TEXTOS LEIDOS Y COMENTADOS EN NOCHE Nº 214
CUENTO
ALONDRA EN EL MONASTERIO
Por: Fernando Odiaga Gonzalez
Cuando entendí que un burdel es un universo que correctamente descifrado te puede brindar un exquisito material de temas de estudio, me quede pululando casi tres noches por semana donde el chino Quesada, durante los años que su local era la bonanza de los bohemios y lobos lujuriosos de ésta impúdica urbe. La oportunidad de una inagotable experiencia sexual con innumerables mujeres es, para un espíritu curioso como el mío la puerta a un sin número de historias cotidianas, intimas. Hay que ser muy cuidadoso cuando eres hombre y se trata de mujeres, mucho más cuando se trata de sus intimidades. Y mucho más cuando la fuente de la que mi memoria grabó la terrible historia íntima que ahora comparto, es otra mujer, igual o peor que ella, mejor nunca; perdida, apasionada, voluptuosa, pero envidiosa de la que a pesar de sus treinta y tres años era la reina indiscutible de las putas que trabajaban en el local del chino Quesada, conocido por todos como el Monasterio. La reina de los ensueños, respondía en aquel alegre y húmedo local al nombre de Alondra, y su delatora culposa, fue la muy díscola y mequetrefe Stefy, quién mucho más joven que la otra, creía merecer muchos más clientes y atenciones que la ya maltratada por la vida, Alondra. Vale decir que luego de rondar la compañía de la bella Alondra y ver que a pesar de que mi dinero se iba como el agua, no lograba que ella me trate como el galán que deseaba ser junto a esa diosa del amor, ni siquiera salía de las ascuas de cómo diablos con esa belleza y esa inteligencia estaba a su edad como prostituta en un local alejado de la ciudad al que sólo iban los noctámbulos vagos y bohemios, el lumpen, los delincuentes y solitarios, ávidos de desenfreno. Había solicitado sus servicios por toda una noche tres veces y dentro del local fueron innumerables, no conseguí ni un guiño, ni una mirada que no sea parte de su estudiada picardía, menos la confianza para abrirme su corazón y contarme su historia. El chino Quesada fue el que me dio a entender un día que si quería encontrar algo en todo ese misterio Stefy podría darme muchas luces al respecto.
Alondra era muy bella, no tenía hijos, parece que en medio de todos sus sufrimientos, ser además madre con toda la carga que eso significa, hubiera sido insoportable. Es posible que nadie me haya hecho experimentar la lujuria con tanta frialdad como lo hizo ella, mientras más ardiente y excitado me ponía, ella continuaba como si nada, es decir no emitía ruidos, pero su lenguaje corporal indicaba que respondía a cada uno de los vaivenes apasionados con los que mi fantasía la arrebataba; un sudor frío que se secaba instantáneamente recorría su cuerpo, tal vez eso sólo le pasaba conmigo, no sé. Terminado el acto, nada más, volvíamos a ser puta y cliente. No dejaba de parecerme fantástica a pesar de esa frialdad, tal vez era así conmigo porque sabía que eso era lo que yo necesitaba, es decir, un ejecutivo, con dinero, como lo era en ese entonces, alguien que lo relajara, lo erotizara en su parte animal y que no le hiciera preguntas. Tal vez no entendió que yo también quería ser seducido y llegar a ser mimado por ella. Tal vez no supe darle a entender con mis manos sobre sus curvas o mis palabras más sonoras, que ella era lo más hermoso que yo había tocado, olido, mirado y que ardía en anhelos de saber que ella además escuchaba con sus divinas orejitas como flores carnívoras, esas palabras que yo no me atrevía a decir claramente.
Cuando comencé a transitar la calle del desdén y la amargura, sediento de información en medio de tanta incertidumbre, decidí hacerle caso al chino Quesada y refugiarme en los brazos de Stefy y hacer que ella me cuente el secreto o los secretos que en ese local y en toda la ciudad sólo conocían Alondra, el sujeto de la experiencia, el chino Quesada y la malhadada y bella Stefy. Me gustaba. Era joven, exquisita aunque un poco vulgar, algo que se le salía cuando el trago se le trepaba a la cabeza, pero dígase de paso que era una vulgaridad que le daba un toque femenino muy sui generis. Cuando se ponía así a mi me arrebataba, me parecía una hembra franca, campechana, más mujer que muchas seudo muñequitas a las que yo llamo “mujeres de plástico reciclado”, Stefy era animalmente seductora con unos piscos sour encima, algo que le permitía que el cliente se entusiasme y le pague algunos billetes más. Le caí en gracia y la primera amanecida que pasamos juntos fuera del local del chino, nos divertimos bastante. Al principio yo, tratando de asegurarme que el primer lance con ella sea satisfactorio la interrogue sobre la clase de caricias que se permitía en su trato con el cliente; ella me respondió la frase de ritual pero sonriéndome: “te hago la chupada, todas las poses que quieras, puedes acariciar mis senos…”. Yo sonreí y le pregunte cuanto era su tarifa y cuanto me cobraría si quería algo más que no estaba incluido en el menú presentado. Ella se extraño y me preguntó: ¿Algo cómo qué? La chica pareció ponerse nerviosa y se le demudó el semblante un segundo. La relajé diciéndole que no me entendiera mal, que yo no era un sádico ni un depravado. Le hable melifluamente al oído de besos ardientes, de chupadas de senos, de nalgadas, y ella fue entendiendo mejor que lo que yo quería era un trato de pareja. Me dio finalmente la tarifa, cada caricia, cada gemido, cada beso, cada penetración, estaban rígidamente calculadas en los costos. Llevármela toda la noche significaba la mitad de las comisiones ganadas en la semana, algo de unos 150 dólares. “Y además de tener los bríos de una buena película pornográfica con esta niña mala, podré saber algo más sobre Alondra” fue lo que pensé cuando puse el dinero en sus manos, pagué el depósito al cajero del chino y me la lleve al hotel “Los delfines” que no estaba muy lejos del Monasterio.
Lo primero es lo primero. ¿Qué era lo qué podía saber la impetuosa e intrigante Stefy de Alondra que los demás en el monasterio ignoraran? y, ¿Cómo diablos podía saberlo? La inquisición a la bella joven no fue cosa fácil, pero cuando la hice entrar en confianza y le prometí dinero y otras dádivas, pude entender por fin aquella vez algo que el chino Quesada no me había dicho. Y era que Stefy y Alondra tenían algo en común. Ambas habían llegado al Monasterio de la mano de un tal zambo Arnaldo; Alondra cuatro años antes y Stefy hacía menos de uno. El zambo Arnaldo era un vividor cuyo único saber hacer eran las artes plásticas, algo en lo que no había tenido éxito. Manchaba más que pintaba las telas y esas manchas displicentes oleadas, aguadas o acuareladas no lo llevaron a la fama en el arte en el que brillaron Mondrian y Braque. Stefy lo conoció cuando la relación amorosa que mantenía desde que era universitario con Alondra estaba haciendo agua por todos lados. Ante los desdenes de Alondra y su declaración de que no le iba a dar un centavo más de lo que ganaba como puta en el local del chino, Arnaldo se refugió en los brazos de Stefy y gracias a que ella, experta en artes amatorias desde que fue consciente de sí misma, aceptó trabajar para él donde el chino, pudo de nuevo pagarse un departamento decente y una cochera para usarla como atelier y seguir manchando lienzos.
El zambo Arnaldo, Stefy lo confesaba con una mezcla de despecho y desdén, había amado, si es que no lo seguía haciendo, apasionadamente a Alondra. Él y ella se conocieron cuando ambos tenían aspiraciones y sueños. Iban a la universidad; el zambo a artes plásticas, Alondra a comunicación social. En el campus los unió la cafetería de la facultad de letras, adonde iban ambos porque el menú era el más delicioso. Fue comentando a los platos y postres que pedían en el exhibidor, que se conocieron y se flecharon al instante entre risas y guiños. “Qué si esta rica la lasaña”, “y, el estofado que me dieron ayer, todavía tengo el sabor en la boca”. Comían juntos y luego ya se iban a conversar a los jardines y se besuqueaban y al cabo de un año de relación ya hacían el amor. Por supuesto Alondra no era virgen. Alondra había perdido la virginidad con su padre a los nueve años, luego de que él muy enfermo la embriagó con cerveza también por primera vez en su vida. Pero Alondrita se masturbaba desde antes de ser consciente y en realidad, admirando como admiraba a su padre, y teniendo la sexualidad despierta desde siempre, ese día manifestó una gran satisfacción y excitación, una revolución de su cuerpo que aún no sufría de la menarquía, y que la hacían sentir como ella misma le había confesado al zambo: dulce, muy dulce y sucia, muy sucia. El padre no repitió su incesto, extrañamente. Trató de hacerla olvidar lo acontecido, aunque no había tenido que engañarla ni que forzarla mucho. Volvió a ser un padre intachable y honesto, bien queriente. En realidad él había descubierto que su hija se masturbaba y so pretexto de ser cariñoso, de enseñarle a disfrutar de la cerveza y un poco bajo la coartada-chantaje de que si él guardaba el secreto de esas cochinaditas tan ricas que ella estaba haciendo y no se lo contaba a mamá, ella aprendería otras cositas más ricas que podían hacer las niñas pero en compañía de alguien; naturalmente mamá no podía saberlo porque podría ponerse celosa y dejaría de quererlos a los dos. El zambo Arnaldo no supo esto hasta muchos años después que los botaron de la universidad por vagos. Arnaldo llegó a quinto año, pero no pudo graduarse por no haber aprobado nunca Historia del Arte y Estética; Alondra llego a tercero, pero los problemas con su padre, que estaba celoso de Arnaldo, con celos racistas, despechados, histriónicos, obsesivos y el hecho de que intentaba seducirla, volver a consumar un incesto con su ahora joven y más que nunca perturbadora hija, propiciaron que Alondra huya de su casa, deje la universidad y por un tiempo, al mismo Arnaldo, yéndose a trabajar a una provincia de la sierra como camarógrafa de un canal. Arnaldo recuerda que algunas veces el padre de Alondra iba a recogerla en su carro a la universidad y sólo entonces pudo verlo. Porque Alondra nunca lo presentó a sus padres ni lo invitó a su casa. Alondra decidió que Arnaldo era una pasión, un conflicto, que debía quedar aparte de su hogar. Fue la madre de Alondra la que la echó de cabeza con el padre despertando los celos de éste, al contarle que Alondra le insistía para que la ayude a convencerlo de aceptar su relación con el estudiante de artes plásticas. Para Arnaldo el padre de Alondra era un señor moreno de pelo blanco que usaba ternos ingleses y un reloj longiness de oro. Lo intimidaba un poco. Y cuando Alondra le confesó que realmente su primer hombre fue su propio padre, el zambo se sintió extraño, como si le contaran un chiste o le hicieran una broma de mal gusto, la imagen de ese hombre mancillando a Alondra niña lo llenaba de cierta furia vengadora que no correspondía a su realidad de sujeto comodón y adocenado.
Creí que ya sabía demasiado cuando Stefy llegó a repetirme la historia y sus variantes, según se las sabía de tanto oír al zambo Arnaldo hablar y hablar de Alondra, sobre todo en los primeros tiempos de su relación. Todo lo que sabía el zambo Arnaldo ahora lo sabía yo. Sin embargo eso no era todo. Alondra sedujo a su hermanito pequeño de seis años después de haber sido seducida por su padre. De corrompida a corruptora. Y se aficiono al pene del amorcillo, hasta que su hermano murió trágicamente en un viaje de excursión a la sierra, dos años después. Los padres nunca se enterarían. Ella sufrió mucho pero todavía contaba al zambo Arnaldo que soñó con el accidente de su hermano y que después de enterrarlo se acostumbró a pensar que él se había ido a un lugar mejor. Pensó que habían sido felices jugando juntos. Alondra no volvió a tener experiencias sexuales hasta los catorce años, cuando tres amigas suyas, rendidas y victimizadas por sus encantos la lesbianizaron, primero a la fuerza y luego, logrando que ella no resistiese y se entregue. Cuando se alejo de Arnaldo huyendo de su familia y se fue a trabajar de camarógrafa a la sierra, un día, borracha en una fiesta a la que acepto ir y donde habían puros hombres, todos hicieron con ella lo que quisieron. Engañaba a Arnaldo con sus compañeras de colegio y a veces con otros chicos. El zambo solo atinaba a volverse loco. No comía, amenazaba con matarse. Para meterle variación a su relación de pareja, Alondra convenció a Arnaldo a realizar un intercambio de parejas con otro par de locos estudiantes. Esa era Alondra, la fría, la descocada, la perversa, la degenerada, la que había nacido para puta.
Luego de que terminé de extraer de Stefy la última infidencia sobre lo que conocía el zambo Arnaldo de la vida de Alondra, quede seriamente perturbado. No visite el local del chino, el Monasterio, durante varias semanas. Me creció la barba, descuide el trabajo aunque no al extremo de abandonarlo, pocos entendían que me pasaba, y ellos sólo alcanzaban a vislumbrar que lo distraído e indolente en mi conducta de esos días, encerraba la preocupación de un hombre con mal de amores.
Me arme de valor una noche de luna llena y volví al Monasterio. Busque A Alondra. La hallé sentada en la barra vestida con su tocado de orejas blancas de conejita. El bikini blanco que con las luces de colores se veía anaranjado eléctrico era hilo dental. Todo el juego de su cadera y sus muslos brillaba como piel de oro, sus hoyuelos sacrales, las piernas cruzadas delatando a la ociosa reina de la voluptuosidad que ella representaba para todos los que en el monasterio sólo tenían ojos para ella; y la fiera sexual indómita y perversa, degenerada, bella como un Luzbel poseedor de los secretos designios de Dios, la que con una intensidad inusual en mi vida encendía mi fantasía, me instilaba el ansia de la sensación pura, era la dueña de mi imaginación, la reina de mis deseos.
Le pedí fuego para mi cigarrillo, inclinándome a la vez para besarle la mejilla. Ella cogió el encendedor que estaba sobre la superficie de la barra e hizo fuego presionando un botón con el pulgar. Me senté a su lado y la invite a una copa. Ella pidió vodka con naranja, algo que siempre le preparaba el barman cuando estaba nerviosa. Yo pedí lo mismo, pero me sentí inauténtico, luego sentí también que no era bueno beber alcohol en ese momento. Ya era tarde. El mozo nos había servido los vodkas. Alondra bebió un sorbo y se encendió un cigarrillo que yo le invite. Me sonrió y me preguntó porque no había visitado el monasterio tantas semanas. Fue el principio de una conversación que me llevó a límites insoportables de hipocresía, ebriedad y cachondez, una mezcla letal de la que no iba a salir bien parado. A Alondra no le hacía daño el alcohol y ya se estaba aburriendo de mi, cosa que me hirió y me pasmó. Confusamente intente enfocar y de repente no sabía que estaba haciendo allí, en medio de esa gente, de esas mujeres, yo tenía que cerrar un contrato mañana con una empresa cuyo patrimonio era de tres millones de dólares, lo que me significaba un record y una jugosa comisión de esas que sólo gano tres veces al año; y Alondra, ¿Quién era Alondra?... Imagine las vírgenes mártires muriendo en las fauces de los leones mientras las putas romanas reían y vociferaban a mandíbula batiente desde las graderías del circo, imagine los íncubos y las súcubas de la mitología medieval; nada, Alondra era ante mí un juego de sicodelia, un cuerpo banal creado por la mezcla de rayos multicolores. Ella misma se encargó de volverme bruscamente a la realidad. Otros clientes se estaban impacientando porque Alondra no llegaba a nada conmigo y ya nos íbamos por la séptima ronda de vodkas con naranja, así que me dijo un poco apurada si iba a desear tener sexo con ella o no. Yo le respondí con la misma pregunta:” ¿Y tú, quieres tener sexo conmigo?”, le dije un poco sintiendo la sequedad más entorpecedora en la boca y los labios. Alondra respondió: “Creo que ya no estás en condiciones, mejor ándate a tu casa.” “Si la primera vez que lo hiciste estabas borracha, ¿por qué yo no podría hacerlo ahora contigo, así como estoy? Le dije bruscamente con sinceridad de borracho, con venenosidad borracha, con despecho borracho. Alondra sólo me miró con lástima. Se alejo de mí murmurando algo sobre Stefy y yo con una de sus amigas. El chino Quesada se me acercó mientras yo volvía de golpe a la sobriedad. El chino no se enteró de nada, nadie nos había escuchado, se me acercó pues me vio tambalear detrás de Alondra. Sólo quería ayudarme vaya a ser que me caiga. No volví a hablar con Alondra. Iba al local del chino Quesada. Ni Alondra ni Steffi eran deseables ahora en ese local, se habían convertido para mí en mujeres tabú. Pero yo seguía enamorado de Alondra. Comencé a seguirla discretamente con mi auto a la hora que ella abandonaba el monasterio. Fantaseaba con pedirle perdón por lo bruto que había sido, por haberla cagado. Deseaba confusamente declararle mi amor, pedirle que sea mi esposa. Pude descubrir dónde estaba viviendo y así cuando un día Alondra comunicó a los clientes amigos que antes de navidad abandonaba su vida de puta en el monasterio, me desaparecí del local y comencé a estacionar el carro cerca de la esquina de su casa. Un día antes de navidad, cuando ya era conocido por todos que Alondra ya no trabajaba en el local del chino Quesada fui a su casa sin el auto y me metí a la bodega que quedaba justo al frente a comer unas galletas y tomar una gaseosa. Desde allí pude ver la llegada de un lujoso auto. Era una nissan carretano. La conducía un hombre maduro y fue a parar justo delante de la casa de Alondra. Crucé rápidamente porque un impulso que provenía de un fuerte presentimiento me decía que debía ver la cara de ese hombre. Sólo miré su espalda tocando la puerta, tenía u elegante terno inglés, el pelo blanco y en su muñeca brillaba un reloj longiness de oro.
CUENTO
LA DEMENCIA SE HIZO CARNE Y HABITÓ ENTRE NOSOTROS.
Por Vicent Leclére.
(Edgar Ferrañán Yapapasca)
Si un hombre abomina de la raza humana está enfermo. Nadie en sus cabales puede ir odiando a diestra y siniestra. Es preciso que esté completamente desquiciado como para que ninguna criatura merezca su simpatía. De manera análoga, una persona que se abstiene de cumplir el supremo mandamiento de amar a todos los semejantes, no es normal. No se puede amar a todos sin excepción. O Dios nos pide mucho o no conoce el corazón del hombre y entonces su Santa Biblia consiente la vana palabrería.
Lo digo porque soy un hombre solitario, atrozmente solitario, y además anormal. Toda persona normal es un demente frustrado. Y si existe una persona en el mundo a la que odio, ésa es a mi madre.
Explicándome con más propiedad, detesto a la mujer que palpita dentro de mi madre. Quizás no lo entiendan y los comprendo. No le profeso ojeriza porque sea mi madre –aquello iría contra la naturaleza−, sino por el modo tan infiernizante en que la mujer que vive dentro de ella se comporta conmigo.
Si mi padre viviera, yo sería un dechado de cordura. Pero mi padre mudó su humanidad al cementerio, condenándome así a una insania pegajosa que no puedo soslayar. Sin una meditación previa me hayo sumido en la más negra locura, casi sin darme cuenta, tan simple y mecánico como el acto de bañarse o de olvidarse de uno mismo. No, yo no puedo olvidarme de mí. La mayoría se olvida en los demás y existen porque los demás reflejan su conducta. Yo no puedo permitirme ese lujo, porque no conozco a nadie, y porque a mí todo me afecta, principal y esencialmente los individuos obesos. No puedo soportar la presencia de un ejemplar rollizo. Mi mayor pavor es engordar.
Prefiero morir a que se incremente mi peso.
Ya habrán intuido la razón de mi odio: Mi madre peca de gorda, incluso se permite romper las leyes que rigen la forma de todo cuerpo humano. No les pido que me entiendan, sino que me comprendan. Hay mucha distancia entre entender y comprender. Yo apelo a su comprensión. La vida ama la variedad. Yo no soportaría vivir en un mundo en que todos fuésemos iguales; me suicidaría si el planeta estuviera habitado sólo por Jesucristos. Para mí sería como el infierno. Recordemos de aun Jesucristo necesitó de gente ruin y malvada para que lo crucificasen; una manada de santurrones no le habrían servido de nada.
Incluso me atrevo a afirmar que es necesario y saludable que existan personas de todo tipo. Es necesario gente como Jim jones, la suma perfección del fanatismo, que ocasionó la muerte en masa de más de novecientos miembros de su iglesia y que se autoproclamó la encarnación de Cristo. Pero también es gratificante saber de ángeles bondadosos como la madre Tésera de Calcuta, San Valentín o Jesús. La vida siempre ha amado la verdad y no dejará de hacerlo.
Yo mismo me considero una de esos casos anómalos.
Después de que falleció mi padre, mi madre y yo nos mudamos a la que ahora es nuestra vivienda, una casa de tres plantas con jardincito y una preciosa, casi envidiable, vista panorámica de la ciudad. Mi padre dejó una considerable herencia. Yo era como los otros niños: delgado, travieso, chapoteando en mi habitad de felicidad y con una ligera propensión a ensuciar la ropa. Mi madre, Bertha, que ya era robusta, me arrullaba cuando las sombras inundaban el pueblo. Inicialmente sólo recibí arrullos de paloma y frases conmovedoras. Luego, entre las palabras suaves y aromáticas, Bertha opinaba que yo me parecía a mi padre. Aquello no despertó sospechas. Es más, lo tomé con orgullo, pues me investía con los poderes de hombre de casa. Después alargó su elogio y me reveló que yo me parecía mucho a mi padre. No capté su maternal advertencia y proseguí acunándome en sus brazos. Al que yo me parecía mucho siguió el que siguió el que yo me parecía demasiado a mi padre. Aquello me horrorizó, pero ya era demasiado tarde.
Fui creciendo. Una vez, al retornar del mercado, trajo una pintura y la colgó en nuestra sala. Era una copia del famoso cuadro de Hans Baldung, titulada poéticamente Las edades y la muerte. No sabía mucho de Hans Baldung, sólo que fue alemán y discípulo de Durero y que la pintura mencionada se conserva en el museo del Prado.
Al ir y al regresar de la escuela me topaba frontalmente con la pintura, que me atraía como un imán de lo prohibido: En el suelo descansa una rozagante niña desnuda; de pie, primero, viene una mujer hermosa y apetecible, en la flor de su juventud, con el cabello sensualmente recogido y con un velo cubriendo la parte superior de sus muslos; luego, acompañándola, una vieja decrepita también en cueros, con los senos caídos y arrugados y con un fiera expresión en el semblante. La anciana va tomada del brazo de la muerte, que porta un reloj de arena.
No podía mirar la pintura sin pensar en que cada vez envejecemos. Y cada vez vamos pareciéndonos más a nuestros cadáveres. Una persona ordinaria y mentalmente sana extraería como conclusión que debemos aprovechar el tiempo y tratar de ser dichosos. Yo sondeaba más en profundidad. Jamás se me había ocurrido que la muerte portara su reloj. Siempre la habían representado esgrimiendo su guadaña. Pero un reloj en manos de la muerte me aterra más que cualquier arma. Desde entonces no conseguí dormir tranquilo. Los odios apenas si estaban floreciendo.
Bertha, habrá que admitirlo, era fea. Ignoro cómo mi difunto padre se fijó en ella. Retomando el tema, Bertha, pese a las dietas que extraía de revistas chabacanas, engordaba visiblemente. Su conciencia de mujer en celo le gritaba que obesidad y fealdad eran el más infalible repelente de machos. Y se esforzaba, luchando a brazo partido con la comida. Se le reconocía voluntad, pero la voracidad tenía todas la de ganar. Me dolía sinceramente verla en tan lamentable estado. Ella cocinaba lo que consideraba adecuado. Luego la secuestraba el hambre más caníbal y descendía a la cocina. Después la oía llorar. Siempre me recordaba que yo me parecía demasiado a mi padre.
No sé cómo descubrió, porque yo traté de encubrirlo, mi repulsión hacia su cuerpo. Ella contribuyó a mi fobia. Cuando percibió que su anatomía me provocaba desmayos, engordó más.
Desterró todos sus propósitos de adelgazamiento y se preocupó más en perfeccionar la tortura. Ya no le molestaba que los vecinos se mofaran de su imponente tonelaje. Me aborrecía porque yo era como mi padre; travieso, risueño, y sobre todo delgado.
“Con las piernas entreabiertas, fluyendo a partir de unos zapatos a punto de reventar, se yergue Bertha, un Coloso de Rodas de la obesidad. Escoba en mano parece el dios de la grasa en persona. Se acicala con un maquillaje tan estrafalario que hasta un payaso lo rehusaría. Cuando abandona la mesa, la señal palpable de que ella pasó por allí son varias columnas de platos, apilados unos sobre otros como formando edificios. Y sus eructos tienen la potencia de un ventilador gigantesco empleado al máximo. Bertha es la fealdad armada hasta los dientes”
Tonterías así, imaginaciones demenciales, escribía en mi diario. Ocurría con frecuencia que me veía forzado a derramar perfumes en mi cuarto, para aromatizarlo, para alejar de mis narices el hedor de su gordura. Como venganza yo regaba paquetes de comida, especialmente comida chatarra con niveles altísimos de colesterol.
Yo quería a mi madre. Era a la mujer a quien liquidaba. Que mi madre pereciera junto con la mujer, era un precio que había que pagar. Ella me repudiaba porque yo era la viva imagen de mi padre, porque me le parecía, porque me le parecía mucho, porque me le parecía demasiado.
Prontamente deseché estos argumentos lóbregos. Sabía que Bertha se hundiría en el sepulcro-nadie sobrevive con ese cuerpo de hipopótamo inflado-, así que concentré mi atención en el asunto de la herencia. O mi padre era un burro con retraso mental o no me quería. El muy gaznápiro le había legado todo, todo a Bertha. De seguro creyó que ella me convertiría en un buen hombre, útil a la sociedad.
Comencé a regar más paquetes de comida y Bertha perdió todo vestigio de la raza humana. Era una malagua que se desparramaba por el piso. Para más refinamiento, trasladé el cuadro de Hans Baldung y lo aseguré con clavos en la cocina. No duró mucho. Un infarto les garantizó a los gusanos el más espléndido banquete, un ágape pantagruélico de dimensiones descomunales. Yo soñaba con innumerables gusanos. Y cada uno tenía la cara de Bertha, y se comían mi corazón.
Se leyó el testamento. La noticia se hizo pública. A todos les pareció un capricho novedoso. ¿Era la madre o la mujer la que me condenaba? Pero a mí me remeció, a mí que no puedo soportar a ninguna persona gorda. La maldita de Bertha estipulaba en el testamento que no se me entregara ni un solo centavo si antes yo no engordaba.
—Fin—
CUENTO
LA OTRA ESQUINA
Por Leonardo Serrano Zapata
Una señora de nombre Rosalba, cuyo pecado era haberse enamorado de un hombre malsano, caprichoso y alcohólico, vivía en una modesta casa junto a la proximidad de un pueblo de nombre “La reflexión”.
“La reflexión” era un pueblo muy pequeño, apenas: quince casas, dos bares y un mercado. Un lugar lleno de chisme, compraventa, boletines y peleas en los bares.
Sí, todo no era inculto, de alguna manera existía un grupo de jóvenes, entusiasmados por el arte, la pintura, y la literatura. Estos animaban de alguna forma las noches de los sábados con alguna ocurrencia (medio artística).
En una oportunidad Leopoldo, “el de los rizos y risas”, así solían llamarlo por su carisma y encrespada cabellera, tomó una pluma y en un pizarrón se dispuso a enseñar el valor de la Literatura en la vida de los hombres:
“La literatura es el arte de la palabra. El registro de los sentimientos y vivencias de los hombres; una especie de catarsis, en donde se encuentra el odio y el amor. Los hombres somos hacedores de Literatura. Por tanto nosotros nacemos por la Literatura y sobrevivimos en el tiempo gracias a la Literatura y la Historia”
Para ese entonces no se conoció una intervención más consecuente en un acto público. Algunos cuentan que después de esto Leopoldo dejó “La reflexión” y se marchó en busca de su destino generacional, juntó sus libros y poemas y dirigió su mirada hacia el norte, siempre al norte. Se cree que dejó el pueblo para seguir su sueño, recoger las historias de los hombres, para seguir haciendo Literatura.
A raíz de la partida de Leopoldo. Los demás jóvenes, cansados como el viento en su vaivén de la noche, tomaron en cuenta que buena falta les hacía un trabajo y decidieron empeñarse en uno.
Como todos, volvieron a los bares (a puñetazos y empujones) la ocurrencia y el entusiasmo por promover cultura, cambió por unas copas de aguardiente, hasta desaparecer.
Hoy, después de veinte años nada se ha sabido del buen Leopoldo que a falta de registro da gusto recordarlo.
Adiós Leopoldo, a “La reflexión” no le haces falta”.
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