(Un cuento olvidado de un novelista lambayecano)
Por Mario Puga Imaña
El susurro persistente y lejano de las palmeras prolongaba su modorra matinal, estirándola, lánguida y tenazmente, en su adormilado estar inmóvil sobre el blando y tibio lecho, sin decidirse a abandonarlo. Con agudo dolor en el hombro, asomó el brazo delgado y blanco. Vio sus manchas oscuras, los lunares que evidenciaron su cuerpo, valiéndole el apodo de manchado. Era el murmullo tranquilo y perezoso de las palmeras que dan sombra y elegancia al patio principal de la Prefectura, bajo las cuales, ayer, se aglomeró lo más distinguidos de la ciudad y del departamento, gentes que acudieron temprano a formar la comitiva del nuevo jefe, el señor prefecto, recién nombrado por las autoridades de Lima.
Si, él, lánguidamente tendido en su lecho, sentía el cansancio de la apoteosis que ayer viviera, cuando recibió del presidente del Tribunal de justicia el reconocimiento de sus funciones y él pronunció el juramento de ley; y, antes aún, cuando en la catedral inconcluso oyó la oración del señor párroco, contempló a varios miles de hombres prosternados ante el lábaro sagrado y él se hincó y recibió la bendición del ministro de Dios. Luego, levantándose con la majestad posible a su cuerpo pequeño y endeble, empezó a retirarse, erguido de la muchedumbre de notables, encaminándose a la puerta del templo y salió bajo sus arcos; entre las robustas y altas columnas grecolatinas, recibiendo el sol del mediodía, su abrazo vigoroso. Caminó a través del amplio atrio, descendió la escalinata, flaqueado por el primer magistrado judicial y por el presidente de la Cámara de Comercio y Agricultura, vestidos en pulcras ropas negras.
Aquel, el presidente del tribunal, con bicornio de terciopelo, de birretes rojos y de borla en la cúspide y su Jacques de largos faldones, que le hacían grotesco, con sus piernas demasiado cortas y su tórax robusto de mestizo; figura más ridículo aún, cuando lo miró los botines de charol, ajustados hasta hacerle visible las feas protuberancias de los pies.
Bajo por la escalinata, siguiendo el camino que despejó la policía, abriendo calle entre la masa de curiosos, rumbo al palacio de justicia. Y, después, nuevamente en la calle, para recibir los brindis de la sociedad que él regiría ahora. Caminaba hacia el Club de la Unión, flaqueado del otro lado, a su derecho, por el corpachón enorme del presidente de la Cámara de Comercio y Agricultura, el hacendado poderoso, el gran azucarero, con sus movimientos pesados pero enérgicos, su cara encendida por la sangre congestionada, quien debía detenerse para que él, el señor Prefecto, no se rezagara; o para que él, el hacendado, no se adelantara a la autoridad.
El sol caía como torrente de metal hirviendo, quemándole los ojos y las partes desnudas, mientras la comitiva avanzaba entre la masa de ciudadanos que le miraban hoscos pero impasibles, para entrar al parque, con sus jardines bien cuidados, sus hermosos almendros y jacarandas, sus enredaderas –la bellísima peruana de flores rojas, violetas y blancos-, cayendo en lluvia fresca y dulce a la sombra de las palmeras inmóviles, quietas, como si ellas también espectaran esta ceremonia que él sentíala llena de dignidad y decoro.
Con su paso menudo, su cuerpo blanco soportaba las miradas. Sobre él confluían los ojos impenetrables y severos de indios y mestizos, no mucho más alto que él, pero si recios, de anchas espaldas redondas y coronadas por cabellos negros, lacios y rígidos, que le miraban con enojo pero sin ansiedad, viéndole con cierto mudo reproche que sus rostros no reflejaban, pues eran más bien impasibles, como si sólo sus ojos profundos y pequeños expresaran el dolor, en tanto sus rostros permanecían detenidos en una actitud hierática. Era una muchedumbre de camisas blancas de tocuyo, pantalones de dril en colores oscuros, con perniles cortos, llegándoles hasta media pantorrilla, y, luego, la canilla desnuda y los pies anchos y gruesos, descalzos y metidos en llanques de cuero basto, mal curtido, sujeto a los dedos por tirantes.
Llevando consigo la caliente humedad de su sudor, aprisionando bajo la camisa de rígida pechera y de frac ajustado, el señor prefecto llegó, entre sus acompañantes a la escalera del Club, cubiertos los peldaños con alfombra mullida. Sintió crujir los escalones de madera bajo el cortejo. A sus espaldas escuchó la voz imperiosa de los empleados, cerrando el paso a quienes no exhibían la tarjeta especial, a quienes no labraron su camino de prosperidad para merecer esta compañía selecta. Entonces, en el ambiente descongestionado el empezó a respirar, mejor, recibiendo con intermitencias, las ráfagas de aire que los abanicos eléctricos despedían en su movimiento de arco.
Detrás de la puerta de su dormitorio sintió moverse al ordenanza, vio su sombra contra la mampara. Abrió la puerta cautelosamente y apareció su cabeza de soldado, mirando hacia la cama. Luego se enderezó, dio un paso dentro de la habitación, silencioso, casi deslizándose y viendo que su amo estaba despierto, se cuadró; y dijo, disculpándose:
-Me pareció que dormía.
El no contestó. Estaba cómodo entre las sábanas de lino, en la sombra de esta habitación que ocuparon sus predecesores. Sólo siguió mirándole, mientras sus párpados caían flojos, protegiéndole de los rayos del sol filtrada por la puerta entreabierta. El ordenanza permaneció con la mano en el pistillo, sin adelantarse más. Entonces decidió retirarse, moviéndose de espaldas, retrocediendo, y cerró la puerta, sin hacer ruido. El Prefecto cerró los ojos y se hundió más en el reposo. “¡Ah, qué gente, señor, qué gente!”, y suspiró exhalando el aire de sus pulmones con silbido prolongado, pareciendo meditar al mismo tiempo.
En el Club de la Unión se había brindado por la felicidad del señor Prefecto, y cada uno de los oradores le expresó el propósito más rendido de colaborar en su obra de gobierno, ser fiel y leal servidor de sus designios. “Lo de siempre, nada más; lo mismo de siempre”, se lamentó para sí, mientras sostenía en la mano izquierda la fina y grácil copa llena de Champagne viene de Cliquat y con la derecha apretaba las manos que se le ofrecían. Entre el murmullo de los circunstantes le llegaban frases del orador, ahora un sujeto de piel oscura, de quien no supo en ese momento por qué estaba perorando ni para qué, del que ni siquiera sabía quién era ni por qué se le dejó entrar. porque él, el señor Prefecto, le disgustaban los negros, mortificándole no porque le recordaron sus propias manchas, sino porque eran inferiores, también, al mestizo; y porque los mestizos de negro siempre son gente peligrosa “¡cuídate de los negros!” parecía decirle sus conciencia, la voz de su instinto o lo que llevaba dentro. Veía los ojos del orador, de pie en un grupo de cholos y de indios; su pelo crespo y apretado, su piel hollada por cicatrices y granos, y su mandíbula gruesa y prominente. Sin embargo, su voz sonaba delgada y alta, atiplada; y el contraste con su apariencia le hizo sonreír. Entonces oyó la voz confidencial de su ayudante que le decía:
-Escuche usted; escuche, señor Prefecto.
Y él escuchó. El orador decía cosas que le interesaba, “Usted, señor Prefecto –le llegó la voz aguda del moreno-; usted, representante del Supremo Gobierno, es la máxima autoridad en nuestro departamento. A usted le confiamos la defensa de nuestras libertades, de nuestra seguridad, en sus manos está el goce de los frutos de nuestros esfuerzas…! Carraspeo, limpiándose la garganta.
En ese momento comenzó a escuchar la voz indiferenciada, ininteligible, que subía desde la plaza, metiéndose por puertas y ventanas, perturbando la ceremonia, y fue creciendo más y más. Era una voz sorda, más que un rumor, más que el ruido informe de los cuerpos en movimiento o que el eco confuso de palabras viniendo de grandes distancias. El sintió que era una voz colectiva levantándose de la masa estacionada del parque, bajo los balcones del Club, que exigía algo, aunque sin ser un verdadero clamor, sin poder decirse que hubiera desafío o intemperancia, impertinencia o terca reclamación; subiendo como oleaje frío y repetido que asediaba, tomaba por asalto al Club, reptando por sus paredes y fluyendo al interior del gran salón.
Luego, llegando apagadas y borrosas, pudo escuchar las palabras del orador: así, señor Prefecto, nosotros los trabajadores organizaos prometemos a Usted…” Pero alguien, entonces, se le acercó, diciéndole:
-Es a usted, señor, que quieren.
-¿Qué quieren?- preguntó este extrañado, porque en la ceremonia el no acostumbraba dirigirse al pueblo, y esta exigencia inusitada grave infracción del precedente y de los cánones, una violación de la sagrada costumbre que hace de la toma de mando un acto solemne, de escogidos, el tete a tete de los grandes y poderosos. Por esto, la voz anónima que reclamaba era, sin duda, una audacia. Y, por un instante, le llegó otra vez la palabra del orador oscuro y lacrado, que decía: “Nuestra colaboración en vuestra obra de gobierno, porque los trabajadores organizados estamos contra las perturbaciones, contra esos rojos agitadores, a quienes nuestra poderosa central…”
¿Qué me dices?- se preguntó a si mismo el Prefecto- ¿Qué me dices? Y el pequeño y flamante Prefecto sintió que su antigua, la vieja fuerza de sus mayores, que le dio tantos triunfos, empezaba a soplarle, hinchándole el pecho, cuando el informante oficioso insistió:
-¡Que usted les hable, porque desean saber…
Pero el señor Prefecto ya estaba en su papel, con el mando en la mano en vez de la copa de picante espumoso champagne. Y, mientras el orador oscuro y sudado, terminaba diciendo:” os prometemos fidelidad, porque con usted la justicia se cumplirá sin desmayos ni compromisos y se dejaban escuchar los aplausos, el volviéndose hacia su ayudante de charreteras doradas, imponente en su uniforme de paño azul elegante, y le habló al oído. Este salió, girando sobe sus talones con marcialidad automática. Y al mismo tiempo que pensaba el Prefecto:”Ese es uno de los míos!”, le hizo una seña con la cabeza y el orador, que disfrutaba de los aplausos, se le acercó, tendiéndole la mano, pero el representante de la autoridad abrió los brazos y e ellos vino a quedar el grueso pecho del dirigente, deformada la cara por la emoción y la concupiscencia encendida en sus ojos.
-¡Muy bien, muy bien! –le dijo el Prefecto, entusiasmado- Eso es hablar, amigo mío, ¡así haremos patria!-. y le retuvo a su lado, para que todos comprendieran que aquél era uno de los pilares de su gobierno.
Pero, entonces, desde abajo y fuera, se alzo otra vez el oleaje, denso y profundo, agitado en reflujo que superaba nuevos oleajes; y entre el rugido anónimo se destacaban los gritos:
-¡No!, ¡no!, ¡no!
Y el Prefecto escuchó el golpetear de los cascos, empujando a la gente, el chasquido de los sables cayendo de plano en las espaldas, y el remolido de pisadas confusas que empezaban a alejarse, empujados los hombres por los caballos. Y reapareció el ayudante, diciéndole con seca marcialidad.
-Cumplidas sus órdenes, señor Prefecto
-Bien, bien –admitió éste, complacido
Pero también los concurrentes escucharon y parecieron desconcertados o aturdidos, porque el rumor de la plaza se transformó en golpes, en ayes y maldiciones, en alaridos de dolor y gritos de impotente rabia. Y de los notables se desprendió el hacendado, caminando hacia él con sus pasos largos y firmes de campesino de amo; y llegando hasta el Prefecto, le dijo:
-Permítame, usted.
Sin esperar su respuesta, le tomó por el brazo, le alejó de los que le acompañaban, y con voz baja y tensa le dijo:
-No es este el medio, señor Prefecto-, apretándole el brazo que no le había soltado- Usted no debe provocarles. Si no quiere hablarles, ¡que vamos hacer! Pero no le provoque… Porque, entonces, esto marchara mal
-¡Usted cree?- le replicó el Prefecto con sonrisa fría- ¿Usted cree? Tengo veinte años de lidiar con estos imbéciles…Sé lo que hago…
El hacendado aflojó sus dedos, le soltó. Había cesado el rumor y sólo se escuchaban los cascos de los caballos volviendo a sus posesiones, formando otra vez el destacamento de escolta bajo los portales. Y el hacendado se inclinó sobre el oído del señor Prefecto, con la ira de sus facciones, lívidas ahora, murmurándole:
-Así, en esta forma, usted no tendrá lo nuestro. ¿Comprende?
“Esto es otra cosa”, pensó alarmado él, mirando el rostro enfurecido. Pero le sonrió de nuevo, porque no se arriesgaba a perder eso que era muy importante, tres veces más importante que la remesa del Ministerio de Gobierno. Y mantuvo su sonrisa, atravesándole el rostro enjuto y manchado, y como si no hubiera entendido aún preguntó:
-¿Cómo? ¿Cómo dice, usted?
Pero el hacendado le volvió la espalda y se reintegró al grupo de notables del valle, que ocupaban un lugar importante en el círculo de la ceremonia.
“¡Caramba!, debes tener más cuidado en adelante”, se reconvino silencioso, mientras un nuevo orador farfullaba en el otro extremo del ruedo. “esta gente quiere las cosas por las buenas, les gusta el guante blanco. Prefieren ser exprimidos con mentiras que oír la verdad monda y lironda”. Y el Prefecto, recuperando su aplomo, estaba otra vez escuchando el rumor claudicante del orador de turno
A propósito –pensó ahora el señor Prefecto, mientras se disponía a salir de la cama-, debo hacer venir a ese. ¿Cómo se llama?, ese dirigente obrero. Me será muy útil, muy útil”, y salió del lecho, metió los pies en las pantuflas y se dirigió a la puerta interior que comunicaba al baño, para recibir el agua fresca y despojarse de humores alcohólicos.
Había salido del Club, sintiendo a sus espaldas la protección de su ayudante, del subprefecto y de una decena de investigadores, seguido por el centenar de notables. Bajaron al amplio rectángulo del parque, ahora desierto, atravesándole a pie. Él no rehuía las oportunidades de mostrar su espíritu democrático. Cruzó la acera, luego la calzada y entró al sendero bordeado de granadas, a la sombra de las palmeras y de los jacarandas. ¿Qué fue entonces, lo que ocurrió?
El Prefecto se despojó de la pijama que empezaba a molestarlo, dejó a un lado las pantuflas, penetrándole por los pies el frío de las losetas; y, vio en el espejo el lavabo, su rostro pálido y demacrado, sus labios mas delgados y secos que nunca; sus ojos aviesos, acerados y la calva reluciente, su cráneo desnudo, salpicado de manchas, lacerado por el sol.
Sí, cruzaba el parque cuando, desde un grupo de jacarandas, saltó aquel jovenzuelo, un mocito de no más de quince años, o quizá sólo de trece, inválido además, un muchacho moreno y flaco, de ojos alertas y fogosos, que apoyándose en la muleta de madera (sostenida la pierna anquilosa en el travesaño!, se arrojó contra él, como fiera agazapada, que acecha el momento del salto. Así el jovenzuelo brincó adelante, apoyándose en la muleta; se detuvo a dos pasos del Prefecto, parándose en seco, midiendo la distancia, como esperando que él, el prefecto, le atacara. Pero éste se detuvo, sorprendido. Todos se detuvieron con él. Y el mozo le grito airado:
-¡Animal!, bestia inmunda! ¡Márchate! ¡Aquí no queremos asesinos!
Entonces el ayudante se adelantó, estirando el brazo en su uniforme de gala, y el mozo dio un paso atrás, pero se detuvo, sosteniéndose en la pierna sana; levantó la muleta y la descargó rápidamente, con energía; golpeando brutalmente en el hombro del Prefecto, que se dobló bajo el castigo. El ayudante logró alcanzar al agresor con un recio golpe de su puño cerrado, derribándolo, y ahí le propinó puntapiés, gritándole lleno de ira.
-Toma estúpido; toma imbécil-, cada vez que le daba un golpe. Pero el hacendado le detuvo, y le obligó a retroceder, ordenándole:
-¡Déjelo” ¿No ve que es un muchacho?
En ese instante vio el hacendado que el Prefecto desenfundaba la pistola, apuntándolo sobre el inválido que estaba incorporándose, bañado en sangre la cara, pero todavía con los ojos llenos de feroz encono, sin reconocer la amenaza de la muerte. Y, con rápido movimiento, el hacendado le bajó el arma, de un manotazo, escupiéndole casi su reproche:
-Usted, usted… ¡No hará una locura!
Ya el lisiado se había puesto de pie y se lanzó nuevamente sobre el Prefecto que estaba desencajado, y le atrapó del cuello, pegándole su cara a la de aquel para destrozarle a dentelladas, cuando otros brazos le alzaron, golpeándolo y le arrojaron otra vez al suelo. Ahora el Prefecto oyó el rabioso pitar de los policías y el tropel de sus pisadas. Cayeron sobre el mozo, le alzaron en vilo y le llevaron, forcejeando, a la comisaría.
Ahora el señor Prefecto recibía la caricia fresca y sostenida del agua, que le reanimaba, despojándole de las turbias imágenes y del sabor amargo de incidente. “vaya, vaya –reconoció-, aquí no he tenido buen principio”. Pero se consoló pensando en otras cosas. Porque el día de ayer no había terminado en un desastre. “no, claro, que no”. Se reconfortó. Fue mucho mejor por la tarde, porque el prosiguió, mientras recuperaba su serenidad, hacia la Prefectura, flaqueado por su ayudante y por el subprefecto, en tanto que del cortejo de los notables se desprendió el hacendado, presidente de la Cámara de Comercio y Agricultura, diciéndole tan pronto como la policía se alejaron con el agresor:
-Muy lamentable, señor Prefecto- y sus ojos tenían una seca mirada de reproche –usted los ha desairado…-Se dio vuelta y se alejó a agrandes pasos, abandonando a la comitiva, sin que él, el Prefecto, pudiera evitarlo. Entonces, subiéndole a borbotones su amor propio, se dirigió a los demás:
-Si no les agrada mi autoridad, pueden retirarse-, les dijo, desafiante –puedo yo seguir solo-, y con tono que demostraba su intención, añadió, -y gobernarlos solo, ¿entendido?
Algunos más lo abandonaron, pero no el presidente del tribunal, que le hizo una venia cortesana, tras la cual se recompuso la camisa de pechera, rígida; tampoco se marchó el dirigente obrero, el si9miesco orador de las promesas y las sonrisas cómplices.
De este modo llegó a la prefectura, donde le esperaban más comensales de los que cabrían a las mesas dispuestas en el enorme comedor. Había pasado el susto y pronto pareció olvidarse entre el incienso de las zalamerías. Además, la comida era excelente, alegre el ánimo de los comensales y generosas las bebidas. Pronto el señor Prefecto se sintió tan alegre como sus invitados. Mas su alegría subió de punto cuando tuvo cerca al presidente de la Sociedad de beneficencia China, el Doctor Tao Lih, que le obsequió un juego de bellísimas lacas. Y miel sobre hojuelas, estaba también el medico jefe de los Servicios Sanitarios. En fin, en su compañía el señor Prefecto se sintió optimista, belicoso, gozando de hallarse rodeado por sus futuros y mejores colaboradores. Después, cuando se formaron los corrillos de sobre mesa, con la copa de cognac en la mano y se aspiraba el humo de los cigarrillos perfumados y de los tabacos negros y fuertes, recibió las mejores satisfacciones.
El Prefecto había comenzado a secarse, dándose vigorosas fricciones con la toalla. Se estiró sobre las puntas de los pies, para verse mejor en el espejo. “El Doctor Tao Lih, no se me escapó-se dijo, meditando.-el permiso de juego a la lotería china me reportará no menos de cien mil soles mensuales, para dividirlos en tres porciones… “Pensando en la división, enfrió su sonrisa. Pero, luego, ésta volvió a brillar en su cara pálida y manchada, recobrando su charla con el médico jefe de los Servicios Sanitarios. “¡Qué tipo interesante –exclamó-; un lince, ¡Caray!
-terminaremos el día con una visita, ¿qué le parece?-había propuesto al médico, encendido de malicia.
.Bueno, hombre, ¡cómo no!- había acogido eufórico el señor Prefecto. Y el médico jefe le explicó en seguida.
-el palacio de Cristal para comenzar, es el más acogedor.
-Y, ¿cuánto?- había preguntado el señor Prefecto, haciendo un guiño de picardía.
-¡Hombre! –soltó el médico una risotada. ¡Usted no anda por las ramas! ¿Cuánto?, no lo olvidaré nunca…
Naturalmente, el Prefecto se amoscó, pareciéndole impertinente la risa del médico, que pretendía birlarle la suya su buena tajada, su participación legítima en negocio tan lucrativo.
-Sí, cuánto- insistió él, levantando toda su dignidad, menudo sobre los altos tacones de sus botines- sí, señor doctor, porque usted sabe cómo se manejan esos negocios…
-Sí, sí, señor Prefecto-. Convino el médico, sin dejar de reírse, pero comprendiendo que se las había con un lobo de su pelo-. Sí, sí un tanto igual al de la licencia.
-¡No, caramba! ¿Protestó el Prefecto-; no qué ocurrencia! Eso es un despilfarro: lo acostumbrado es el triple. ¿Me entiende? ¡El triple!
Claro, el médico comprendió. Así, prometió arreglar las cosas y quedaron amigos y socios, tan amigos y socios entre si como ambos de la patrona del latrocinio El Palacio de Cristal, la vieja y decrépita prostituta que en adelante debería aumentar la explotación de sus pupilas, a fin de satisfacer las justas demandas del jefe político.
El señor Prefecto salió del baño y comenzó a vestirse con cuidado meticuloso. Entró nuevamente el ordenanza, trayéndole el desayuno, que depositó sobre la mesa.
-Buenos días, señor Prefecto…
Este volvió hacia el espejo, buscando el ojal del cuello, y pensando:”vamos, arreglaremos a nuestro hacendado. Ahora le toca al líder…” logró meter el botón y ajustó la corbata. Dando un resoplido de satisfacción, contestó:
-Buenos, ordenanza…
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