AZUL
(Cuento)
Por Alex Miguel Castillo VenturaEsa mañana, Francis escuchó el timbre una vez y luego dos veces. «¡Mamá!... ¡Juan!» nadie le respondió. Llamó de nuevo y nada. Estaba solo en casa, definitivamente. Puede ser la princesa. Se levantó de la cama aún desorientado por el sueño y la oscuridad de la habitación; buscó, encontró la toalla y se la envolvió de la cintura hacia abajo. Seguramente su madre habría ido al mercado a hacer las compras para el almuerzo. Era viernes. Su hermano menor, Juan, tal vez la habría acompañado o se había dado una de sus escapadas a los videojuegos. Mientras caminaba se preguntó si la que escuchó sería la última timbrada y se apresuró por el temor de no encontrar a nadie afuera. Se miró hacia abajo para comprobar si realmente estaba en toalla y no solamente en calzoncillos. Antes de abrir vio el Jesucristo colgado en la pared principal de la sala, realmente sólo miró el pecho abierto que mostraba un reloj que en ese momento marcaba las diez y cinco. «¡Dios mío, esa cara! Todavía estás durmiendo dormilón». Hacía un calor demasiado alegre, ella venía agitada y echándose aire con las manos. En su habitación, él se tendió sueltamente en la cama, aún sentía sueño y bromeó: «Son las diez de la madrugada. Por qué me despiertas tan temprano». «Qué gracioso. ¿No te sofocas aquí? Voy a prender el ventilador. Yo también me he acostado tarde, tengo examen de Microbiología hoy a las cuatro, pero no puedo darme el lujo de quedarme en la cama hasta cualquier hora. Debo cumplir con deberes en mi casa; si me quedo dormida mi mamá es capaz de echarme agua». Almi prendió también la computadora para escuchar música y una profunda luz marina se extendió por toda la habitación, era el protector de pantalla cuya imagen era un planeta lejano habitado por seres azules. Dejó cantando a Andrea Bocelli & Sarah Brightman y luego se acostó al lado de Francis. Abrazados, habían cerrado los ojos.
Francis y Almi eran dos jóvenes enamorados que a los veintiocho meses de relación ya tenían muchas anécdotas juntos; la mayoría de ellas por causa de él que era un tipo aventurero, imaginativo y ávido de nuevas experiencias. Ella, desde que lo conoció y luego desde que se dejó robar el primer beso, estuvo dispuesta a seguirlo en todas sus locuras hasta que le alcance el respiro. Para él ahora los sueños eran más gratificantes. Siempre había soñado pero hoy al tener a su princesa al lado era como sumergirse en el océano y bucear sabiendo que el aliento de ella le daba fuerzas para permanecer sumergido más tiempo en esa aventura azul que muchas veces sólo era producto de su imaginación (sin salir de su casa), pero acompañado por ella. «Imagínate si pudiéramos hacernos pequeñitos», le había dicho una tarde calurosa de extraño agosto estando solos en su casa, desnudos y abrazados en la cama de su habitación reposando de un clímax compartido.
- Piensa en las cosas que podríamos hacer si fuésemos pequeñitos
- ¿Como unos liliputienses?
- Sí. Imagina, podríamos hacerlo por cualquier lugar de este cuarto y si alguien viniera y se asomara no nos preocuparíamos porque nos esconderíamos fácilmente.
- Ay príncipe, eres un loco. Eso no puede ser posible.
Si mi mamá ha ido al mercado, entonces no hace mucho de eso; aún va a demorar. Y Juan ¿La habrá acompañado? Seguramente mi mamá lo ha dejado estudiando y este ya se escapó a jugar. Mi princesa no venía desde.
- Oye amor, ya tiene más de una semana que no venías.
- He estado en exámenes; hoy termino. Pero te he estado llamando, así que no te quejes.
- No me quejo, sino que... Tú sabes, por celular no podemos...
- En eso nomás piensas ¿No?
- No... Yo también pienso en muchas otras cosas. Pero ya estás aquí, no creo que hayas venido a verme para dormir. Y yo tampoco quiero dormir si estamos así y solitos. Te he extrañado muchísimo. Me has tenido muy abandonado así que hay que aprovechar este momento. Ven acá.
- Amor, amor... Espera, espera. ¿Y si viene tu mamá o tu hermano?
Ese percance siempre era recordado por ella aunque no significaba que él no pensara en ello. Su habitación no tenía puerta, sólo una cortina color cielo que hacía libre la visita o el asomo de cualquier miembro de la casa y si bien su amor era conocido por todos, había momentos que nadie más terna que saber y sobre todo ver. Ellos no podían estar quietos si estaban juntos y más de una vez se habían alarmado por toques de puerta o regresos inesperados, pero nunca los habían visto haciendo lo que nadie más tenía que ver. Ahora que si mi mamá ha ido a ver Lucía para hacer juntas las compras, entonces va a demorar aún más. Pero si Juan no ha ido con ella, entonces puede tocar en cualquier momento e interrumpir. No, éste no se perdería la oportunidad de que le compren algo...
- Mejor nos quedamos quietos y nos tomamos un vaso con agua bien fría.
- Para apagar... ¿Eso quieres de verdad?
- Claro que no mi príncipe, claro que no.
- Ya ves, somos inevitables. Ven acá, te voy a hacer el amor.
- Nos vamos a hacer el amor... ¡Ay! si pudiéramos hacernos pequeñitos.
- Ahora tú eres la loca.
Empezaron a sumergirse en besos y caricias de amor mientras se despojaban de todo lo que pudiera ocultarles la piel.
- ¿Deseas eso sinceramente, princesa?
- Sí, sí. Muy pequeñitos como nuestros dedos.
Las prendas volaban a acomodarse por cualquier lugar de la habitación siendo espectadores privilegiados de este juego hermoso de la vida, que es así de hermoso mientras haya amor. Iban a unirse, cuando escucharon un ruido en la puerta principal; pero ellos ya no se alarmaron ni dejaron de ser felices un solo segundo y simplemente se pusieron de pie sobre la blanca almohada y treparon a la cabecera. Eran tan pequeñitos como sus dedos índices.
El centro de la cabecera tenía un compartimiento en el que Francis colocaba los libros que a él más le gustaban. Y entre esos libros empezaron a correr, jugando a encontrarse. Ambos sabían la situación en la que estaban pero, lo que fuera, era mejor no mancharlo con palabras ni reflexiones ordinarias. Se encontraban y envueltos en un abrazo, caricias y besos daban vueltas por el piso de ese librero que ahora era su maravilloso mundo; aunque la madera estaba dura. Si alguien se asomaba a la habitación no verían a nadie porque el compartimiento tenía un fondo suficientemente amplio como para ocultarse cómodamente detrás de los libros. Pero no sólo para eso. Almi vio que Francis comenzaba a jalar un libro que obviamente no era para leer, así que lo ayudó y detrás de los demás libros extendieron a Dante de par en par y acostados sobre sus páginas empezaron a nadar entre cada uno de sus cien cantos alimentándose de más fuego, derritiendo hielo, creando celos en aquellos que nunca supieron amar; teniéndose y deseándose aún más, siendo una sola fragancia perfecta; elevándose en una caricia de unión feliz hasta llegar a esa luz de suspiro etéreo que ellos sentían cada vez que hacían el amor, pero que ahora era más divino. En un mundo de Literatura, luz azul y armonías sublimes, Francis y Almi se quedaron dormidos en el punto final de la Divina comedia; ella con el rostro en el pecho amado y él envolviéndola suavemente con su corazón y su brazo izquierdo.
Dos horas después, nadie había vuelto a casa. Y los enamorados despertaron.
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