ANTOLOGÍA DE LA NARRATIVA LAMBAYECANA
(Parte I)
Por Nicolás Hidrogo Navarro¿Qué y cómo están escribiendo nuestros narradores actualmente?
Dentro de evolución de la narrativa lambayecana, el cuento ha sido la principal especie que se ha producido, a desmedro de la novela, especie que ha sido poco cultivada dentro de lo que se conoce. Hay que entender que el fenómeno mismo de textos inéditos quintuplica a los que se conocen en mesa y espacio de lectura y aún más son desconocido por la gran mayoría que no está al tanto de lo producido literariamente pero no editado en grandes tirajes, por ejemplo las bibliotecas de la región Lambayeque apenas tienen en 5% de lo que en cuanto ha producido existe por publicar. Es que el mismo hecho de no existir un mercado cautivo ni una apuesta editorial y lo oneroso que resulta publicar a los autores regionales, ha dado pie a que gran parte de su material se conserve inédito y se genera la falta idea que en la región Lambayeque no se produce narrativa y muy por el contrario haya más poetas que cuentista. Ese mito ha sido roto por el propio Conglomerado Cultural al acumular una gran cantidad de cuentos para leer y ser comentados, como revelar a nuevos y escondidos prosistas.
Ni el cuento ni la novela fueron concebidos para moralizar o ser recitas catequéticas, por ello la pedagogía selecciona sólo aquello que sirve para formar y los incorpora en el sistema educativa, no queriendo decir que lo que no selecciona no tenga valor literario. No hay temas malos, sólo hay malos contadores o simplistas relatores que no trabajar su texto ni procesan e intensifican lingüísticamente su propuesta sintáctica.
La temática en la cuenstística lambayecana, va desde la leyenda urbana fusionada en historias de aparecidos, hasta la historia urbana ambienta en escenario exóticos con incorporaciones personales de vivencias trucadas, historias de amor dolido y misterio sibilino. Se sumerge de igual manera la literatura infantil con la tendencia del cuento breve con orientaciones pedagógicas e intencionalidad aleccionadora
En los archivos de Conglomerado Cultural, de las 198 semanas que ha servido de tribuna, se tiene una recopilación de alrededor de 274 cuentos, suficiente material como para dar pie a una antología del cuento actual del lustro 2004-2009.
(Continuará…)
Nicolás Hidrogo Navarro.
LA CUCHARA DE PAPÁ
Por Dandy Berrú Cubas
Esta es la historia de una cuchara. La historia de la cuchara de papá. Ese utensilio cóncavo, diseñado con fines no tan exclusivos, tal como es el caso de servirnos para llevar los alimentos e iniciar el proceso digestivo, tan natural y necesario en la especie humana, mejor todavía, si es para degustar algún platillo preparado por habilidosas manos. Qué va, recuerdo que mi abuela paterna, la buscaban casi siempre para curar el “mal de ojo” de los párvulos del barrio, requiriendo para ello un par de cucharas cruzadas, las que pasaba por el cuerpecito enfermo del pequeño con no sé cuantos padrenuestros y avemarías; quien después de dar señales de mejoría, compensaban su labor con una canastilla de huevos o una buena tajada de queso fresco que se vendía en la tienda de la Concepción. Nunca aceptaba monedas, porque tenía la creencia de que la enfermedad del paciente se le “pegaba” al que santiguaba y eso era de muy mala “seña”. El tío Mosho, el último de los hermanos de papá quien se divierte contando anécdotas de las cosas simples de la vida hasta el clímax de la jocosidad , es muy bueno con la percusión y su instrumento favorito era un buen par de cucharas “potonas” decía: unía sus espaldas trenzadas entre sus dedos y con la palma de su otra mano golpeteaba de manera armónica hasta tocar con la parte delantera del muslo y apoyándose en su estentórea voz nos dejaba escuchar algún conocido vals; sus favoritos eran El plebeyo y Tu voz de Luchita Reyes. Si estaba con sus copas encima, hasta lloraba.
Algunas sociedades como la árabe o ciertas comunidades nativas del África y América, prescinden muchas veces de su uso. Es que hay un gusto tan primitivo y familiar como es el caso de comer con nuestra cuchara natural: la mano. Peor aun si de por medio se trata de una presa huesuda y sabrosa. Decía la negra Paula, “el que come con la mano engorda”, mientras nos animaba a comprar sus tamales sin dentro.
Las hay de tamaños y formas variadas, así como de materiales diversos; metálicos, de plástico, madera, según su uso, gusto y ascendencia social del personaje que la posee. Ah, qué las hay aristocráticas, las hay. De alpaca, plata y hasta de oro. Algunas de ellas pasaron a la historia poética por su fidelidad heroica, como la del republicano Pedro Rojas del poema de Vallejo, siempre viva ella con sus símbolos en la chaqueta del combatiente o las que hurtara, en un singular acto de picardía Jean Valjean, el victorioso personaje de Víctor Hugo, lo que a la postre remordió tanta la conciencia, hasta reivindicarse consigo mismo y la novelesca historia. Bueno, esta vez solo quiero hablarles de una cuchara simple, tan común como no tan corriente.
En casa todos teníamos nuestra cuchara. Pamela, Toño, yo y papá. A mamá le iba y venía servirse con cualquiera. La de Toño era la más grande, pero más delgada, con similares adornos que la mía. Su tamaño lo llenaba de un natural orgullo infantil. La de Pamela era mucho más simple, aunque los bordes del mango daban la apariencia de una hoja de laurel de acero, gloriosa como las testas de los emperadores romanos en su cuarto de hora de apogeo hedónico. La mía en cambio, era la más ancha, con bordes de florecillas de color acero opaco y por ello reconocible a la distancia.
A la hora de comer al sacar cada quien su cuchara del porta- utensilios, si por casualidad alguien tomaba la cuchara equivocada, automáticamente se obligaba a enmendar el error hasta quedar cada quien con la suya. Ocurre que algunas veces, tomé la de papá de manera involuntaria y como por impulso instintivo se la dejaba sobre su individual, ante la mirada escrutadora de su dueño, eso mismo harían mis demás hermanos si pasaba lo mismo.
La cuchara de papá carecía de adorno alguno. Era llana pero pesada. ¡Puro acero!, alardeaba el viejo. Su cavidad alargada con su terminación lanceolar le daba un toque especial. Su origen, un misterio que su dueño se resistía develar “¡Ah, esta cuchara tiene historia!”, nos decía, nada más, y nunca la contaba a pesar que Pamela le hacia mimos y otras monerías con tal de convencerlo. “Otro día”, decía como siempre.
Una noche, antes de cenar, papá inusualmente melancólico, tomó su cuchara y no dijo nada, mientras la contemplaba absorto entre sus manos, acariciándola con la vista. ¡Deja de mirar tanto esa cuchara y has la oración que se enfría la comida!, dijo cortante mamá. Al no hallar pronta respuesta, se dispuso ella misma a echar la bendición. ¡Un momento!, sentencio papá, antes, les contaré una cosa. Y prosiguió: anoche la volví a soñar. Deben saber que esta cuchara fue un presente del finado Eusebio, su abuelo, junto al reloj Olma enchapado en oro. Me obsequió como algo muy especial el día de su muerte y me dijo, cuida de ellos, sobre todo la cuchara. Quiso seguir hablando pero ahí nomás cerró los ojos, mientras su obsequio, entre su gélida mano y las mías, quedaba enmudecida. De eso ya, treinta años han pasado y cada vez que se acerca su cumpleaños, sueño con él, entregándome la cuchara, repitiéndome su discurso final, pero con algo más que no me dijo ese día: ¡Cuídala! No la dejes de usar, pero cuídala. El día que la pierdas, algo trágico ha de pasar… Y se fue conforme vino, arrastrando sus pasos, mostrando sus anchas espaldas.
“Como sabrán, esta es parte de la historia de la cuchara que yo uso, por ello no está demás pedirles que lo tengan en cuenta”. “¡Tonterías!”, espetó mi madre. ” ¡Cosas del diablo!, atérrate a Dios y deja de creer en eso. Bendice de una buena vez y sirvámonos…”.
Lo que nos contó papá ese día nos tuvo en vilo. Ahora entendíamos el porqué de tanto recelo para la cuchara. Entonces cada uno de nosotros nos hicimos la promesa firme de cuidarla.
La pascua pasada sucedió algo que nos llenó de preocupación repentinamente. Papá cayó mal. Empezó a tener unos cólicos espantosos, los retortijones perecían matarlo. ¡Chucaque, chucaque!, decía mientras mamá llegaba con Severino, viejo conocido por sus curas de ojo, susto, enredos amorosos, limpias sanatorias con pajas y otros menjunjes, por el que se ganó el mote de, “el brujo cheve”, aunque mamá siempre lo trataba de “don seve”, con respeto. Después de auscultarlo pidió una media de cañazo, con algo de sal. Del bolsillo extrajo un pomito con líquido plomizo que vertió un par de gotitas, se lo dio a mi padre y éste se incorporó incómodo tomándolo de un solo trago con un mohín de disgusto. Luego de pedirle el torso desnudo, procedió con el rito. Retuvo un poco de aguardiente en su boca hasta quedar con la mejilla inflada y después lo esparció sobre el vientre paterno. Cayeron estas, en pequeñísimas partículas, reducidas en su mínima expresión, mismo spray. Haría lo mismo sobre la espalda, brazos y piernas, frotando toda la parte humedecida de manera profusa y severa, incidiendo siempre sobre la parte del vientre. Papá dejó sentir su dolor a través de quejidos lastimeros.
Pensamos que eso iba a ser suficiente para mejorar su salud. Pero ocurre que al anochecer se puso peor. El dolor era intenso e insoportable. Nunca ante lo habíamos visto en una situación similar, es más, casi nunca enfermaba. Según él para no visitar doctores, para ahora verlo en una inmejorable situación con sus lágrimas cayendo en silencio y nosotros, haciendo de tripas corazón sin saber qué hacer.
Pamela, quien no estuvo antes, irrumpió de pronto con una pregunta que nos rasgó como un sablazo.
- ¿Han visto la cuchara de papá?
- ¿Cómo?, nos interrogamos extrañados todos juntos.
- ¡La he buscado por todos lados y no está!
Nos miramos asustados. Toño y yo discretamente salimos a buscarla
y, en efecto, no estaba por ningún lado. ¡Qué raro! Fue entonces cuando nos invadió el miedo, mientras tanto mamá convencía a papá para ir al médico, que no le quedó otra. Llegó el tío Mosho con la tía Leji y ayudaron a llevarlo al hospital estatal. Luego de la desesperante espera en emergencia, terminaron atendiéndolo. Por la ictericia detectada en sus ojos lo pusieron de inmediato al quirófano. Los tres médicos de turno decidieron operar previa aprobación de la familia.
- “¡La vesícula”, dijo mamá después de hablar con el medico
- ¡Tanto que le sobaron terminaron inflamándola!, acotó la tía Leji. El
Doctor dijo que la tenía hinchada y quien sabe si hasta hubiera reventado. Menos mal que lo trajimos. Aún así la intervención es de peligro.
La sala de espera se volvió densa. Hubo pasado ya dos horas y aún nada. Solo atinábamos a mirarnos de cuando en cuando. Toño disimulaba sus nervios llenando un crucigrama del periódico pasado. Mamá con sus ojos vidriosos a punto de llorar, con la mirada en el cielo de esa parte del nosocomio. De manera inesperada llegó Pamela. Descendió del taxi apresurada. Por las trasparentes lunas del amplio ventanal dejaba ver su figura juvenil metida en su roído pantalón drill y ancha polera negra, además de su cabellera alborotada que ya decía mucho de su personalidad. Estando frente a nosotros, se le iluminaron los ojos y con la sonrisa radiante nos invadió de entusiasmo. ¡Adivinen!, dijo exaltada, luego zambulló su mano y sus ojos en el bolso andino que traía consigo y al instante sacó algo para mostrarnos como un trofeo que se yergue desde los escombros de una batalla casi perdida. ¡Buena!, gritamos Toño y yo, al unísono, sin dejarse de sorprender los tíos Mosho y Leji, quienes nos miraban asustados.
Una complaciente sonrisa se le dibujó a mamá en su rostro casi marchito. De manera súbita recobró el entusiasmo por la vida, despertando la esperanza. El sol dejaba ver nuevamente su luz en la plenitud del día. Los ojos claros de mamá, seguían clavados en la acerada imagen de la cuchara de papá.
FIESTA DE RELÁMPAGO
Por Joaquín Huamán Rinza
La reunión estaba animadísima, bastante concurrida. Habíamos tenido suerte, casi toda la comunidad se hallaba presente: hombres y mujeres en un frenético abrazo de hermandad, poco frecuente en estos lugares, por sus múltiples ocupaciones campestres.
Se había iniciado bajo un sol esplendoroso, pero ahora una cuadrilla de nubarrones invadía el cielo de Pamaca, entoldando el paisaje, luego, a ratos muy espaciadamente fue haciendo su acto de presencia unas gotitas muy finas que llegó con su viento estremecedor que nos obligó a ponernos nuestros abrigos. Ramón, apurado como siempre comenzó a despedirse de la concurrencia. En esos momentos Caluincho hormigueaba de gente, ahí era nuestro próximo punto de reunión. “Amigos, esto amenaza con un fuerte aguaceral”, advirtió el anfitrión, Feliciano Pariacurí, y agregó:”no se preocupen, nuestros amigos de Sigues comprenderán si no llegan. Como ven todo está listo para que se dé inicio la fiesta, esto se ha preparado muy especialmente por la llegada de ustedes; nuestras mamitas han puesto todo su esmero en organizar la danza Taki y El Kashua, como lo hacían nuestros mayores”, esto no fue suficiente para que Ramón decidiera quedarse. “Con lluvia o sin ella llegaremos, es nuestro compromiso”, respondió. La delegación, todos con la mochila al hombro estaba en espera de la última palabra del jefe. Y Ramón sin vacilación alguna había determinado partir hacia Sigues.
Todos en fila de uno iniciamos el camino hacia Caluincho. El cielo también se contagió, la fiesta de truenos y relámpagos era una copia disonante de la fiesta que acababa de iniciarse, se paseaba de sur a norte como un eco de tambores, atronador, amenazante. Al llegar a la cintura de Mojón nos habíamos dividido en dos grupos: Julio, Asunción, Mauro y yo íbamos adelante; el otro grupo eran: Mario, Lorenzo, José, Jaime, Teodora, Santos y Ramón. La lluvia caía como de una gran ducha que comenzaba a convertir en acequia el camino. A su paso llevaba infinidad de pequeños desperdicios que encontraba en su curso, mientras tanto la tarde se iba vistiendo de un color opalino, inexorablemente. Así llegamos a las orillas del Cañariaco, ésta todavía se deslizaba apacible, mansa. Todavía se podía cruzar sin riesgo, el problema se avizoraba para los rezagados, cinco minutos nos separaban, a los pocos segundos de haber cruzado el río, la lluvia nos atacaba por todos los lados, como látigo nos fueteaba, sujetado por el brazo infame del viento. A estas alturas, junto con la llegada de la noche, se dio inició de la jarana de relámpagos. Se descolgaba del cielo para llegar a estallar delante de nosotros, dejando entre el horizonte sus estrellitas de arco iris; aquí de nada servía los ponchos de plástico ni las linternas, estas se flirteaba con el viento y las constelaciones, imitando a las aves que en apresurado vuelo se iban huyendo hacia su nido. Ya ninguna hebra de nuestros vestidos podía ofrecernos abrigo, nada quedaba seco. El agua manaba por todo el cuerpo y con esto los lamentos surgían por doquier. En esos momentos los pamaqueños estarían en lo mejor de su fiesta.
Mauro avanzaba con la linterna en mano, alumbrando los resquicios del camino en competencia con el relámpago y las luciérnagas; ofuscado, murmurando:”carajo esto es una obra del demonio, a nosotros nomás nos ataca, hacia Cañaris no hay lluvia, menos hacia el norte, estos es sólo una hilacha en el cielo”. Como certificando las palabras del quejoso, el cielo de Jaén era una inmensa pantalla celeste cobijando a miles de estrellas en su apogeo. Atrás Julio soltó:”está muy bonito, cómo adivinó que nos hacía falta un buen baño”; y en respuesta, Asunción dejó deslizar:”espera nomás que pase, vas a quedar como un caño averiado, expulsando agua por todo los poros y tembladera de los mil demonios”. Volvió al ataque Julio, diciendo:”todo esto lo recordaré como la mejor fiesta de mi vida, ¿para qué más carnaval?”. Yo que no había dicho esta boca es mía, también entre a la danza de los comentarios, diciendo:”la fiesta nos la van a dar los perros en la pampa de Caluincho al vernos como chiscos. ¿Quién nos va a esperar con esta lluvia?, todos deben haber corrido a sus casas, allí, bien acurrucaditos, pegaditos a sus tuypa deben estar”. Así avanzamos, luchando contra la inclemencia de la naturaleza. La humedad ya empezaba a entumecer los pies y con ello más torpe se volvían los pasos. Después de cruzar una chacra llena de pasto que bailaba sobre el aniego, Mauro nuevamente habló:”un par de minutos más y ya estaremos en Caluincho”. En esos instantes la lluvia se había convertido en finas garúa y las luciérnagas con sus acrobáticos vuelos nos acompañaban nuestra caminata, engalanando este paisaje penumbroso.
Al arribar a la pampa de Caluincho todavía nos acompañaba las últimas lágrimas del cielo, y ahí un solitario andante con linterna en mano desaparecía por el otro extremo. Caluincho se había convertido en un campo de fútbol que hacía compañía a la escuela primaria del lugar que se levantaba dentro de su perímetro. De ésta última, una luz débil y cansina de una lámpara se dispersaba por la ventana. Allí nos recibió los profesores de la escuela, quienes después de los saludos de rigor nos informaron que los comuneros se habían retirado al iniciarse la lluvia.
Luego de diez minutos de inquietante espera y cambiados los vestidos, ordenados nuestros equipajes, estuvimos reunidos en la vereda del colegio recapitulando las experiencias de esta indómita e insólita noche, cuando hicieron su aparición el resto de nuestros compañeros, adelante venía Ramón cargando todo el humor del aguacero, lo seguía Santos y su mujer Teodora, quien cargaba en su anuko las aguas del Cañariaco, ¡qué pesada se notaba!, la tallito de Mamaj tiene resistencia, dijo, Mauro, despidiendo toda la impaciencia contenida. Llegaron comentando lo ocurrido en la travesía. Unos habían querido pelearse con las aguas enfurecidas del río, otros probar resistencia con las piedras, los menos cargar a esas aguas embravecidas en un abrazo suicida, todos habían fracasado; a pesar de ello, todos reflejaban un buen semblante, listos para nuevas batallas. “Menos mal que el lobo no pudo vencernos”, comentó Ramón a su llegada, lo cual despertó una hilarante y larga serie de conjeturas. Creo que, Mauro fue el más realista cuando nos dejó escuchar: “el diablo ha querido jugar con nosotros, venían los rayos dirigidos, especialmente a todos nosotros, sólo ha querido darnos un susto el forastero de Huacapampa; miren que ni bien llegamos la lluvia se evaporó”. Y para la admiración de todos los allí presentes, el cielo en esos instantes mostraba sus constelaciones como en los mejores días primaverales, y la luna empezaba a alumbrarnos. Esta precipitación sólo había frustrado nuestra reunión con la comunidad de Sigues.
LUCHÍN Y SUS AMIGOS
Por: Dagoberto Ojeda Barturén
Tomaba fotos en toda clase de eventos, a los cuales asistía sin que lo invitaran; luego de tanto fotografiar, sacaba del bolsillo de su saco plomo una libreta en la que hacía anotaciones; los que lo conocían ignoraban porque hacía todo esto, ya que él no era periodista ni fotógrafo, ni nada que motivara adoptar esa actitud.
-¿Por qué tomas fotos y apuntes, Luchín? -le dijo Nicolás teniendo curiosidad para saber parte de su vida.
-Para publicar algún día lo que he aprendido y observado de todas las reuniones que asisto –contestó un poco receloso con la pregunta.
Un amigo de él, Carlos, lo encontró, una tarde, por la calle 7 de enero y lo abordó para saber si estaba leyendo algunos libros que le había regalado. Luchín le aseguró que sí los estaba leyendo, y que ya no se reunía en la plazuela –lugar de tertulias- con los amigos porque se daba cuenta que no estaban a su altura en conocimientos, y los veía minúsculos y eso lo incomodaba. Antes que se despidieran, Luchín le regaló a Carlos una tarjeta en la cual se leía:
“Luchín Piscoya: Promotor de Cultura”. A continuación un número telefónico que correspondía a un negocio fotográfico.
A Luchín le gustaba, también, tocar guitarra, a menudo, refería que había estado un tiempo recibiendo clases en la Escuela Regional de Música, y cuando lo hacía en una reunión de amigos, al entonar un bolero, a intervalos cerraba los ojos y movía la cabeza como si estuviera inspirándose. Y, cuando agarraba la guitarra, que no era de él, ya no quería soltarla para que otro la tocara: tenía un repertorio, que todo el círculo de amigos ya lo conocía.
A veces, entrevistaba a personas notables del lugar y lo hacía escribiendo en una libreta que siempre portaba; pues, no tenía una grabadora por falta de recursos ya que no tenía trabajo alguno, y, nadie de los amigos sabía donde vivía y quién lo mantenía. Si en las reuniones formales se presentaba con una cámara digital, se preguntaban si era de él o prestada; pero el hecho es que se daba el lujo de usarla públicamente y, para que lo miraran levantaba bien alto los brazos para mirar la pantallita y ubicar bien la escena.
En una exposición de pintura, en la Biblioteca Municipal, una noche se presentó Luchín y comenzó a tomar fotos a los cuadros, después de un rato se acerca a un grupo de pintores que lo conocían:
-Hay dos cuadros iguales, y el que los ha pintado los ha puesto en diferentes lugares para que no se den cuenta - manifestó Luchín, queriendo impresionar con su sentido crítico.
Aquellos pintores se sorprendieron con la afirmación de este profano en el campo de las bellas artes; uno de ellos, Walter, le preguntó cuáles eran esos cuadros, y se dio cuenta que se trataba de sus pinturas.
- Luchín, no pueden ser iguales porque uno, es un tejido precolombino y el otro, un torero -le dijo Walter un poco disgustado.
-Sabes por qué son iguales, Walter, aunque te calientes. ¡En los marcos! ¡Los marcos son igualitos y de la misma color! –gritó Luchín- queriendo persuadirlo.
Algunos se rieron con la respuesta, y Walter se apartó refunfuñando, y los demás lo siguieron, quedándose Luchín solo en el sitio donde se encontraba.
Había días en que a este hombre que rebasaba los cincuenta años, con voz aflautada, bigote ralo, pelo corto y lacio, y, que caminaba como un pingüino; le gustaba deambular portando un maletín, y sin que sus conocidos le pregunten, declaraba que vendía libros y que era promotor de cultura. Un día, en el restaurante “El Tambo Real”, Jorge aprovechando un descuido de Luchín porque se había ido al baño, le abrió el maletín para humear; lo que vio fue periódicos viejos y retazos doblados de papel higiénico.
Una noche llegó a la plazuela y les comunicó a los amigos que había llegado el momento de dejar su celibato y que muy pronto los invitaría a su boda; pero nadie le creía porque no era la primera vez que decía esto, y además nunca lo habían visto acompañado de una dama.
¡Luchín! , siempre dices así y nunca te casas; primero tienes que trabajar –le dijo Fernando, sonriendo.
-Esta vez, es cierto -aseguró, seriamente.
-¿Y quién es la agraciada? –inquirió Fernando.
-¡Es un secreto! – le respondió, con exclamación.
Y, no estaba mintiendo. Llegó el momento en que se casaba en su pueblo natal. La escogida era una madre soltera con media docena de hijos menores, la cual tenía un puesto de frutas y verduras en el mercadillo de Jayanca, y él le prometió ayudarla en sus ventas en aquel puesto, jurándole amor eterno.
Algunos de sus amigos de Chiclayo fueron a su casamiento, en el cual hubo poca concurrencia.
Pasado un tiempo, nadie de sus amigos de Chiclayo supo cómo le fue a Luchín en su vida matrimonial, porque nunca más lo volvieron a ver por la ciudad.
LUZ DE LUPANAR
Por Nicolás Hidrogo Navarro
(A mi camarada de los 90, a quien debo el título de esto, Ernesto Zumarán Alvítez, después de 17 años).
Su voz laberintosa rasgó el silencio mísero de la noche y su carcajada inefable se agrietó entre las malolientes paredes de Las Violetas. Había llegado desde el día jueves de la semana pasada y nada, ningún pase, la desesperación la agobiaba. La noche anterior quiso atrapar a un ganadero chigripano que se acercó a husmearla, enseñándole los pechos marrones entre el pasadizo rojizo y algo de sus ventrudos púbicos, pero nada. Había regresado después de treinta y dos años dando la vuelta a todos los lupanares del Perú, Ecuador, Venezuela y Colombia, a su lugar de iniciación cuando El Tamarino recién se había formado entre los arrabales de La Victoria. Y ella, La Tongolele chiclayana, ufff, un furor de luces mescladas, rojo, violeta, verde, año 1954, el Taconazo sonaba en el Teatro Dos de Mayo, Los Panchos desde el mero mero México estarían en el Cine Tropical esa noche, - ey compare, todos, ¡¡¡forma tu cola!!!, tú sabes que aquí hasta para cachar hay que ser muy respetuosos y mostrar tu cultura, se abre la puerta, todos se apretujan por ver el rostro de la Tongolele pintarrajada como pavorreal noctívago, silbidos, sin esperar que salga el ocupado, entra uno como toro picado y frenético al toril, sale el otro con los pelos parados, camisa semidesabotonada, con hijo de sudor que recorre su cetrino rostro ferreñafano ¿y?, el otro, uff compañero, La Tongolele es una licuadora humana, parece fogón de chicha morropana por dentro, es una comelona la bandida, es obediente, es una esclava sexual-, una única cola aserpentada tan grande como el tren cañero de Tumán salía hasta el patio de afuera y todas las demás de entre sus puertas sacando la cabecita como ardillas engestadas y dando puñetazos a su puerta. Por esos días La Tongolele, se comía sesenta y dos polvos al hilo en una sola noche llena de calor chiclayano y salía fresca como lechuga, directo a comer a La Romana, su plato favorito: arroz con pato y ceviche a medianoche.
“La Tongolele chiclayana”, era una mulata capoteña, de un metro ochenta y dos con algunos centímetros de yapa en los pies, con unos pechos redonditos como mamey, sonrisa de chilala, silbido de huerequeque, voz pastosa, mirada de tordo y nalgas duritas como corazón de algarrobo. Ni pretensiosa ni arrogante en su trato, a todos los llamaba “mi papi” que hasta los más malogrados y mugrientos sexópatas se sentían dueños de esa cimbreante morena capaz de devorar a todo un regimiento de caballería en una sola tarde sin mostrar síntomas de cansancio, queja ni fastidio. Serena de ojos, nariz curvilínea, boca de ballena jorobada, labios bembones apropiados para la felación, estrecha y contorsionista de circo en las sábanas. Es más, de una dilatada imaginación complaciente y de una obediencia sin límites ni mojigatez, mujer ideal para todos los chongueros.
El día que se supo que la Tongolele chiclayana se despediría de Chiclayo por que haría una gira latinoamericana, fue una conmoción para su legión de amantes secretos, agradecidos y complacidos. Hicieron vigilia durante tres noches seguidas y la cola no parecía terminar. Luis Hinostroza Baldera, archiconocido putañero monsefuano, encabezó e improvisó en el último día un minirecital de sonetos y décimas compuesto para la ocasión, entre La Colonial, La Violetas y La Tropical, en honor de esta mítica samaritana. Doscientos diecisiete parroquianos fueron atendidos en tres fulgurantes noches, cobijados bajo el torso desnudo y los pechos turgentes de la Tongolele. Dicen que la Tongolele se llevó toda la plata de Chiclayo, como para comprarse todos los edificios del cercado de Lambayeque.
Pero la Tongolele acaba de llegar y nadie la reconoce. Con los pechos gelatinosos y chorreados cual jebe líquido, piel acolambada, cejas depiladas como arenal eriazo, labios desguañingados, vientre escamado, piernas estriadas con piel de naranja, con su sonrisa apagada, desdentada y un aliento a sobaco de borracho. Todos la ven hacer esfuerzos y disfuerzos por atraer hasta por la mistad de la tarifa normal y con oferta susurrada de chicoygrande, pero nada, ella sólo es un viejo promontorio de huesos y pellejo envejecido que hace un horrísono contraste con su cuchitril ocasional donde confluyen el menjunje herbolario y espiritista de ruda, timolina, un rancio perfume de Ramillete de Novia, con la estólida pretensión que eso atraería clientes.
Hoy, La Tongolele chiclayana, ya no es la Tongolele, está solitaria, abandonada en el número nueve de Las Violetas de Chiclayo, con las carnes desvencijadas atraídas por la gravedad, el rostro lleno de miríadas de arrugas, un maletín rojo de marroquín de México 70, recuerdo de un futbolista mundialista a su paso por La Nené en Lima, con algunas pinturitas de a sol, baratijas de mercachifle, ropa interior, una sarta de condones sin usar desde hace un mes, es lo que lleva como único patrimonio y un bolsón inmenso a cuestas de nostalgias y recuerdos idos, de viejas glorias.
Esta mañana, se lee en primera plana de un diario carnicero y vampiresco “El cholito Norteño”: Mítica Tongolele, ya fue. La encontraron colgada de una viga a la luz del lupanar el Tamarindo. “Ausencia de clientes y nostalgia la mató”.
ELLA Y MAXIMILIANO
Por Harold Glemm Castillo Peralta
Una mañana turbia se coló por las ventanas. La tenue explosión de luz se disolvió en la inmensa vaguedad del día. Justo cuando Maximiliano interrumpió su café para contemplar la línea militar de las hormigas, acarreando, de un lugar a otro —como desorientadas por la inercia de algo—, imperceptibles partículas de azúcar, ella despertó.
Por la noche había sido nuevamente afectada por aquellos intensos espasmos; los mismos que, durante semanas, la habían puesto al borde de la muerte. Eran cosa rara. Como intempestivas descargas de corriente eléctrica filtradas, con frialdad, desde la punta de los pies y que luego avanzaban, tramo a tramo, haciéndola desfallecer de dolor, taladrándole cada uno de los órganos; logrando que su cuerpo convulsionase, de pronto, como el de una poseída.
Había perdido peso. Había perdido forma. Era tan deprimente percibir su irreconocible humanidad deshaciéndose, cada mañana, entre las sedas holgadas de la vieja camisola de dormir.
Sería el final de febrero y era lógico lo de aquellos terribles accesos de fiebres y calambres. Tal vez lo peor ya hubiese acontecido y no tardaría mucho en reincorporarse a la vida. A aquella adorable y voluntariosa vida cernida sobre una especie de estigma sepulcral que la menguaba. Pero Maximiliano se esmeraba en cuidarla como si de un bebé se tratase. Como si, tácitamente, hubiese venido enganchado a su aliento. Como si, desde tiempos inmemoriales, el reflejo virtual de su existencia lo absorbiera del todo. Ella pidió ir al baño.
Desde muy niña supo del tormento crónico que habría de marcarla por el resto de sus días. Y era febrero el mes más crudo de todos, donde su voluntad y su entereza se quebraban como objetos deleznables. Esta vez pidió café. Pero ya Maximiliano llegaba con la leche que el empleado responsable —el hombre de atavío blanco— había traído desde las primeras luces del alba.
—¿Y cómo sigue ella? —había preguntado éste, con interés, antes de marcharse.
—Mejor, gracias —fue la única respuesta de Maximiliano.
El estío carcomía lentamente los árboles más sensibles y nostálgicos. Sólo algunos débiles contingentes de casuarinas maltrechas y olmos obstinados —que con tesón colosal esmeraban su resistencia— permanecían atrincherados en la parte posterior del vecindario. Cuando las densas nubes acabaron diluyéndose en el cielo —inclusive mucho antes de las siete campanadas—, ella modificó su iniciativa y practicó una breve sonrisa sin sustancia. Un sol ralo —diseminado en el firmamento— estructuraba ya el imperfecto cariz de la mañana. Entonces Maximiliano advirtió, con sorpresa, la manera temeraria en que ella pretendía beber del café de su taza, despreciando así —de modo conciente— la leche que el médico le prescribiera desde el exacto día en que le diagnosticó la enfermedad.
—No tomes de allí —dijo él, mientras bregaba por quitarle la taza.
—Si sigo tomando tanta leche me voy a volver de queso —dijo ella cuando Maximiliano le hubo, finalmente, arrebatado el café.
Más tarde, mientras el cielo cambiaba de tonalidad y el viento transportaba, desde remotos lugares, capas espesas de nubarrones oscuros, él dijo, parado junto a la ventana, al tiempo que ella retornaba hasta el lecho: «Parece que esta noche lloverá». A lo que ella contestó, con expresión melancólica: «Llueve todas las noches desde hace varias semanas».
Nunca imaginó vivir una situación como ésta. Siempre supuso que su rigurosa condición de hombre adusto y lacónico le serviría para atenuar cualquier desavenencia fortuita con el destino. Pero se equivocó. Tan contundentemente como se equivocaba ahora, al pretender disgregar, a su gusto y voluntad, todos los hechos ocurridos en ambas importantes latitudes.
—Me refería a este lugar —señaló él—. Aquí raramente llueve.
Ella se incorporó y se sentó sobre el borde de la cama. Sus ojos se clavaron con limpieza en los esquivos ojos de Maximiliano. Luego agregó, sonriendo:
—Tienes mucha razón. A veces olvido que soy una mujer confrontada entre dos opuestas realidades.
Luego del mediodía, ambos permanecieron en silencio, reposando en sus respectivas habitaciones, mientras sus cuerpos llevaban a cabo la apacible digestión de la comida. Ella almorzó algo ligero. Desde hacía mucho que sus dientes no se esmeraban desgarrando cosas sólidas. Pero se le notaba ya más recuperada, menos frágil y mustia; al menos en espíritu y resolución.
—Ahora empezaré a reverdecer como las plantas —pensó, contemplándose las manos huesudas, contrastándolas con el alegre discurrir de las enredaderas—. A menos que me muera antes —dijo—. Entonces sería como aquellas flores muertas que el viento termina por llevar a la deriva; haciendo que piensen, quizás, con ello, que aún no están muertas.
Mientras tanto, Maximiliano, selectivamente, escrutaba en sus recuerdos. Todo, absolutamente todo en el ambiente se circunscribía a ella. Y sería tal vez impropio aquel furtivo sentimiento. Aquel estímulo tibio y silencioso. Aquel volátil ensueño tallado en madreselvas. El perfume natural de un cuerpo femenino, atosigando cada rincón de la casa, no era, de por sí, lo más sensato y seguro.
Todo se presentó, de improviso, una cálida noche de febrero, cuando despertó violentamente pensando en ella y en sus terribles ataques de epilepsia, en sus accesos febriles, delirantes, y en su inconsolable dolor de desahuciada. Y ella, perfectamente lúcida y honesta, como acostumbrada a su tremendo calvario de décadas, levantando la mirada, pronunció: «Maximiliano, es febrero, y no habrá mes más duro que éste a partir de ahora».
—Desde entonces yo te cuido lo mejor que puedo —dijo él, erguido como la sombra de un poste hacia el umbral de su recámara—. Pero ignoro, francamente, si estás mejor acá, conmigo, que allá, de donde tú vienes.
En seguida ella dijo:
—Ten la certeza absoluta, mi querido Maximiliano, de que, en el lugar de donde vengo, yo ya he dejado de existir hace mucho.
—¿Qué tejes ahora? —preguntó Maximiliano, viéndola tejer con esmero, con una meticulosidad ancestral.
—Quizás una última esperanza; un sueño persistente y solo —respondió ella con sus labios ambarinos y resecos, la vista entera reposada en el bordado.
—Pese a todo —dijo él—, ¿sabes, en verdad, lo que yo siento? ¿Lo sabes?
—Lo sé —respondió ella—. Inclusive mucho antes de que nos conociéramos.
—La noche ya empieza a caer, igual que la lluvia.
—Llueve todas las noches desde hace varias semanas —murmuró.
Mucho tiempo después, cuando ella se sintió más animada, no le importó abandonar el lecho y ponerse a recorrer toda la casa, pisando el suelo frío y sucio con los pies descalzos, propensa a contraer un resfriado. Ya ningún mal era peor que los que ahora la aquejaban. Además, era verano y podía manejar la situación. Nada le impedía disfrutar su mejoría. Congraciarse con la grata vida ausente de los últimos años. Cuando Maximiliano regresó, la encontró recostada en el antiguo sillón de marroquín, conversando consigo misma, parcialmente a oscuras, con una inmensa sonrisa secular enmarcada en el rostro. Entonces él llegó a pensar, con amargura, que su dulce y adorada compañera había, finalmente, enloquecido.
—Te juro que no estoy loca —dijo ella, alumbrada por la luz insuficiente de un pequeño farol—. Siento, más bien, como si hubiera rejuvenecido muchos años. Los necesarios, tal vez, como para sentir que nunca estuve enferma, que todo fue producto de un mal sueño que concluye, que se quiebra y que se extingue en mi cabeza.
—Te comprendo —dijo él—. A veces yo también tengo la imperiosa necesidad de sentirme liberado. De romper con mis propias manos el cristal que captura este momento. No obstante, allá, nadie es tan intrépido como para luchar por lo que anhela, por lo que no puede conseguir con la fría trivialidad del cobre.
—Y es que es tan importante el amor. Tan necesario —dijo ella.
—Ambos lo sabemos ahora —añadió él.
—Quiero darme un baño, hace demasiado calor. Quiero expiar todos los males de mi cuerpo —dijo ella, poniéndose de pie.
—Iré a temperar el agua. No tardo. Espérame un poco —dijo él, obedeciéndola.
—Te espero, como lo he venido haciendo durante todo este tiempo.
Tenía la piel suave, como la de una niña. Un par de senos pequeños y encogidos que inspiraban ternura. Un cuerpo contrahecho en un engranaje de vértebras y costillas crujientes. Las cuatro extremidades revestidas por una extraña y fina vellosidad pronunciada. Maximiliano tenía la total certeza de que pronto la calamidad concluiría. De que, pasado un tiempo breve, ella podría sanar y quedarse con él definitivamente. De por vida.
«¿Acaso la lluvia se convertirá otra vez en aguacero?», preguntó ella, mientras flotaba, desnuda, sobre el agua tibia de la tina. «No lo creo —contestó él—. Hace un instante estuve afuera y me pude percatar de que la lluvia, en realidad, tampoco pertenece a este mundo. Es más, juraría que proviene del mismo lugar que tú». «Entonces, a esta hora debe estar lloviendo también sobre mi casa», dijo ella. «Es lo más probable. Y, por cierto, tengo que informarte que al volver, un grupo de personas me abordó súbitamente y me estuvo preguntando por ti». «¿Y qué cosa le dijiste a ese grupo de personas?», preguntó ella, pensando aún en la lluvia. «Nada, sólo que tú nunca habías existido antes, que habías aparecido recién hoy, en mi vida, justo cuando yo bebía café por la mañana y tú despertabas de tu angustiante dolor de siglos», contestó. «De cierta forma, dijiste la verdad. No has mentido —le dijo—. Nos conocemos desde hace tanto, es cierto. Tú me cuidas. Pero recién hoy es cuando nos damos perfecta cuenta de todo. Cuando le hallamos verdadero sentido a nuestra relación».
Antes del final de la noche, la penumbra fue absoluta. Tajante. Ella encaminó su partida como lo había hecho desde siempre. Con esa misma inusitada postura de alma proscrita en ritual de resurrección. Sin embargo, Maximiliano, acató la realidad con hidalguía. Como previendo, de algún modo, la condición particular del episodio.
Durante la madrugada, él se mantuvo, a toda hora, despierto. Ni un solo murmullo se percibió en la calle. Estaba todo silencioso, como en vigilia. Como en real y permanente incertidumbre. Pero también todo colmado de matices. Como un advenimiento sideral. Ella volvería, igual que cada incipiente mañana. Volvería por que ahora era imposible que no lo hiciera. La mecha vital se consumía ya, vertiginosamente. Y él la aguardaba con el único afán de verla emerger, por vez última, de su concreto universo incomprendido.
Toda aquella aparente inconsistencia —donde las cosas parecían carecer de significación y el tiempo era una idea vaga y circular con respecto a los hechos más disímiles, ajenos a las horas— era la connotación de un mundo metafísico, forjado en los sueños infinitos de dos seres prodigiosos: ella y Maximiliano.
De pronto él le dijo, cuando en definitiva ella apareció:
—¿Te quedas, verdad? ¿Será tal vez éste el sueño individual que hemos estado anhelando?
—Aún no, querido —habló ella con laxitud, como incorpórea—. Tienes que esperar un día más.
—¿Un día más? ¿Estás segura? ¿No sería mejor que yo fuera para allá, a buscarte personalmente, ahora mismo?
—Te morirías tú también de la tristeza. De la brutal indiferencia que allá existe —le explicó—. Allá nadie te escucha. Allá te tildarían de loco cuando apenas les dijeses que a diario te haces cargo de una mujer desconocida y enferma, que sólo se ausenta al final de cada noche y por la cual, además, vecinos atentos y personas curiosas se interesan.
—Entonces, habrá que esperar un día más —dijo él.
—¿Y qué es un día más? Allá no es nada: veinticuatro horas solamente. Celebremos, más bien, por esta bendición enorme —dijo ella—. Celebremos.
—Debes haber sufrido tanto allá —meditó, luego de un lapso—. Quiero decir, todo ello tuvo que haberte afectado mucho. ¿No es así?
—Todo. Es cierto —confirmó—. Pero te juro que lo que más me dolió fue la soledad. La amarga y profunda soledad en que viví.
—Debes haber sufrido tanto allá —repitió, esta vez con la miranda perdida en el plomizo y decadente cielo.
—No tienes idea cuánto —lamentó ella, al fin, fatigada, con un prolongado suspiro.
EL RELOJ
Por Ernesto Facho
A Milagros Santiváñez
El redoble de sus dedos sobre la transparencia de la mesa de cristal destilaba en la atmósfera del café un ritmo monótono, que acababa por marear a Eduardo. Con su mentón sobre la palma izquierda y la mirada extraviada en el espacio, el hombre de las gafas oscuras y el sombrero gracioso daba una fuerte sensación de un desaire premeditado y estratégico que ni él mismo lograba comprender. ¿Habría sido tal vez la densa niebla de aquel invierno frío de septiembre o el nostálgico hechizo de esa balada que dice: Reloj, no marques las horas... lo que lo había puesto tan pusilánime y distraído? No lo sé.
-Señor...
-...haz esta noche perpetua...
-Señor, no pude. Lo siento pero...¿señor?
-...porque voy a enloqueceeeer...
Y el que se estaba volviendo loco era Eduardo. Se mordió los labios para tratar de contenerse y apretó los puños con fuerza sobre la misma mesa que los dedos de su interlocutor hacía sonar con ese molesto y ya familiar sonido.
-Pero le juro que no tuve la culpa. La culpa es de Henry Frank. Yo estaba a punto, muy a punto de....
Por un momento llegó a pensar que no era tan malo ese letargo absurdo por el cual estaba pasando su jefe. De esa manera, él no se enojaría, ni tampoco Eduardo sería reprendido pero, si habla algo que detestaba tanto como la estridente voz de su sobre protectora madre ordenándole asear su habitación (por que él a sus 40 años aún vivía con su madre) eso era, sin duda, ser ignorado:
-¿Alguien más desea participar?
-Yo...¡aquí, ,miss!
-¿No hay nadie? Bueno.
-¡Aquí! -gritaba el niño-
-Los germanos, que poblaban la región comprendida entre los ríos Rhin, Danubio, el Mar Báltico y el Mar Negro, fueron los primeros que invadieron el Imperio, empujados por los Hunos.
-¡Los Visigodos!
-...Estos procedían de Oriente, habían iniciado su terrible...
-¡Maldita sea, vieja gorda! ¡Le digo que fueron los Visigodos! ¡Todos al mando de Ataúlfo!
Ese día Eduardo fue suspendido.
-¿Señor...?
-Ella es la estrella que alumbra mi ser, yo sin su amor ...
-...le digo que...
-...no soy nada...Oye, Eduardo.
¡Hasta que por fin tuvo su atención! Un aura de alegría comenzaba a amanecer en el rostro de Eduardo y ahora se podía apreciar la bien cuidada dentadura que poseía gracias a que su madre le recordaba cepillarse lo dientes todas las noches. Estaba sonriendo. Su tez cobró color de más, una lágrima que sus ojos no pudieron contener se deslizó verticalmente hasta el bolsillo de su terno beige y posteriormente descendió hasta evaporarse sobre la mesa.
-Eduardo...
-¡Dígame, señor!- respondió con euforia.
-Eduardo...
-¿Qué se le ofrece? (se retira la boina gris, la toma con las dos manos y la aferra a su pecho)
-Eduardo...¿El reloj es de Los Ángeles Negros o de Los pasteles verdes?
Un silencio, frío como la hoja de una funesta daga, atravesó el corazón de Eduardo y difuminó su último ápice de tolerancia. Su cuerpo anquilosado por la impresión no atinó a mover ningún músculo. Se quedó así algunos segundos más.
-Ella se irá para siempre, cuando amanezca otra veeeez....
Y Eduardo tenía ganas de revolcarse en el piso y dar de pataletas como un niño.
-Eduardo, puedes irte...
Unos demonios que pasaban por allí se sintonizaron con la densa frecuencia vibratoria que dejaba percibir la incontenible ira de Eduardo. De súbito, buscaron su espacio dentro de su delgada materia y lo hicieron empuñar el tenedor.
La tercera situación que más detestaba Eduardo era que le hagan perder el tiempo.
-¡Renunicio!
Las puertas del café se abrieron y el ya relajado Eduardo se fue silbando esa canción que dice: Reloj, no marques las horas... por las calles vacías, penetrando en esa misma niebla espesa que mató de nostalgia al hombre de gafas oscuras y de sombrero gracioso.
Aquel hombre, su jefe, se quedó con una expresión de asombro tatuada en el rostro ante el impulsivo proceder del que había sido su más fiel empleado y quien le había soportado sus caprichos y desaires por diez largos años. Sí; hoy cumplían diez años como equipo. Lo iban a celebrar a lo grande, pero los mariachis de la agencia "El chavo" que contrató para su fiel empleado nunca llegaron. La gente comenzó a amontonarse a su alrededor.
El infeliz tenía clavado el tenedor en el pecho.
( Chiclayo, abril 25 de 2009, después de una fructífera e inspiradora conversación por teléfono con Mili)
AL TAITA NO LO ABREN
Por Luis Alarcón Llontop
El sol se estaba poniendo, lento y pesado, entre los enrojecidos apus de la jalca de Huancavelica cuando al fin divisamos Puquio. Nadie imaginaba que el último pueblo de Pampas, Tayacaja, podría quedar del lugar a 12 largas horas repartidas subidos en camión y montados a lomo de bestia. Nadie de los cinco que íbamos a practicar la autopsia de taita José, a pedido del teniente gobernador de Puquio porque “dudaba seriamente de su muerte natural”, imaginábamos tampoco que existiera una belleza paradisíaca esperándonos después de todo.
Y allí estábamos: el fiscal; su asistente, una chica limeña estudiante de leyes a quien el rancio olor de las chompas y frazadas de los naturales le había provocado un interesante cuadro de náuseas crónicas; el oficial Aníbal, que se encargaba de las diligencias; el utilero que cargaba las herramientas para la operación; y yo, el único médico de la zona.
La noche se filtraba de a pocos por todos los espacios abiertos por donde sólo hace unos minutos reinaba la luz. Nada parecía habitar el pueblo sino sólo mulas atadas a los pórticos de las pequeñas viviendas de paja y techos de zinc, y alguna que otra ave de corral suelta por las callecitas que se perdían en sus propios zigzag. Como si me leyera el pensamiento, la estudiante de leyes, con una mano tapándose la nariz porque ya comenzaba a percibir los olores de su desgracia, quebró el silencio en voz alta: “Deben estar todos en el velatorio. Es la costumbre”.
La luz anaranjada de cientos de velas en la noche ya totalmente cerrada, nos atrajo hacia la morada del Taita José. Era el único punto iluminado en el pueblo y llegué a pensar que más nos movíamos por fototropismo que por alguna razonable voluntad de hacer las cosas.
Sí. Allí estaban todos. Todos no era un gran número; 100 o 150. Rostros cetrinos, ceños fruncidos, cabellos hirsutos, de una estatura inferior a la del promedio de los habitantes de otros pueblos menos escondidos. No parecían mirarnos. O ignoraban a sabiendas nuestra presencia. Sólo el teniente gobernador se acercó alumbrado por una lámpara que sostenía una mujer que debía ser su esposa. Por la expresión traía malas noticias pero sólo se las dijo a quien le entendiera la más agreste variante del quechua que jamás había oído: el utilero. Le cuchicheó sin mirarnos, avergonzado.
El fiscal rompió en español con un “¡¿Qué diablos pasa?!” El utilero le explicó que el pueblo no quería autopsia. Que Taita José era su más respetado ancestro. Que una práctica médica occidental de rutina como la que nos acometíamos a hacer, les equivalía a ellos algo así como a herejía. Que al fin y al cabo iba a ser imposible sacar su cadáver del lugar y que mejor, si no queríamos contratiempos, diéramos marcha atrás.
El fiscal quiso imponerse pero los andinos, que si no entendían nuestra lengua sí comprendían nuestras actitudes, sacaron sus hachas y machetes de sus ponchos y, siempre sin mirarnos, corearon en un castellano seco “¡Al taita no lo abren! ¡Al taita no lo abren!”.
Nadie supo qué hacer. Sólo la estudiante de leyes. Sacó de su file la carta del teniente gobernador donde solicitaba nuestra intervención y en el tono más enérgico que jamás le había escuchado a una mujer –por demás a punto de desmayarse no por la impresión sino por el olor de tanto poncho junto- se la extendió a su autor. -Usted mandó esto. Si no quiere autopsia rompa el documento.
El teniente gobernador entendía, como sus pobladores, las actitudes. Tomó su carta de puño y letra y él mismo la rompió en tantos pedazos como seguramente habría hecho el pueblo con nuestros cuerpos si hubiésemos insistíamos en lo de su Taita.
Luego, durante toda la noche y la madrugada, los acompañamos en su velatorio, entre cantos que no entendíamos bien, pero que deberían ser de lamento y consternación y bebiendo largos tragos de llonque. Al amanecer nos esperaban 12 largas horas de regreso. Unas en bestia, las otras en camión.
NICO, EL ILUMINADO
Por Javier Villegas Fernández
Todo estaba oscuro y sentía mucho miedo. Temía que algo malo sucediera. El viento soplaba fuerte y hacía crujir las ramas de los árboles. Los caballos relinchaban, las mulas bufaban y los perros aullaban. Era una noche tétrica, escalofriante.
A lo lejos apareció una luz muy débil, tenue, casi imperceptible. Se fue acercando lentamente, y a medida que se acercaba, se hacía más brillante, más luminosa y enseguecedora. Se posó en su mano, el cuerpo le tembló como si fuese gelatina, sintió más miedo aún, atinó a correr despavorido, y si el ninakuro no le hubiese hablado, quizá se hubiese desbarrancado de tanto correr o desmayado en el acto.
- No sientas miedo, no debes temer – le dijo, con una vocecita acariciadora – He venido a buscarte, tú eres el elegido. Además los niños como tú son seres que necesitan protección como nosotros.
- Eso es cierto, muy cierto. Los niños del campo, los niños que somos pobres, nos divertimos con ustedes y con otras criaturas, que abundan en el campo, ya que no tenemos juguetes. Es más, no pueden comprarlos, porque con lo que ganan no alcanza ni para el pan, por eso nos entretenemos con ustedes, ya que alegran la noche, porque parecen estrellitas, en permanente danza luminosa.
Nico había recuperado la calma, y se olvidó que su madre le había dicho, que las luciérnagas también son premonitoras, que anuncian cuando alguien va a morir, moviéndose de un lado a otro, de forma escurridiza y con un halo de luz a su alrededor. Tomó en sus manos al insecto y empezó a caminar, quería sentarse debajo del aliso, ese árbol frondoso que había crecido, frente a la puerta de la choza, y mientras avanzaba le dijo:
- ¿Cómo te llamas?
- Soy el ninakuro Kuro, ese es mi nombre, suena un poco raro; pero así me llaman mis amigos, los ninakuros de mi edad y los escarabajos – contestó el bichito.
- ¿Y tu nombre cuál es? – preguntó Kuro.
- Mi nombre es Nicanor, pero al igual que a ti, mis amigos, de cariño me dicen Nico.
- ¿De dónde vienes?
- Vengo de las profundidades. Nosotros, los escarabajos y otros animales, somos los guardianes del mundo de abajo, del subsuelo – contestó el ninakuro.
- ¿Por qué solamente salen en las noches?
- Salimos en las noches, para indicar que también existimos, para buscar alimento, para anunciar la llegada del verano, para alumbrar los corazones y el pensamiento de los hombres, que han teñido su alma de gris. Nosotros llevamos la luz de la vida, somos la luz de la esperanza, esa esperanza que el hombre moderno, ha perdido.
Al escuchar esto, Nico se quedó callado, pensativo y con la mirada perdida, entre las ramas del aliso que lo cobijaba. Recuperó la tranquilidad y miró a su alrededor, observó una infinita danza de luces, otra vez sintió miedo, ya que parecía que todas las luces se dirigían hacia él. Los ninakuros me quieren atacar, pensó. Se incorporó y quiso lanzar con toda su fuerza a Kuro, pero éste lo detuvo.
- ¡No…! ¡no!, no hagas eso. Te sugiero que me coloques sobre tu pecho, muy cerca de tu corazón, para que sientas que también tengo vida, para que sientas mi luz, en lo más profundo de ti.
Nico colocó al bichito sobre su pecho, y jubiloso exclamó:
- ¡Es verdad! ¡es verdad!, siento su luz en mi corazón, siento que alumbra, que se ha vuelto luminoso.
- Así es como deberían tener el corazón, todos los humanos, llenos de luz, de amor y de bondad – dijo el ninakuro.´
Mientras esto sucedía, entre Nico y Kuro. Las estrellas en el cielo, habían aparecido como por arte de magia. Titilaban alegres y luminosas, dirigiendo sus destellos hacia el corazón de Nico. Esa noche sintió, que había sido elegido, para propagar la luz de la verdad, de los sentimientos nobles, especialmente del amor y la amistad, que se están apagando en el mundo.
LA ETERNA GRUTA
Por Marcial Castillo Jiménez
Mientras David conversaba con el viejo guía, pensaba en las catorce cruces que debía pasar para llegar a la Gruta. El anciano parecía complacerse relatando cada historia:
Son miles de fieles con miles de historias que han llegado a esta gruta para remediar sus trágicas vidas o depositar sus congratulaciones por los milagros concedidos.
David y el anciano iniciaron el camino. Habían partido del hospitalario pueblecito de Zapote y al instante sintieron sus pasos en ascenso. El viejo continuó:
Hace diez años acompañé a un niño. Una profunda tristeza calaba en su rostro, pero pude satisfacer mi curiosidad sobre la razón de su congoja: Mi padre está a punto de perder la razón porque su negocio está en bancarrota- me dijo – Tenemos una pequeña tienda de abarrotes que no le reportó las ganancias que él esperaba y las deudas lo agobian. Entonces pedirás a la Cruz que tu padre tenga más clientes para mejorar el negocio. Me respondió: No. Le pediré que mi padre no se enferme para que pueda afrontar la situación.
David calificó de interesante la historia, por eso dejó que el anciano continuara, mientras escalaban el imponente Chalpón que cada vez crecía más. Habían pasado ya la tercera cruz.
Fue en época de invierno. Acompañé a un adolescente de aproximadamente diecisiete años. Igual que aquel niño, el muchacho denotaba pronunciada aflicción: Necesito ver la Cruz, una mujer destrozó mi alma. Tratando de sosegarlo le dije: En remedios del corazón, la Cruz tampoco te abandona, pídele que ella regrese a tu lado. No,- me respondió- le pediré que me dé fuerzas para no suicidarme.
David consideró patético el desenlace de la historia, por eso no desvió el discurso del anciano. Ya habían superado seis cruces. Casi no tenían cansancio. Había pequeños tramos con escalinatas asfaltadas que aliviaban el camino. Éste era todo alegría, a ambos lados muchos ofertaban sus productos: milagros, denarios, dulces, cuadros, réplicas… El anciano no cesaba de narrar:
Pero el caso que más me impactó fue el de un joven de aproximadamente veintiocho años que llorando me dijo: Tengo una hija de dos años, la secuestraron por equivocación, piden veinte mil dólares que ni en sueños los podría reunir y hoy día se vence el plazo. Lo lamento, mi querido amigo, y comparto tu dolor- le dije- y tratando de adivinar su petición le pregunté: ¿Le pedirás a la Cruz que no le hagan daño? - Algo más, le pediré a la Cruz que me la devuelva, me contestó.
Hubo un silencio momentáneo, llegaron a la decimotercera cruz, el camino era de escaleras empinadas, anunciando la cercanía de la gruta, asentada en el seno del glorioso Chalpón, el cerro de ensueño, de donde se divisaba, diminuto, al generoso pueblo de Motupe enfrascado en todo el verdor de algarrobos y frutales.
El viejo guía decidió dejar a David. Este último, extrajo un billete del fondo de su bolsillo, se lo otorgó a su compañía y después finalizó diciendo:
Amigo, tuve un padre que perdió su negocio, nunca lo recuperó, pero logró pagar sus deudas y no se enfermó; una mujer me engañó cuando tenía diecisiete años, nunca volvió hacia mí, pero tuve fuerzas para no suicidarme; me casé a los veintiséis años, la niña que me secuestraron regresó a mi lado, apareció llorando en la puerta de mi casa, ultrajada, de sed y de hambre - No puedo creer lo que me dices- respondió impávido el viejo- Sí, amigo, la Cruz me devolvió la vida, y nunca voy a dejar de agradecérselo.
Al escuchar tan insólita revelación el anciano se retiró en descenso y sólo atinó a decir:
Hasta pronto, amigo, hay un niño muy triste que me está esperando allá abajo y quiere que yo lo guíe…
JUÉGATE CON LOS SANTOS; NO, CON LAS ÁNIMAS
Por Gilbert Delgado Fernández
En la fría noche andina, mientras se quemaba la teja, los tres compadres disfrutaban de la mutua compañía. Era el momento adecuado para compartir las cosas curiosas, ahora que la coca afinaba la memoria y el alcohol desenredaba la lengua. Sobre todo, de las cosas sobrecogedoras, de esas animadas por los espectros de la luz de la luna que parecen adoptar formas humanas a la medianoche; más aún, cuando las susodichas sustancias han hecho, más bien, mella en la conciencia.
Yo no olvidaré jamás- empezó el más viejo- aquella noche en que una almita me acompañó durante todo el viaje. Al comienzo, fue un ninacuro que acompasaba mi andar con su parpadeante lucecita. Divagué por un momento en mi pensamiento olvidando por completo al lampíride. Me trajo de vuelta a mí mismo una luz celeste que, como una linterna sorda, aspergía su luz en mi camino. Volví la cabeza y vi una esfera suspendida a tres metros de mi hombro izquierdo que débilmente me iluminaba. Tuve que volver otra vez la mirada porque me pareció haber visto algo más. Sí, ahora lo distinguía mejor. La esfera no estaba suspendida en la nada; sino que, a manera de un quinqué, pendía de una mano cerrada; bueno, de unas falanges formando un puño. El portador de la esfera vestía un traje de sacerdote y el cordoncillo que bajaba desde el nudo en la cintura chicoteaba contra las piedras movido por el viento. El cuerpo flotaba. Volví la vista a mi camino que ahora estaba opaco e impreciso porque mis ojos estaban anegados en lágrimas. Así anduve durante horas con la esperanza de que me abandonara en algún momento tan escalofriante compañía; pero, en vez de irse, acercó el farol a mi hombro. ¡Venía sentado detrás de mí, sobre el caballo!
Sírvase, compadre- interrumpió el más joven-. El ninacuro es una luciérnaga de luz intermitente, pero el cocuyo, por ejemplo, es de luz permanente, como una vela prendida. Eso tuvo que haber sido. Lo demás fue motivo de su miedo.
Podría ser, compadre- contestó el más viejo-; pero al llegar al pueblo, mi depresión fue aún mayor cuando me enteré que don Geranio Flores, mi socio, que no pudo acompañarme en ese viaje por un malestar, al parecer, de poca consideración, había muerto. Llegué para el entierro. Fue su almita, compadre, la que me acompañó durante todo el viaje como lo hiciera tantas veces en vida.
─ Pura coincidencia, compadrito. No es sorprendente ver luciérnagas a lo largo del viaje. Si no, pregunte a los arrieros.
─ ¿Y acaso no sabemos distinguir una luciérnaga de lo que no lo es? Salud, compadre. Intervino el tercero.
─ Sí, puede reconocer a una luciérnaga porque la ha visto muchas veces; pero ese no es el problema. ¿Cuántas veces vio un alma para estar completamente seguro de que lo es cuando la vuelva a ver? Respondió el más joven.
─ Permítame contarle lo que me ocurrió a mí- dijo el tercero mientras se servía con el más viejo.
La noche del velorio de don Ponciano Arboleda, me volví a encontrar con unos buenos amigos, familiares del difunto, y pasamos toda la noche y el día siguiente hasta el momento del entierro entre coca y aguardiente. Al momento mismo de la inhumación, me encontraba tan ebrio que aproveché los responsos para meterme en un nicho vacío, dispuesto a descansar por unos momentos. Dormí como muerto. Desperté de madrugada y me impulsé pensando en sentarme sobre la cama, pero me di tal golpazo en la frente contra el nicho que nuevamente me quedé tendido. No recordaba nada, no sabía dónde estaba. A tientas fui arrastrándome por la aspereza del cemento hasta lograr salir. Me encontraba en el cementerio, ebrio aún. Un montón de velas casi a punto de extinguirse me recordó a don Ponciano. Me dirigí hasta las rejas dispuesto a salir, aliviado de que sea en el camposanto y no en la iglesia donde me encontraba, pero un perro negro y enorme se empeñó en estorbarme el paso. Su ladrido parecía venir desde muy lejos y de sus ojos destellaban chispas azules. No tuve otra que salir trepándome por uno de los muros.
─ Salud, compadre. Esto no ha ocurrido en estados de sobriedad- insistió el más joven-. Ya sea bajo efectos de la coca o del aguardiente, es que hemos provocado trastornos en nuestra percepción. Nada más que alucinaciones.
─ No se exprese así, compadre. Nuestros mayores nos enseñaron...
─ No se trata de respeto ni de sentimentalismos; se trata de razón.
─ Ahí mismito, compadrito, fíjese en esa luz ahí mismito… Cuando no se apaga dicen que es el alma.
─ Qué alma ni qué alma; van a ver ahora mismo lo que hago.
─ ¡No, compadrito, eso no se hace! Se exaltaron los otros dos.
Sacó el machete de la faja y, tambaleándose por la borrachera, se acercó amenazante hacia la polilla, dispuesto a extinguir su luz a puro filo del acero; lo levantó y, cuando estuvo a punto de golpear,…
Al día siguiente, el muchacho recobraba la conciencia perdida debido a una brutal golpiza. No recordaba nada después del momento en que levantó su machete para deshacerse del almita. Sus compadres acongojaron al pueblo contando que la esfera de luz celeste adoptó la forma de un hombracho que propinó una rotunda paliza al atrevido joven, castigándolo porque se mostraba irrespetuoso con la sabiduría de los mayores con respecto de las almas y de los difuntos.
Pero, si es una entidad espiritual, tal como ustedes afirman, ¿cómo es que ha podido golpearme? Exigía explicaciones el más joven.
Ellas sabrán cómo. Juégate con los santos; no con las almitas.
Fue todo cuanto respondieron sus compadres mientras los presentes asentían con la cabeza.
EL PERRO ESTAFADO
Por Antonio Castro Cruz
Mailo siempre estaba inquieto. Quería ser ave y volar, pez y nadar, caballo y correr sin parar.
Cierto día le dijo un científico: “Puedo tu deseo cumplir. Te convertiré en hombre y podrás volar, correr y nadar”.
El pacto se cumplió. Mas el perro siendo hombre corría porque no había para los pasajes, nadaba para comer algo del mar y volaba al ver a los congresistas.
Convertido en hombre. ¡Qué gran estafa!
EL CONGRESISTA QUE NO PODÍA ORINAR.
Padricio de la patria. Tenía el título de conferencista de sobra. Pero un día al hablar de igualdad (Proyecto de ley presentado por él) se metió en un rollo tremendo. Él nada de esto practicaba. El rollo fue peor porque quería orinar y no salía de las preguntas. Media hora después se mojó en los pantalones. ¡Igual al agua, igual al bebé! ¡Sí, igualdad para todos!
MUERTE VACACIONAL
Por coger una paloma Eliseo cayó de un cuarto piso pero la Muerte en sus brazos lo contuvo. “No temas- le dijo- estoy de vacaciones”.
MUERTE COLECCIONISTA.
Sin descansar, la Muerte, coleccionaba vidas. Pasó por una cueva de artistas. ¡Vaya!- se dijo- ¡Aquí no hay nada que coleccionar!
LAS MIL Y UNA PLAZAS.
Fue Hortensio a postular, pues se quería nombrar de profesor. Al llegar vio que eran mil y una plazas, corrió a coger un expediente. La atención era hasta las 10:00a.m. y él había llegado a las 10 y 01.
- “Lo siento. En el minuto perdido se cubrieron mil vacantes” Le dijo la secretaria.
- ¡Listo. Queda una! Sonrió Hortensio.
- Lo siento, esa vacante ya está comprada. Pero no se preocupe, nos vemos dentro de cien años.
PROSTINIÑA.
- ¿Quién eres? Preguntó un viejo a una niña.
- Soy prostiniña.
El viejo intentó cogerla y ella gritó. Anterior a esto un joven y un niño quisieron hacer lo mismo y el padre que era cargador los había masacrado.
- Ah- se acordó la niña- no soy lo que decía; me llamo Pristi y soy niña, o sea Pristi niña. Y se puso a jugar.
ELÍAS REGRESADO.
Bajó del cielo un carro muy bello, con caballos de fuego.
- ¿Quién eres? Preguntó un niño llagado y pálido.
- Soy el de Tisbe, siervo del Señor.
- De verdad no te conozco, me voy a morir… Qué lindo carro. ¿Podría tocarlo?
- Sí, para eso he venido, a llevarte con nuestro Dios.
Aquel día ambos subieron al cielo.
35 SEGUNDOS PARA PERDER A LA ENAMORADA
Caminaban abrazados, cumpliendo la voluntad de Eros. Fue en ese instante rápido, veloz, cuando él la tomó de su cintura, la besó, avanzó, sonrieron y no se fijaron en la caja de agua que no tenía tapa, sus pies se hundieron, gritó, cayó, se golpeó en la frente, suspiró, lloró, se despidió y allí murió. ¿Y él? Siempre quiso escribir una historia, ahora ya la tenía, (el arte, el arte). Se arrodilló, la miró y finalmente siempre mudo la besó en la boca.
No hay comentarios:
Publicar un comentario