ESE OFICIO PASIONAL Y SOLITARIO…. ESCRIBIR
Por Nicolás Hidrogo Navarro
La región Lambayeque cuneta casi con medio centenar de creadores, entre poetas, narradores novelistas, compositores, muchas veces dispersos y desmotivados porque no existe ningún apoyo ni oficial ni extraoficial para publicar sus textos o sus obras en colectivo. Pero cual chúcaros potros andinos, siguen con la terquedad que sólo el acto de escribir le proporciona a aquellos que saben que la literatura no tienen ni retiros ni jubilaciones anticipadas.
A todos desde la escuela se nos exige ser creadores, pero los exámenes de escuela, colegio y universidad no tienen esa perspectiva más que ser meros repetidores y memoristas de fechas, nombres y sucesos sin buscar su análisis, explicación e interpretación. El acto de escribir es un oficio puramente intuitivo, elucubrativo, perspectivo y refundicional. Sin embargo ni en la formación universitaria ni en la especialidad de Lengua y Literatura ni de Literatura se le enseñan al estudiante cómo crear un cuento. Pareciera que este acto se ha reducido a la mera intuición imitativa y al ensayo y error, a los procesos mismos de emulación e imitación inconsciente por determinado obra o estilo de autor. La falencia más grande de los profesionales actualmente se da cuenta se pone a prueba su creatividad y originalidad: hacer lo que antes no estuvo hecho, eso se llama inteligencia lingüística o verbal que se complica más cuando se quiere llevar al plano de la escritura.
Escribir, literariamente, ni siquiera es un acto de lucimiento enciclopédico o de aburrimiento pedante, academicista; escribir literariamente es hacer que las palabras sean luminarias formas de indicarle a los lectores un sendero de los hechos y las formas del buen y sorprendente decir. Escribir es abrirle las puertas de nuevos mundos al lector y no cerrarle con destronchadas y retaceadas escrituras con rostro cadavérico. Escribir es convulsionar hasta llegar a la cima donde lector, creador, personajes, historia y lenguaje forman una alquímica amalgama perfecta que gana y no aleja a los lectores.
En literatura todo es poetizar con potencia de faro alejandrino –en el poema o el cuento-, todo es prescindible, las entradas, los descansos y las salidas, todo debe tener un equilibro perfecto, no hay pie a dubitar, todo es poliédrico y equidistante, todo es una plancha maciza de oro puro y vertebralmente inquebrantable, sensorial y azul, todo es febril arrebato, osadía diferenciadora, es inflar la palabra hasta alcanzar la dimensión exacta del buen y demiúrgico decir. En literatura no es la cantidad de palabras lo que hace la diferencia. Alguien con un sólo renglón puede magistralmente decir equiparable, lo que a un verborreico puede tomarle una página. Literatura es síntesis, es imagen, es poder alucinador y efectista. Una oración bien hecha, puede vencer y decir tan igual o mejor que una pésima novela enrevesada de 500 páginas, sino analicemos a Monterroso y su “Dinosaurio”.
Para qué escribir si pocos lo van a leer, para qué escribir si casi nadie se interesará en lo que digas, para qué escribir si la gente no quiere cambiar con las palabras pronunciadas o escritas, para qué gastar tinta si la literatura es una rara especie en extinción, para qué decir si casi nadie te prestará ojos, para qué escribir si luego se han de olvidar lo leído, podrían ser expresiones disuasivas para no escribir una línea más. Pero el hecho de escribir es un acto
sacro, descolmatante y hasta reverencial contra el propio olvido, tedio y desertificación de lectores. La escritura desafía al tiempo y a los lectores de hoy para ganar los de mañana.
Basta un sólo lector para mantener la hoguera prendida del oficio del escribir, basta una ligera palabra en torno a lo escrito para que esa convulsión de pasiones de desencadene fisionariamente en un acto volitivo y hasta pasionalmente enfermizo. Escribir es reencontrase consigo mismo, es asirte de las palabras y conjuncionar con ellas. Escribir es prolongar tu reducido espacio mental solitario y alcanzar tus sociedades abiertas e interactivas. Escribir es ubicarte en el espacio, el tiempo y penetrarte en los demás, por sus
poros y sus mentes. Escribir es pasar tu fiebre azulada a otros. Escribir es inocularles tus ideas, obsesiones y tus emociones a los demás.
Escribir es invadir privacidades ajenas. Escribir es monitorear el pensamiento de la gente, hacia actos edificantes. Escribir es provocar reacciones en los demás, de odio o de afecto, de tirria o de magno elogio. Escribir, es después de todo, un conjuro mágico que humaniza al creador y al lector. Escribir es ensanchar el universo del pensamiento y la mente humana.
Porque el acto de escribir demanda una doble condición: tener un hecho relevante, que no sólo te importe a ti y a tus íntimos amigos, sino que sea relevante para los demás qué transmitir; y, un buen envase literario de estilos, oraciones y palabras lógicas y secuencialmente cuerdas en qué ofrecerlo.
Una buena capacidad y competencia lingüística es aquella que evita los abstrusos enrevesamientos taponados de desconexiones neuróticas que provocan pérdida de interés: quien piensa bien, lee y escribe, comunica y explica bien. Una buena escritura es como un detallado mapa que te lleva hasta el final con emoción previsible, lúdica y adrenalínicamente motivadora. Una mala escritura es como un mapa difuso, borroneado, esperpéntico e
ininteligible, que te enreda, te hace perder tiempo, amontona hechos y palabras desconexas y amorfas, no dice nada, cansa, agota, fastidia, hostiga, te agrede. El estilo enrevesado es un insulto a la inteligencia y evolución humana, es como un putrefacto vómito de borracho que te desagrada y lo abandonas con mirarlo desde el primer párrafo.
El buen escribir no necesariamente atosiga; explica, concatena, encandila, atrapa, subyuga. Escribir difuso y enrevesado es como tener mal sintonizando un televisor. Es no tener un plan y hacerlo todo a la champa. No puede haber jactancia de escribir mal. El enrevesado y horrísono acto de ponerlo todo en complicado con trozos y fragmentos injertados al puro tijeretazo azaroso, es propio de los desordenes mismos de la personalidad de quien lo escribe o lo dice. Mente sana, escritura correcta, mente genial escritura descollante. En la poesía hay licencia para estas desconexiones sintácticas porque interesa el símbolo, la alegoría y no la historia, mas no en la prosa. La poesía sugiere, la prosa, describe. La buena prosa exige coherencia, claridad, orden, secuencia lógica y un afán concatenado y didáctico, allí está la verdadera magistralidad y no el cantinflesco y remedo remendón, copiandango y seudogongorino. Escribir es un acto de disciplina, una profesión maniática del orden metódico, corrección, diafanidad y una pasión por desenredarse de la misma mente y traducirloen limpio lo que en nuestra materia gris puede estarlo como muladar y caótico.
Las motivaciones temáticas pueden ser las mismas o diferentes entre sí. El tema puede ser un pretexto ecuménico o un simple sueño húmedo roturado esta mañana por el paso del panadero con su corneta chillona: es la petulancia del lenguaje, es la cresta pavorreal y la secuencialidad abrupta que se le imprima a las frases, oraciones, convertidas en versos o secuencias narratológicas. Es la visión onírica y enseñoreada de la palabra, es la concomitancia de actos sostenidos del querer contar subyugantemente o el querer atrapar con las imágenes a los lectores.
La literatura lambayecana está cobrando un corpus con la conjunción de las generaciones mayores y el impulso de la generación de los 90. Esta última generación, huérfana de espacios, editores, críticos literarios, en su momento, tiene hoy un medio que puede empezar a corporeizarla. La historia la hacemos nosotros, la contamos aquí desde adentro, con sueño y en sueños y tratamos de trabajar la multiperspectiva de los individualismos en una acción común. Hoy por primera vez, hay un medio que complementa lo creativo con lo interpretativo, la historia detrás de cada poema o cuento, la historia detrás de cada aspiración de trascender como una característica innata en el hombre. La literatura lambayecana tiene que abrirse hacia nuevos horizontes más globales y hacer de la mera afición, una ocupación digna que no sólo llene egos y complacencias sino que se constituya en una actividad que permita vivir al creador dignamente; para eso es necesario reenrumbar la actividad, revalorarla desde nosotros mismos sólo así habremos rectificado el destino de la historia y empezar a construir el mito, al que todos aspiramos, y tanta falta hace para llegar a ser lo que soñamos.
Hacer literatura en Lambayeque no sólo significa lidiar con la inexistencia de editoriales y fuentes de financiamiento, implica también tener que enfrentarse a la apatía, desgano y a la falta de necesidad de lectura. Las separatas son compradas por pura pena, cortesía o casualidad amiguera exigida: no hay ni se ha creado la necesidad, ni aún dentro de los intelectuales formados en la especialidad de Lengua y Literatura.
Hacer literatura no sólo significa escribirla, publicarla, significa también difundirla, valorarla, hacer hermenéutica y pedagogía e investigación deconstructiva de ella.
En Lambayeque, aún estamos iniciando hacer esto último y sólo nos hemos contentando con presentar el folleto, la revista o el libro y dormirnos en los laureles. Nadie lee en el Perú si no hay una recomendación expresa desde el colegio y por el profesor, son escasos los que acuden por mutuo propio a una librería para indagar y ampliar sus lecturas. Casi nadie emprende una aventura de la lectura como actividad placentera, sino como un ejercicio académico de exigencia, de condicionante por una nota de curso. Estamos casi muertos en lectura, agónicos y no sea que estemos asintiendo a un funeral literario.
Hay una excusa mitificada muy reincidente en la explicación de por qué no se lee en el Perú. Se dice que por que los libros son caros y eso ha quedado invalidado porque si eso fuera cierto, la gente acudiría a un último reducto que serían las librerías suelos, donde los textos son vendidos hasta en un 10, 15, 20 ó 30% de su costo original. Allí sólo acuden los estudiantes como “colegiales” porque el docente se los exige con obras sorteadas, pero no los post-colegiales, al contrario llegan a vender sus obras a precios ínfimos. Aquel que vende un libro sin plena necesidad debe ser un suicida intelectual: vende el alma de la cultura, expectora el espíritu mágico de un mundo posible.
Pretendemos, con esta revista sentar precedentes para hacer de la literatura la llamarada más intensa que logre iluminar obtusas mentes que creen que la literatura es una reunión social de cantina o de conversa de chismes o politiquería: la literatura es el crisol que mueve el numen de la creatividad, que permite construir mundos lingüísticos alternativos, aspiraciones, pasiones, en fin, es hacer de la vida una alternativa capaz de hacer sonreír a la misma desgracia.
Cuando conocí a la literatura, como palabra me impresionó y fue un amor a primera vista; cuando la hice mía, me obnubilé; cuando la hice parir hijos literarios, me quedé para siempre con ella.
Nadie podrá hacernos salir de la literatura, el fuego que produjo en nosotros es tal que nos han quedado las esquirlas de los versos, las estructuras, las figuras, las palabras, las rimas y los semas.
Hay la necesidad de emocionar más con la palabra que enturbiarla con actos innobles. Recuperemos el ideal sublime de hacer de la palabra una herramienta de pasiones y ficciones, que hacer de ella un enredo de vericuetos, una cadena alofónica de piezas desarticuladas y abstrusas. Todos tenemos la capacidad de escribir y enamorarnos, pero no todos alcanzarán el rango de poeta o aeda; todos tenemos la capacidad de contar anécdotas o sucesos, pero no todos alcanzarán la capacidad de hacerla parir emociones y telarañas de estructuras atrapantes.
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