LA NIÑA DE LAS PEPITAS DE ORO
Por Luis Ernesto Facundo Neyra
Entusiastamente jugaba cierta tarde con mis amigos.
¡Pásala!... ¡Pásala!..., gritaba mientras corría velozmente por un extremo de la cancha de tierra que, ubicada sobre una explanada, nos servia de campo de fútbol a los muchacho del pueblo.
Un preciso pase, y el balón, con certero puntapié, ingresó al arco rival provocando alboroto entre nuestro equipo, y la pelota, dando botes caprichosos, rodó con dirección a la vieja alameda de eucaliptos que se extendía a pocos metros de donde jugábamos…fue en esas circunstancias que pudimos observar como una hermosa niña de ojos azules, con su rubio cabello al viento descolgándose sobre su rostro sonrosado, recogía de entre las piedras del campo unas curiosas pepitas brillantes que colocaba en un adornado cesto. Próxima a ella, varios frondosos árboles frutales formaban un sendero, al final del cual un enorme mangal cerraba el paso.
El insólito espectáculo interrumpió nuestro juego, y, animado por Miguel, decidimos, ambos, observar más de cerca todos los movimientos de la hermosa intrusa, pudiendo percatarnos como ésta se perdía tras el árbol final de la alameda.
¡Qué chica tan rara y tan bella! ¿Qué hará por estos lugares tan sola? Interrogó Miguel, más intrigado que curioso.
Regresamos al pueblo preocupados y, llamados por la curiosidad, decidimos volver al lugar cuando caiga la noche. Mientras descansaríamos un rato y esperaríamos la hora conveniente, acordamos.
-¿No será peligroso ir a esta hora, Miguel?
-déjate de miedos- me respondió, muy seguro de su valor.
Guardé silencio y nos encaminamos hacia el lugar donde horas antes habíamos visto a la niña. Llegamos allí, nos dispusimos a examinar los lugares en que había estado hurgando.
Hay que prender la linterna, insté a Miguel. Y la luz se desparramó sobre los oscuros montículos del campo. Buscamos afanosamente, el lugar donde habíamos divisado a la niña y convencidos de que ese era el lugar, nada extraordinario nos fue posible encontrar..
Habíamos que volver, pero en medio de tanto ir y venir en las proximidades de la zona que indagábamos, no teníamos la certeza del lugar por donde había que regresar.
-alumbra bien-me decía Miguel. Gira en redondo para ubicarnos bien, insistió.
Así fue como de pronto, varios destellos comenzaron a divisarse el borde de uno de los flancos de la vieja alameda de eucaliptos.
-¡Mira eso!...¡Mira!...¡Brillan sin luz hasta el fondo!, grité entusiasmado.
Y Miguel, acercándose cuidadosamente al lugar de donde venía el primer destello, recogió, palpó, observó y, entre perplejo y asombrado, sacudió la noche del bosque con su voz:
-¡son pepitas de oro!...¡de oro!...¡de orooooo!…
Y nos entusiasmamos recogiendo una a una aquellas hermosas piezas áureas, acercándonos cada vez más hacia el fondo de la alameda..
-ya tenemos suficiente, previne a Miguel.
-espera hay muchas más y todavía es temprano, se hizo escuchar con voz eufórica.
Y continuamos así, yo alumbrado y Miguel atesorando.
Todo era silencio, hasta que Miguel comenzó a reírse. No entendía si de alegría o de miedo, y el eco de su risa comenzó a escucharse como reverberando sobre el negro muro de la noche. Al pie del mangal que cerraba el paso, al fondo de la alameda hasta donde habíamos llegado, pudimos escuchar una risa juguetona, inicialmente, y tras el grueso tronco de su base comenzó a asomarse el rostro de la niña que al atardecer habíamos visto recogiendo las pepitas de oro que ahora eran objetos de nuestro desenfrenado entusiasmo. Su imagen se fue haciendo cada vez más visible y Miguel, absorto de luz y belleza, avanzaba ensimismado hacia ella tendiéndole en ofrenda la canastilla colmada de piedrecillas doradas que habíamos logrado recolectar. Una risa burlona estalló hiriendo agudamente mis tímpanos, y antes que mi amigo se pusiera lejos de mi alcance, lo jale desesperadamente y grité su nombre con todas las fuerzas que el espanto me había provocado. Un torbellino de imágenes doradas giró en torno nuestro y el eco de una risotada grave, cavernosa, agotó el silencio erizando completamente mi piel. Tendido sobre el suelo me aferré a las rugosidades del terreno para evitar que el remolino me succionara y cerré los ojos, heridos de luz, de tierra y de imágenes.
No recuerdo en qué momento se hizo la calma, pero sentía el peso del silencio sobre mis sentidos y la angustia corriendo en mi palpitación agitada. Voy abriendo lentamente los ojos y… sigo allí, justo al pie del mangal. Me incorporo asustado y clamo a la oscuridad del bosque.
¡MIGUUUUeeeeeeellllllllllll!
El sonido de un tropel de pasos presurosos avanzando hacia mí recorren mi estructura nerviosa y, pasando intempestivamente de las tiniebla a la claridad, siento la mano de mi madre golpeándome suavemente las mejillas y a Miguel, venido en mi búsqueda, sacudiéndome del fondo de la perezosa donde repantigado mecía mi siesta.
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