, una calvicie de selva en medio del barranco de la vida, de la nada, acaso un jardín sin jardinero, acaso una selva fantasmal que no tuvo quien la descubriera.
A no menos de cincuenta metros se siente el rumrum metálico de las aguas del Chinchipe que acosa día y noche a su viejo puente carcomiendo sus despostilladas estructuras encementadas.
Todos los que iniciaron la fatal e ingenua aventura de afincarse en este pueblo han muerto físicamente o espiritualmente, se han quedado petrificados y deambulan sonámbulos, idos, quedos entre el marasmo de la tarde y el polvo atragantador del tiempo.
Childre, el último y único hijo de los suicidas, había llegado en un ritual místico, de promesa, a bañarse en las mismas aguas subversivas y cobrizas del Chinchipe, por el famoso oro de los peñascos gigantescos río arriba, setenta y cuatro años atrás donde muriera el dueño de Peluquería Okey y su propio padre. Llegó con Merymey, la pelito corto y nariz aleonada, estudiante de Ingeniería Química de la UNPRG. Tamborapa era para ellos un pueblo fantasma y por su calle fácilmente uno podía andar desnudo en pleno día y nadie se percataría de ello.
Miraron al río que les hablaba con un tronar de piedras embravecidas y vieron nítidamente la figura del padre y el abuelo muertos allí por pura decisión propia, por puro placer de morir arrastrados por las aguas hasta el mismísimo Amazonas.
Está atardeciendo lentamente y apagándose el incendio heliográfico y estoy escribiendo atropelladamente estas impresiones y últimas cosas porque más tarde me toca morir, debo cumplir un rito, mi padre murió hace treinta y siete años, en este mismo día, en este mismo lugar y a esta misma hora: es quince de junio, son las cinco y cuarenta y tres de la tarde y a lo lejos se ven los últimos rayos sangrientos del sol tachonando las peñas junto al puente y las piedras amarmoladas del río. Tiento con el pie izquierdo la temperatura fresca y nerviosa, el agua me da sobre el hombro, ingreso con todo ropa, la corriente inteligentemente trepa por entre mis pómulos, las olas mordisquean embravecidas por entre mis orejas, mis pulmones están obturándose de esa agua ferrosa que suele haber aquí en el Chinchipe, siento que el cielo azul se va derritiendo y despintando hasta tornarse en un puño marrón, la corriente tramonta por entre mis sentidos hasta producirme una sorda conmoción somnífera, el peso de mi cuerpo es superior a la gravedad terrestre y a la densidad y bravura de las aguas, tres peñones a la vista, dos elude mi cuerpo, pero en el tercero mi cráneo recibe un feroz golpe de lucha libre…..el agua cubre mi retina y la invalida, contracciones espasmódicas, río abajo se ven ramas y árboles multicolores que toman feroz huída, dos gallinazos patrullan la zona con sus ojos oblicuos … mi cuerpo laxo…todos es negro y caótico… desoxigenado… quietud, se acaba la lucha…un cuerpo, mi cuerpo va flácido…sube y baja, se atraca entre matorrales ribereños y troncos muertos, marrones, da vuelta de campana, raudamente tramonta al Recodo del Diablo, nadie lo ve en las aguas amarillentas y nocturnas y sigue hasta el infinito…
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